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Verney colocó el balance mensual sobre el escritorio junto con otros documentos relacionados. Había una nota de vacilación en su actitud, indecisión, tal vez.

—Y me parece que querrá ver esto —dijo depositando un periódico encima de todo.

Bellman le echó una mirada: el diario estaba doblado de manera que se veía la carta de uno de los literatos de renombre del momento, criticando el coste excesivo de los funerales.

—¿Otro? No sirve más que para disuadir a la gente de trabajar con charlatanes y convencerlos de que vengan a nuestro negocio. Nos hace un favor.

Verney asintió.

—Me voy a casa, si no necesita nada más de mí.

Se despidieron hasta el día siguiente.

Era el último día de octubre. Bellman se sentó con satisfacción tras su escritorio, ignorando la lluvia torrencial que golpeaba la ventana. Todos los viernes de finales de mes sus encargados de departamento redactaban los balances de las últimas cuatro semanas, los aumentos y disminuciones de ventas de diferentes gamas, los factores que habían influido en los beneficios. La mayor parte de aquellos datos ya los sabía de antemano gracias a sus tres rondas diarias en horario comercial; aun así, disfrutaba del rato dedicado a los informes tras echar el cierre. Si caían o subían las ventas de sombreros y por qué; el repentino auge de los motivos serpenteantes en el alabastro; las ganancias que se incrementaban en productos de papelería y las dificultades con un proveedor italiano de guantes… Su interés en esta clase de aspectos sustanciales del negocio era infatigable. Un funeral grande —dos meses atrás se había celebrado el del conde de Stanford— podía disparar los beneficios de casi todos los departamentos simultáneamente. Mientras leía el informe se le iban ocurriendo preguntas, puntos de ataque, aspectos a los que seguir la pista; así que tomaba notas aquí y allá en los márgenes: un signo de interrogación, una flecha, una o dos palabras. No olvidaba nada.

De los informes escritos pasó a los números de la contabilidad maestra. No necesitaba más que echar un vistazo a la página. Si había un error lo descubría al instante, tan obvio como una estatua en medio de una pista de baile. Echó un vistazo a las filas y las columnas, todo parecía correcto. Solo se detuvo a pensar en la última línea. La observó más de cerca, luego apartó un poco el folio. Lo dejó sobre la mesa y contempló el punto en el que la pared y el techo se unían. ¿Qué sucedía?

Había sido otro mes próspero, ¿o no? Una multitud interminable de clientes había entrado doliéndose, había comprado, pagado y salido de allí reconfortada. Por cada cliente que salía del establecimiento, entraba otro. Por cada cliente que ponía fin a su luto, otro comenzaba el suyo. Aquellos que se deshacían de su duelo terminarían, en un momento u otro, por retomarlo. Estaba muy extendida —¿y para qué desmentirla?— la creencia de que guardaran la indumentaria de un luto pasado para el siguiente era llamar al mal tiempo. Y cuando sus clientes murieran y no pudiesen gastarse más dinero, incluso entonces —sobre todo entonces— contribuirían al éxito de Bellman & Black… Que los poetas y los novelistas escribiesen los artículos que les diese la gana, que el Household Words publicase lo que le apeteciese cada semana: el resultado sería el mismo. La gente seguiría muriendo y, cuando muriesen, sus allegados reclamarían plañideras silentes, ataúdes forrados y flamantes trajes negros…

Nada había cambiado. Los muchachos habían gastado miles de yardas de papel y cordel para envolver paquetes que habían ido a parar a todos los rincones del país. Las chicas habían cosido miles de yardas de hilo negro en crespón, merino y cachemira negros. Había revisado las facturas de hilo y cordel. Todo correcto.

Cogió los cálculos y los releyó. Volúmenes de venta. Sin incremento aquel mes.

Bellman frunció el ceño. ¿Aquella disminución era la consecuencia de que el mercado hubiese rebasado sus límites naturales? Si era así, no suponía ningún desastre. Podían mantenerse con aquellos volúmenes eternamente. ¿No sería —sintió una presión en el pecho— el síntoma de otra cosa? ¿Sería aquel mes más flojo el precursor de una caída de las ventas?

Se acercó al gráfico con la pluma en la mano. Alzó el brazo para anotar las ganancias y vaciló. ¡No era posible! Los dedos bailarines de Verney tenían que haberse equivocado. Un decimal extraviado en algún momento, un tres que debía ser un ocho. Haría que lo corrigiese al día siguiente.

Dejó la pluma en la escribanía.

¿Qué objetivo marcaría para el próximo mes? ¿Qué estaba sucediendo en Londres? La temperatura descendía. Hacía frío, y pronto recrudecería. La gente intentaría aprovechar al máximo su combustible y los pobres tendrían que arreglárselas sin estufas. Se verían obligados a escoger entre leña o algo que echar a la cazuela. La nieve aislaría a la gente del campo. En las zonas incomunicadas sería más difícil proveerse de alimentos. La gente acaudalada no era inmune al invierno. Incluso arrebujados con sus mejores abrigos de pieles tiritarían durante las misas de los domingos. En las calles heladas habría resbalones, huesos fracturados que desembocarían en infecciones. La enfermedad aprovecharía los efectos debilitantes del invierno hasta sus últimas consecuencias.

Bellman cogió la tinta azul para marcar el objetivo del mes siguiente. La mano flotó sobre el gráfico. Por primera vez se imaginó la curva trazando un descenso. Intentó borrar esa imagen de su mente y decidió que, en cualquier caso, era mejor anotarlo al día siguiente, cuando hubiese tenido oportunidad de charlar tranquilamente con Verney.

En algún momento de la noche, la curva del volumen de ventas emergió de nuevo en su pensamiento y Bellman se descubrió analizándola. Su cerebro continuaba calculando —no se había detenido en ningún momento, por lo visto—. Mercería más fabricación, más papelería, más funerales, más… Marzo más abril, más junio… Apoplejía más gripe más hambruna más vejez más problemas cardiovasculares… Las sumas continuaban hasta el infinito; se perdió en las hileras de cifras, tuvo que volver a empezar porque había perdido la cuenta…

Pero ¿qué se le había olvidado?

La curva había subido y subido, cada vez más pronunciadamente, a lo largo de julio, agosto, septiembre, superando cada mes las predicciones más ambiciosas de Bellman. Ahora iba a marcar su objetivo de ventas y una mano invisible se cerraba sobre la suya y la forzaba a descender, a marcar más abajo de lo que él pretendía.

¿Tan bajo? ¡Eso era imposible!, pensó. Pero una oscura certidumbre brotó en su interior: las ventas caerían sin tregua a partir de entonces.

Y cayeron sin tregua las cifras, una transacción tras otra, media yarda de cinta y una lápida infantil, un prendedor de azabache para el sombrero y veinticuatro yardas de merino negro, cuatro criados de luto y unas plañideras silentes, ocho, para el funeral de un conde, y… ¿qué había olvidado?

Cada vez más abajo, la curva surcó suavemente el cielo de Whittingford cayendo en picado sobre el viejo roble.

Bellman estaba despierto.

El corazón le latía a toda prisa y percibió la tenebrosa sensación de que algo desagradable retrocedía en su mente a medida que el sueño se disipaba.

La cerilla chisporroteó y soltó una llamarada; el hombre agradeció la compañía de aquella pequeña vela. Bebió un poco de agua. Se levantaría un rato hasta que se encontrase mejor. Tal vez la habitación estuviese demasiado caldeada.

Se quedó con la mirada fija, en camisa de noche y gorro de dormir. Todo estaba en calma y a oscuras. Más allá de las grandes fachadas de Regent Street había otras calles, más pequeñas, más modestas; habitaciones en el piso superior de las tiendas, en las que los carniceros, los libreros o los estanqueros dormían con sus esposas e hijos. Y todavía más lejos, en las áreas más densamente pobladas, familias enteras compartían un solo cuarto y una casa daba cobijo a cien personas. Gente. Gente que vivía y moría, lo mismo daba, todos eran clientes.

Bellman tenía la espalda rígida y le dolían los pies. Sabía que estaba cansado, pero no tenía sueño. Eran las cuentas. No era propio de Verney cometer errores. Sus chicos eran muy precisos, y tenía un método según el cual todo se comprobaba dos veces. Pero en algún punto del proceso debía de haberse colado un error. ¿Qué otra explicación había?

Cogería él mismo los datos y los calcularía.

Eso hizo.

Los resultados fueron los mismos.

Su semblante se ensombreció, alzó la vela para iluminar el gráfico de la pared. Sus ojos siguieron la curva desde el primer mes hasta el actual.

Algo se le reveló.

¡Diez años!, pensó. Llevo diez años actualizando este gráfico en este despacho.

¿Cómo era posible? ¿Habían pasado diez inviernos? No se lo había parecido. Pero eso significaba que tenía… ¡cuarenta y nueve años! Hizo sus cálculos y, para su sorpresa, descubrió que efectivamente tenía cuarenta y nueve años. Se estudió en el reflejo de la ventana. Con la noche de fondo, su figura blanca tenía un aspecto fantasmal. Tenía el pelo gris y parecía cansado. Estaba cansado.

Negó con la cabeza, maravillado ante aquel hombre ridículo en camisón y gorro de dormir. ¿Cómo era posible? Habían pasado diez años volando sin que se diese ni cuenta. ¡Él, que se fijaba en cada detalle! ¡Él, que no se olvidaba de nada!

Le dio un vuelco el estómago, como si el suelo se hubiese abierto bajo sus pies.

Ahí viene, pensó.

Primero le entraron náuseas, el mareo llegó a los pocos segundos.

Bebió un trago de coñac y el temblor disminuyó un tanto.

Vamos, concéntrate en los números, se animó.

¿Cuadraban o no? Sí. Y al mismo tiempo no cuadraban.

Los sombreros de moda. Ataúdes en Lancashire. El conde de Stanford.

¿O había algo más detrás de todo eso?

Solo había una cosa que afectase a Bellman & Black: la muerte.

Así que, se preguntó agotado, ¿a quién pertenecía la mano que había aferrado la suya propia para obligarle a marcar un objetivo un poco más arriba de lo que pretendía cada mes? ¿Era la misma mano que tapaba las bocas y las narices de los enfermos? ¿La misma que apretaba el dedo en el gatillo en el caso de los desesperados? ¿La misma que ponía el láudano en la mano del amante despechado?

¿A quién pertenecía?

Black.

El temblor se apoderó de él nuevamente; apoyó una mano en la mesa para no perder el equilibrio. Recordó, con un mal presentimiento, que no había terminado de redactar el contrato.

Abrió un cajón tras otro en su angustia por encontrar el borrador. Revolvió papeles que se le escapaban entre los dedos temblorosos y se le caían al suelo. Rebuscó a cuatro patas a la luz de la vela, forzando la vista, jadeando al borde del agotamiento.

¿Cuánto le deberé?, se preguntaba William.

No fue capaz de encontrarlo.

Bueno, no importaba, podía redactar uno nuevo. Lo importante era que las sumas fuesen correctas.

Se afanó en sus cálculos, garabateó cifras extraordinarias en su cuaderno, sumó el conjunto de diversas maneras y observó los resultados.

Era demasiado. Muchísimo más de lo que esperaba.

Y ni siquiera era suficiente.

Al día siguiente, Verney se llevó una sorpresa al encontrarse a su patrón dormido sobre el escritorio y rodeado de papeles tirados por el suelo. Todavía estaba en camisón y el gorro de dormir presentaba una mancha de tinta porque había apoyado la cabeza sobre unas operaciones furiosas e ininteligibles. El contable recogió los papeles sin despertar a Bellman y acto seguido salió de puntillas del despacho. Una vez al otro lado de la puerta, llevó a cabo un ruidoso despliegue —pisoteó con fuerza el suelo, hizo tintinear sus llaves y la cerradura— y volvió a entrar. A esas alturas, Bellman ya se había ocultado en su dormitorio llevándose con él sus quiméricos cálculos.