El señor Anson, del Westminster & City, asintió.
—Bueno, lo cierto es que me avisa con poca antelación, pero seguro que puedo pasar a ver al señor Bellman esta noche si es tan urgente.
El joven tragó saliva.
—Creo que el señor Bellman está… deseando…, deseoso, diría, de verle antes incluso. —Tosió.— Si fuese posible.
George Anson estiró las piernas bajo su escritorio y miró por encima de las gafas al joven.
—Entonces, si no le he entendido mal, el señor Bellman quiere que vaya a verle a su despacho ahora mismo, ¿es eso?
—Sí, señor.
El señor Anson tenía centenares de asuntos pendientes, pero la curiosidad y la preocupación conspiraron para tomar su decisión. ¿De qué servía ser el gerente del banco Westminster & City, después de todo, si uno permite a su agenda que le dicte lo que tiene que hacer?
Se levantó de la silla, haciendo caso omiso de la consternación de su secretaria.
—Ese es mi abrigo, si tiene la amabilidad. Tras la puerta. Vamos allá de inmediato, entonces.
El alivio se reflejó en el semblante del joven.
Al entrar en la oficina de Bellman, el señor Anson se dio cuenta de que el gran hombre de negocios no era el de siempre. Tenía los ojos enrojecidos y se movía lenta y desmañadamente, como si algo le doliese.
—Es sobre la cuenta paralela.
El señor Anson comprendió a qué se refería, aunque jamás le había oído pronunciar aquel término. Se trataba de su segunda cuenta personal. A lo largo de los últimos diez años, Bellman había ido transfiriendo un tercio de sus ingresos personales a dicha cuenta. Nunca había sacado un penique. En aquel momento representaba una vasta —vastísima— fortuna. De vez en cuando, el banquero le había sugerido algunas inversiones a su cliente, pero mientras que Bellman se mostraba presto a arriesgar las ganancias de su otra cuenta, embolsándose cantidades significativas, rechazaba de plano tocar el capital de la cuenta paralela.
—Me alegro de oírlo. ¿Dónde vamos a poner ese dinero? —respondió Anson.
—En ningún sitio.
—¿En ningún sitio?
—Quiero hacer una transferencia de fondos suplementaria.
—¿De qué importe?
Bellman dijo una cifra.
El señor Anson dio un respingo que no contribuyó a disimular su sorpresa.
—Eso ascendería a… aproximadamente un setenta y cinco por ciento de su fortuna líquida personal. Por supuesto que es posible, se puede hacer lo que usted desee… ¿Su intención es mantener esos fondos en efectivo?
—Así es.
Anson se llevó las yemas de los dedos a la boca mientras reflexionaba. El papel de gerente de un banco era delicado. No era asunto suyo meterse en lo que quisieran hacer los clientes con su dinero. Cómo y en qué lo gastaban tampoco era algo de lo que debiera preocuparse, pero a veces percibía algo turbador en el dinero de alguno de sus clientes, y una parte de su trabajo, a su modo de ver, era actuar de intermediario en los casos en que sus clientes y su dinero sufrían un desencuentro o eran incapaces de entenderse el uno al otro. Dejó que se hiciese un silencio mientras cavilaba.
Era lógico concluir que Bellman quería separar unos ingresos de los otros con un propósito concreto. Sin embargo, no había dicho una palabra que indicase cuál era tal propósito.
—Va contra mi naturaleza quedarme a mirar cómo el dinero se queda ahí quieto, de brazos cruzados, sin hacer nada, cuando podría estar generándole buenos réditos —dijo con una mueca de disgusto mientras meneaba la cabeza apenado.
Bellman siguió impasible. No respondió, se limitó a permanecer allí mirando a través de la ventana, sin ver la calle, pero viendo, pensó Anson, algo terrible en la distancia de su memoria.
No podía tratarse de deudas. Conocía a Bellman. No es que fuesen amigos, exactamente —nunca habían mantenido una conversación que se pudiera denominar personal—, pero conocía sus hábitos cotidianos. Lo único que hacía Bellman era trabajar. No jugaba, ni frecuentaba burdeles. Su nombre jamás se había vinculado a ningún escándalo, ni financiero ni moral. Sus socios estaban al tanto de cada uno de los pormenores económicos de Bellman & Black, y solo había que fijarse en sus rostros sonrientes y satisfechos en el bar del Russells para saber que todo iba bien en ese sentido. Se conocía las cuentas de la empresa al dedillo, y estaba claro como el agua que no vivía por encima de sus posibilidades. De hecho, su desembolso personal era tan escaso como el de un humilde párroco.
¿Era posible que lo estuviesen chantajeando? ¿Tendría Bellman un extorsionador encima?
—¿Cree usted que necesitará disponer de liquidez en breve?
Bellman se tapó los ojos con la mano, como si la luz le molestase.
—Tal vez, no lo sé.
—Bellman, soy su banquero y alguien que ha estado a su lado a lo largo de estos diez años y que le desea lo mejor. Al verle en este estado estoy obligado a preguntarle algo un tanto incómodo: dígame, ¿actúa usted con libertad al llevar a cabo estas disposiciones?
Bellman le miró fijamente.
—¿Con libertad?
—Si alguien está extorsionándole, se pueden tomar medidas… Abogados… Con absoluta discreción. Nos podemos encargar sin que su nombre salga a relucir en ninguna parte.
Entonces Anson presenció algo que no esperaba ver jamás. Bellman cerró los ojos con fuerza y se le escapó una lágrima.
—Ningún abogado puede sacarme de esta. Estoy atado de pies y manos.
Cuando los ojos de Bellman se abrieron, Anson contempló en ellos una melancolía del tono más negro.
Bellman respiró hondo y prosiguió, como si jamás hubiese derramado aquella lágrima:
—Además, los pagos cada cuatro meses en esa cuenta se realizarán, de ahora en adelante, mensualmente. Y del treinta y tres por ciento, ascenderán al cincuenta. ¿Queda claro?
Anson volvió al banco hecho un lío.