—¿Por qué no le echa un vistazo?
El doctor Sanderson se apartó y le dio la lupa a Bellman. El padre se inclinó sobre su hija. Su ojo enorme, de unas cinco pulgadas, parpadeó al otro lado de la lente. Su dedo, las rosadas huellas dactilares, la laminita brillante y blanca de la uña que embellecía la yema, mantenía abierto el ojo, alrededor del cual se extendía una hilera de diminutas ampollas semejantes a huevas de pez.
—No se los rasque ni se los frote. Buenas noticias: le están creciendo de nuevo las pestañas —le dijo el médico.
El ojo miró perplejo, a continuación el dedo aguantó bien el párpado y el gigantesco globo quedó expuesto de nuevo al vidrio de la lupa.
Bellman se quedó mirándolo fijamente, fascinado. El iris de Dora, azul como el cielo de verano, aparecía festoneado de marcas negras. Eran similares a una bandada de pájaros en la distancia.
—¿Me volverá a crecer también el pelo de la cabeza?
—Démosle unos meses, pero no me sorprendería lo más mínimo.
Bellman acompañó a Sanderson a la puerta.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años? —inquirió.
—Si me permite, le diré que la señorita Bellman parece más feliz ahora. La ciencia se burlaría ante la idea de que la felicidad haga crecer el pelo, pero el corazón es capaz de obrar milagros sobre el cuerpo. He sido testigo de ello miles de veces. También sucede al contrario: la tristeza hace enfermar a las personas.
Sanderson escrutó a Bellman con curiosidad y preocupación.
—Doy por hecho que estará visitando a algún médico reputado de Londres para usted.
—¿Para mí? Yo nunca me pongo enfermo, ya lo sabe.
El médico lo miró vacilante. Dejó a un lado sus dudas para volver a hablar.
—Pero ¿ha perdido peso?
—Llevo días pensando en pedir que me estrechen un poco este traje, sí. Tengo cosas más importantes de las que ocuparme.
—¿Tiene buen apetito? ¿Duerme?
Era imposible describir con precisión el horror que representaban sus noches. A Bellman le repugnaba admitir: me torturan los sueños; por la noche los pájaros golpean con sus negros picos en mi ventana, están atrapados en mis pulmones y lucho por aspirar una bocanada de aire, me devoran el corazón, y cuando me afeito por las mañanas los veo vigilándome a través de mis propios ojos. Ni por asomo confesaría todo esto.
—A veces me cuesta respirar. Me despierto de vez en cuando por la noche…, con bastante frecuencia, de hecho. Y el corazón…
—¿El corazón?
—¿Es normal que me palpite tan rápido y tan fuerte?
Con el tono benigno que adoptan los médicos cuando aún no se han formado opinión sobre un caso, Sanderson le hizo una serie de preguntas. Bellman respondió mientras el doctor se fijaba en los ojos enrojecidos y el tono grisáceo de la piel de su paciente. Percibía en su voz una ronca inquietud y le temblaban las manos. Tomó nota de la locuacidad con la que sus labios encadenaban ristras de palabras a toda velocidad; le llamaron la atención los intervalos fugaces en los que Bellman parecía ajeno a todo y se quedaba con la mirada perdida para volver de súbito a la vida con un respingo.
—¿Me permite que le tome el pulso?
Se sentaron y Sanderson le cogió la muñeca.
Cuando se la soltó y comenzó a hablar, su voz sonaba sorprendida y aliviada.
—Bueno, no hay nada que deba preocuparnos demasiado. Con un buen descanso se arregla. Ha estado usted trabajando demasiado duro. Esa clase de vida está muy bien para un joven (siempre ha tenido una energía prodigiosa), pero incluso usted debe tener en cuenta su edad. Tómese unas vacaciones y cuando regrese estará como nuevo. No hay motivo para que no pueda seguir viviendo otros veinte años, siempre que se tome un día libre a la semana.
¿Unas vacaciones? ¿Días libres de manera regular? Bellman estaba anonadado.
—Siga por ese camino y morirá cuando menos se lo espere. Para empezar, le daré unos bebedizos que le ayudarán a dormir, pero verá como no los necesita durante mucho tiempo. Una vez se encuentre más descansado mentalmente, su sueño se regulará por sí mismo.
Bellman confiaba muy poco en los bebedizos para el sueño, pero tomó láudano y se quedó sorprendido. Apoyó la cabeza en una almohada rellena de plumas y cuando abrió los ojos era el día siguiente. Las siete horas que habían transcurrido en esa cama entre aquellos dos instantes era como si no hubiesen existido. Ni temor, ni desvelo, ni pensamientos, ni sueños. Solo la negrura de la inconsciencia. Durante una semana, durmió todas las noches y se alegró de ello. El insomnio, se convenció, había sido una cosa sin importancia, pasajera. Ahora que lo había superado ya no volvería a necesitar el láudano.
Durante su primera noche sin la droga, la tortura volvió a estallar al instante con todas sus fuerzas.
Volvió a su dosis nocturna, pero tuvo que aumentarla para lograr el mismo efecto.
Después de un tiempo, sin embargo, Bellman comenzó a percatarse de que el sueño inducido por los fármacos no era un verdadero sueño. No poseía las mismas propiedades restauradoras. Para empezar, tal como dejaba caer la cabeza para dormir, se despertaba al amanecer. ¿Dónde estaban las corrientes y los reflujos, las oleadas de sueño más profundo o más ligero que había experimentado hasta entonces? ¿Dónde los beneficios del sueño, que le permitían cerrar los ojos pensando en un problema y despertarse al día siguiente con la solución? Todo aquello se había esfumado. En cuanto depositaba la cabeza sobre la almohada era absorbido, engullido por una negrura mortal de la que emergía sin haber logrado descansar, aletargado, abatido. La inconsciencia profunda no le convencía. Se imaginó oscuras criaturas aladas de la noche abalanzándose sobre su cuerpo durmiente y devorando su alma mientras yacía ignorante del peligro, vulnerable como un niño. No se decidía a irse a la cama, retrasaba cada vez más el momento de acostarse, temeroso de quedarse dormido, asustado de la vigilia. ¿Tomar el bebedizo o no? Unas veces lo tomaba y otras no, y, según lo que hiciera, dormía o no dormía. Cuando se le terminó el láudano del doctor Sanderson, fue a visitar a un médico de Londres. Obtener más no era difícil, y además se podía combinar con otras pociones. Se volvió adicto a la mezcla de distintas medicinas y aprendió a envenenarse hasta lograr dormir a voluntad.
El sueño no era lo único que se había vuelto irregular. Jamás tenía apetito, excepto cuando estaba muy hambriento. Comía al amanecer o a medianoche, o ni siquiera comía. El tiempo se volvió inasible. Las manecillas del reloj corrían a toda velocidad o se ralentizaban. Lo llevó al relojero para que lo revisase y este le aseguró que funcionaba a la perfección. Siempre tenía la duda de si había pasado la hoja del calendario. ¿Era hoy o ya era mañana? Tal vez todavía era ayer. Los domingos se repetían a intervalos. Incluso las estaciones perdieron su tempo: en más de una ocasión se descubrió contemplando por la ventana uno de esos cielos descoloridos londinenses mientras se preguntaba con súbita angustia si era abril o septiembre.
Se acostumbró a vivir aturdido y amargado por la falta de sueño. Se sentía vacío por dentro, pero sonreía, negaba con la cabeza y continuaba sumando, multiplicando y dividiendo. Solo él sabía a qué precio.