Bellman & Black era el buque insignia del imperio empresarial de Bellman, pero no el único elemento. Para empezar, continuaba siendo propietario de la fábrica Bellman. Cada semana recibía el informe de Ned desde Whittingford y redactaba una carta en respuesta —de hasta doce o quince páginas, en ocasiones— dando instrucciones, aconsejando, inquiriendo. Tenía una segunda fábrica: la había comprado hacía medio año a un precio excepcional después de que el dueño se hiciese agricultor. El hombre había cometido la imprudencia de confiar demasiado en un solo cliente importante; dicho cliente le quedó a deber un pago. Se trataba de un error elemental, y Bellman —que había tenido el buen ojo de ofrecerle años antes un alquiler a largo plazo en buenas condiciones, de modo que fue el primero en saber de sus dificultades económicas— se aprovechó de ello. Colocó allí a la mano derecha de Ned para que adaptase la fábrica a las prácticas de Bellman, y después de un período inicial de turbulencia —a nadie le gustan los cambios— las cosas se tranquilizaron y la fábrica comenzó a dar beneficios.
También poseía una docena de casas en las mejores zonas de Londres: le procuraban un buen montante en concepto de rentas, además de mantener su valor. Aunque no se cuidaban solas. Había que encontrar inquilinos, recaudar los alquileres, arreglar los tejados… Tenía gente en el lugar a cargo de estas tareas, pero de todas formas, siendo como era, le gustaba saber qué se estaba haciendo en su nombre.
Además, Bellman vigilaba de cerca sus inversiones. Más de un joven empresario había solicitado y recibido capital suyo por alguna innovación en el ámbito de los artículos funerarios y para el luto. El capital iba acompañado de un escrutinio. Si existía algún fallo en el planteamiento de un negocio, Bellman lo descubriría. Se familiarizó con ámbitos de negocio que distaban de los suyos, contemplaba los factores fundamentales y universales que influían en el éxito y el fracaso, evaluaba los detalles de cada aventura; y nunca invertía capital sin antes dejar claro que su dinero comprometía al otro a darle en cierto modo carta blanca en la dirección de aquel negocio. Su toque personal era sobrio, pero se trataba de un toque distintivo. En el Westminster & City Bank, Anson llegó a considerarle una especie de barómetro. Si Bellman invertía, podía estar seguro de que el proyecto era sólido, y donde estaba puesto su dinero, también estaba puesta su perspicacia y su supervisión. En la medida de lo posible, el banquero movía su propio capital y lo acomodaba junto al de su cliente, beneficiándose de sus aciertos.
Una noche, estando en Russells, Bellman se reunió con su banquero y sus socios para debatir un ambicioso proyecto que tenía en mente. Llevaba algún tiempo planeando ampliar Bellman & Black con la apertura de nuevas tiendas en Bath, York y Manchester; había encontrado locales y, entre el capital de los comerciantes y el que aportaba el banco, sumaban lo suficiente para comprar terreno y contratar arquitectos. Ansioso por apresurar el inicio de la expansión nacional, se le había ocurrido la idea de —así lo entendieron los otros cuatro— ceder el nombre de Bellman & Black a comerciantes minoristas de artículos funerarios y para el luto y actuar como proveedores desde su cadena de producción a cambio de quedarse con un porcentaje de sus beneficios. Era una idea tan estrafalaria que dejó a todos conmocionados.
—Pero ¿por qué iba a interesarle algo así a alguien que siempre ha trabajado por su cuenta? —preguntó uno de los socios, perplejo.
—¿Cómo podemos saber cuándo se le están acabando los guantes de cuero italianos de talla seis a una tienda de Manchester? —objetó otro.
Bellman tenía respuestas para todo. Para cada obstáculo había una solución, para cada duda una certidumbre. Rellenó los espacios dudosos con información, hechos y números. Había profundizado mucho en cada aspecto y lo exponía con gran claridad; de modo que, poco a poco, la extraña idea comenzó a parecer tan obviamente sensata que pronto estaban preguntándose por qué a nadie se le había ocurrido antes.
—¿De dónde saca el tiempo para que se le ocurran esos negocios? ¿Cuál es su secreto? —preguntó Anson mientras el camarero dejaba más bebidas sobre la mesa.
Bellman se encogió de hombros.
—El tiempo pasa más rápido para un hombre acostado en la cama que para alguien que está todo el día ocupado. Cuantas más cosas tengo que hacer, de más tiempo dispongo para llevarlas a cabo. Hace mucho que lo descubrí.
Dieron un trago a sus coñacs y continuaron charlando. Se logró el consenso. Anson no tenía voto en la decisión —solo era el banquero—; aun así, sus opiniones fueron escuchadas y tenidas en cuenta respetuosamente.
—¿Qué vamos a hacer con Thompson y su campaña para el crematorio? Ahora la ha tomado con las tumbas. Que son antihigiénicas y que hay que hacer algo. Con esta clase de cambios flotando en el ambiente, ¿es el momento más adecuado para expandirse de un modo tan radical?
Los ánimos se soliviantaron enseguida entre los miembros del grupo.
—¡Es una atrocidad!
—Y tanto. ¡Los ingleses no formarán parte de una cosa así!
—Si no fuese el médico de la reina nadie le haría caso. La idea no tiene ni pies ni cabeza.
Bellman era el único que se centraba en el negocio, propiamente dicho.
—En mi opinión, un funeral es un funeral, con independencia del método que se use. El deseo de llevar a cabo un ritual no cambiará nunca. Un ataúd es un elemento bastante grande, pero de madera en su mayor parte, cosa que lo hace relativamente barato; además, teniendo en cuenta que está destinado a ser enterrado, es natural que la gente solo esté dispuesta a pagar cierta cantidad. Un recipiente para guardar las cenizas y que la gente querrá tener en casa puede construirse con toda clase de materiales caros, incluso plata u oro, y posibilita unos acabados más decorativos y añadidos artísticos. Si Thompson tiene éxito, no veo la razón para temer por la salud de nuestro negocio. Personalmente, me siento inclinado a verlo como una oportunidad, más que como algo de lo que debamos recelar.
—Entonces, ¿usted sería partidario de impulsar de inmediato los planes de expansión en lugar de esperar el resultado del caso en Gales?
—¡Ese médico druida, quemando el cadáver de su hijo en una colina!
Las cabezas negaron enérgicamente y las bocas se torcieron en muecas de desprecio.
—Es cosa de locos. Ese hombre es un pagano.
—El daño se lo hace a sí mismo, más que a los demás. Es digno de piedad, la verdad.
—¿Usted cree que está loco?
Y los socios se enfrascaron en un debate sobre el caso, que estaba a la orden del día.
—Tal vez salga algo bueno de todo esto. Al elevar el asunto a la atención de un juez cristiano la ley quedará clara de una vez por todas, y así se pondrá fin a la Sociedad Thompson.
El resto asintió haciendo gala de su prudencia.
—Espero que tenga razón —dijo Anson.
—Entonces, ¿nos ponemos manos a la obra? —dejó caer Bellman, aunque su manera de decirlo fue más una afirmación que una pregunta.
Los socios dieron su consentimiento. Se llegó a un acuerdo, Bellman se levantó y al momento ya se había esfumado.
—Se ha vuelto a la tienda. Está consagrado a ella. Es digno de admiración —comentó uno de los socios a Anson.
Más tarde, de vuelta a casa, Anson recapituló. ¿Era digno de admiración? Sí y no. Sentía el mayor de los respetos por los instintos comerciales de Bellman y por su buen ojo financiero, pero su admiración no le impedía preguntarse si su individualismo era verdaderamente un rasgo del todo positivo.
Él mismo se consideraba un trabajador concienzudo. De diez a cuatro, de lunes a viernes en el banco; por las tardes hacía pasar el rato a los clientes y cerraba más tratos en su club; si tenía papeleo pendiente, se encargaba los fines de semana. Pero en general dedicaba algunas horas del día a vivir su vida.
Anson disfrutaba muchísimo de la compañía de sus hijos, tanto de los mayores, de un primer matrimonio, como de los pequeños, fruto del segundo. Su paseo matinal por el jardín los sábados era algo a lo que le daba cierta importancia. Aún más, cuando algunos días no podía dedicarle media hora a la lectura de un buen libro, se sentía deprimido. Y luego estaban las mujeres. Su esposa, claro, a quien amaba profundamente y a quien trataba con gran comprensión y amabilidad, y también dos o tres más: mujeres alegres, discretas y afectuosas. Sí, siempre le habían gustado las mujeres. Aquellas eran las cosas, reflexionó, de las que se componía la vida. Para eso había trabajado. Gastar sus ingresos —en hortensias, en un piano para sus hijas o en adornos para cualquier muchacha— parecía justificar el tiempo que se pasaba metido en el banco, el fin natural de un ciclo que comenzaba con su trabajo. No era capaz de descubrir, por mucho que se esforzase, nada comparable en la vida de Bellman.
Tenía una hija, o eso había oído, pero no parecía que le dedicase mucho tiempo. No vivía en Londres, y Bellman nunca se ausentaba de la tienda más de veinticuatro horas. No se sabía que hubiese ninguna mujer. La última planta del establecimiento albergaba un harén de costureras que podría satisfacer a unos cuantos sultanes; sin embargo, su instinto —todavía más certero que el femenino de la señora Critchlow— le decía a Anson que Bellman no las molestaba. Tampoco mostraba inclinaciones por la gastronomía o la bebida. Las botellas que guardaba en su despacho solo se abrían para agasajar a sus visitas de negocios, tal y como había observado. Si Bellman aparecía alguna vez por su casa, como había sucedido en una o dos ocasiones a propósito de asuntos urgentes, aceptaba una taza de té o una copa de coñac, lo que fuese, y lo dejaba sin terminar casi siempre. No tenía aficiones. No tenía ni siquiera algo que pudiese llamarse casa. Bellman se dedicaba simplemente a trabajar, aparentemente sin fatigarse y sin necesidad de tomarse jamás un respiro, de recuperación, de descanso, de comodidad ni de compañía. Era sorprendente. Pero ¿era natural?
No estamos hechos de la misma pasta que ese hombre, pensó. Y, sin embargo, es humano. ¿Cuánto tiempo puede aguantar un hombre viviendo a ese ritmo?