¡Tic!
¿Qué clase de reloj espantoso era aquel, que contaba los segundos con tanta saña?
¡Tac!
Qué eternidad entre un compás y otro. Cada uno podía ser el último.
¡Tic!
No debía dejar que se parase.
¡Tac!
Pero ¿cómo darle cuerda? Se palpaba el bolsillo del chaleco en busca del reloj… ¿pero qué era aquello? ¡El reloj no estaba en su bolsillo! ¡El sonido provenía del interior de su pecho!
¡Tic!
Y ese «tic» podía ser el último.
¡Tac!
Bellman se despertó con el corazón en un puño. Algo sucio y gélido lo había envuelto mientras dormía; se había enroscado alrededor de su cuerpo mezclado entre las sábanas. Escapó a ello levantándose de inmediato y sumergiéndose en la actividad: se afeitó demasiado rápido y se hizo un corte en el mentón, tenía demasiadas náuseas para desayunar, masticó un pedazo de pan con la esperanza de que se le asentase el estómago. En su despacho, dedicó dos horas a redactar cartas antes de su primera reunión del día. Podía ocuparse de dos tareas a la vez, o incluso de tres. Apiló una tarea detrás de otra, exprimió cada hora, cada minuto en lucha incesante. Prolongó la jornada más allá incluso de sus propias costumbres, y cuando llevaba diecinueve o veinte horas trabajando, la desesperación que le había asaltado frente al espejo del baño no pudo impedir que cayera en la cama exhausto. No obstante, no se despertó descansado: su mente, siempre en guardia, continuó su encarnizada batalla nocturna contra un enemigo indefinido, compitiendo en una carrera contra el paso del tiempo. Cuando se levantó fue para toparse con la misma suciedad adherida a la piel.
Algunas noches se hundía en el habitual coma producto del agotamiento para desvelarse por completo una hora después. Sus pensamientos conscientes no eran mejores que los horrores perversos que le asaltaban durante el sueño. Lo mismo daba que estuviera dormido o despierto: pájaros atrapados, aleteos aterrorizados, agitación de plumas junto a su oído… Se quedaba tumbado, sudando y respirando con dificultad mientras su corazón retumbaba con tal fuerza que sería capaz de despertar a los muertos.
El insomnio hizo mella en Bellman.
Al emerger de súbito a la conciencia, como si saliese del sueño, era de día y la señorita Chalcraft estaba delante de él.
—Sí —decía—, las chicas nuevas que nos llevamos de Pope cuando cerró son verdaderamente rápidas…
Estaba en su despacho, sentado tras el escritorio, incapaz de recordar cuándo había entrado su jefa de costureras ni de qué habían hablado un segundo antes. La actitud de ella era del todo normal. Era evidente que no había notado nada extraño.
No solo no recordaba la llegada de la mujer a su oficina, sino que tampoco era capaz de recordar su última reunión. ¿Realmente había consentido que contratasen a las costureras de la competencia al cerrar Pope? ¿Era prudente, teniendo en cuenta la irregularidad de sus propias cuentas?
Y aquel mismo día, más tarde, cuando Heywood le comunicó sonriente que había vendido tres bolsitos de mano en media jornada gracias a sus sugerencias respecto al expositor, Bellman asintió en gesto de aprobación, ¿qué hacer, si no?, pero ¿de verdad había hecho él aquella sugerencia? Le pillaba por sorpresa.
Era desesperante comprobar que debía de estar actuando como un sonámbulo durante sus horas de trabajo diurno, sin ser consciente de tres cuartas partes de sus acciones, mientras que por la noche su mente permanecía dolorosamente alerta a cada horror que le deparaba la oscuridad. Se preguntó si un usurpador habría ocupado su lugar, otro Bellman que hacía sugerencias extraordinariamente efectivas sobre los precios, los escaparates y que contrataba a las costureras despedidas de su rival mientras que él, el verdadero Bellman, permanecía atrapado en un oscuro interregno: ni despierto ni dormido, ni vivo ni muerto.
¡Clic!
¡Clic!
¡Clic!
Las implacables esferas de un ábaco.
Treinta y ocho.
Treinta y nueve.
Cuarenta.
¿Cuánto debía? ¿Cuántas decenas, cuántas centenas y cuántos millares?
¡Clic!
¡Clic!
¡Clic!
Pero no había ningún ábaco, solo eran los latidos de su corazón, sumando y sumando al montante de su deuda, incrementándola con cada palpitación, y no podía hacer más que aguantar impotente mientras el total iba en aumento.