22

El bolsillo del chaleco de Bellman se había agujereado a causa del peso de su reloj, y la tela se había dado de sí.

—Lo mejor será que me envíe a una de las chicas para tomarme medidas y hacerme otro —le pidió a la señorita Chalcraft, que le envió a Lizzie.

Se quitó la chaqueta y la colocó sobre el respaldo de una silla.

—Es de merino inglés, ¿verdad? Es ligero y cómodo, pero menos resistente que el español —comentó la costurera.

—Sí, el hilo es el mismo. La diferencia radica en dónde se teje.

Esperó en mangas de camisa mientras le tomaban las medidas. Ella colocó la cinta métrica contra el bolsillo pegado a su costado, y Bellman percibió la delicadeza de su tacto, de la nuca a la cintura, del cuello al hombro, la anchura del pecho, la cintura. Entre medida y medida se apartaba un poco para anotarlas. Se retiró y volvió a acercarse una, dos, tres veces… No fijaba la mirada en su cara mientras hacía esto; él tampoco, excepto con el rabillo del ojo.

Se dio cuenta de que no estaba canturreando ni tarareando, sino que se limitaba a respirar una melodía. Su caja torácica debía de haberse lanzado a ello por su cuenta, porque notó los dedos de ella apoyándose en sus hombros para que se estuviese quieto, y entonces oyó su voz.

—Arriba se dice que el señor Black tiene la tienda embrujada.

Trató de distinguir el sonido de su respiración sobre su nuca, pero no lo logró.

—¿Por qué dicen eso?

—Lo oyen cantar.

—Ah.

—Por lo visto no se sabe bien la letra de la canción.

—¿En serio?

—¿Le duelen los brazos? ¿No? Entonces aprovecho para hilvanar este calicó. Es el que usamos la última vez y sus medidas no han variado.

Unió con destreza unas piezas de tela sobre el escritorio, se le acercó de nuevo y las colocó sobre su espalda. Su suave voz le cosquilleó de nuevo el oído, un susurro casi inaudible.

Todavía brillan las estrellas del ángel,

todavía fluye un torrente,

pero permanece en silencio la voz angelical

que oí hace tanto tiempo.

¡Escucha!, susurra el eco,

¡hace tanto tiempo!

¡Qué canción tan triste!, pensó Bellman. No se había percatado de que fuera triste. Si lo hubiese recordado no la habría cantado… El caso es que entonada por Lizzie sonaba seductora. Se alegró de que continuase cantando.

Todavía permanece solitario y en penumbra el bosque,

todavía corre el agua de las exuberantes fuentes,

pero el pasado y toda su belleza

¿adónde han ido?

¡Escucha!, dice el eco lúgubre,

¿adónde?

Al escuchar, una sensación fue subiéndole por el pecho. Se notaba a punto de soltar algo que le atenazaba con fuerza desde hacía demasiado tiempo, la grata sensación de descargarse de un peso al que había estado aferrado con demasiada intensidad… ¿Qué le sucedía?

Lizzie se colocó frente a él. Tímida o avergonzada, no le miraba a los ojos y se había callado. Cogió las piezas de calicó para el frontal del chaleco y le puso una sobre el pecho, prendiéndola con alfileres a la correspondiente pieza de la espalda.

—Siga cantando, por favor.

Su voz le sonó brusca a él mismo.

El rubor de las mejillas de la chica se intensificó. Estaba tan cerca que Bellman podía ver la parte interior de sus labios al abrirse y cerrarse.

Todavía se queja el pájaro de la noche

(ahora, de hecho, su canción es dolorosa),

¿me pasaré la vida invocando en vano

los recuerdos de los buenos tiempos?

¡Escucha!, vuelve a gemir el eco,

¡en vano!

Apoyó la otra mitad del chaleco sobre su pecho y, cuando se le quebró la voz y se saltó dos o tres palabras, Bellman descubrió que sí recordaba la letra, después de todo. Una canción aprendida de los borrachos del Red Lion hacía tantos años ya, casi olvidada por completo, emergió del pasado. Las palabras que se le habían hurtado hasta entonces brotaron de sus labios una detrás de otra, en el preciso instante en que las necesitaba. Sin olvidar que Verney estaba en el cuarto contiguo, las murmuró tan afinadas como pudo, teniendo en cuenta que cantaba entre dientes:

¡Cesad, oh, ecos, ecos lúgubres!

Hubo un tiempo en que vuestras voces me agradaban;

ahora mi ánimo está harto y cansado:

¡la eterna despedida de los viejos tiempos!

¡Escucha!, dicen los ecos tristes y sombríos,

¡adiós, adiós a los viejos tiempos!

Lizzie había terminado de colocar los alfileres. Estaba escuchándole cantar, tal como había hecho él antes, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Sería la cosa más fácil del mundo coger aquellas manos entre las suyas.

«Tengo que preguntarle por Black», pensó. Hacía muchísimo tiempo que deseaba hacerlo.

—Cuando nos vimos aquella vez, la noche antes de que abriese la tienda —y entonces se desvió insospechadamente de lo que pensaba decir—, vi una cuna en su dormitorio.

Vio cómo daba un respingo, se ponía tensa.

—Tenía una niña. Se llamaba Sarah. Se…

Lizzie se detuvo y tragó saliva. Sus ojos se humedecieron; una humedad tensa, trémula. Una lágrima corrió por su mejilla, luego otra hizo brillar su rostro mientras sonreía. Independientemente de lo que hubiera tenido intención de decir, su rostro exultaba al rememorar el dolor y la alegría, y él, Bellman, estaba perplejo. La mirada que le dirigió fue un regalo, hermoso y aterrador, y él vaciló antes de aceptarlo.

Algo se desbordaba en su interior. Lo notaba retorcerse tras sus labios. Qué alivio sentiría si pudiera echarse a llorar en ese momento, dejando que una canción hablase por él y que una mujer lo acompañase en el llanto. Le escocían los ojos, la presión de su pecho aumentó, y en el instante en que su visión dio paso a un resplandor vio —o creyó ver— movimiento en la ventana.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—¿Qué?

—En la ventana. ¿Era un pájaro?

—No lo he visto.

En la confusión del momento sus manos se encontraron.

Hubo un William Bellman que sabía cómo besar a una mujer. Que sabía dar y recibir, consolar y abrazar. Que sabía cómo lograr que otra persona se sintiese cerca de él y que era capaz de percibir en su pecho el latido de otro corazón aparte del suyo.

Pero ahora estoy con Black, pensó mientras contemplaba el cielo en busca de aquello que le había interrumpido. El consuelo no estaba dentro de sus prioridades, y era demasiado tarde para apenarse.

Soltó la mano de Lizzie. Ella se volvió a coger su hoja de anotaciones.

—¿Hacemos los bolsillos como la última vez, señor Bellman?

—Creo que sí.

—Cuidado, que le quito los alfileres.

Se quedó quieto mientras ella recorría sus brazos recogiendo los alfileres. Dobló descuidadamente el patrón y se lo colgó del antebrazo.

—Puedo tenerlo listo para mañana. ¿Le parece bien para la hora del almuerzo?

—No hay prisa.

Lizzie volvió al taller y Bellman a su tarea.