El grajo tiene muy pocos depredadores. Es demasiado grande, fuerte, bien organizado y, sobre todo, demasiado astuto para convertirse en una cena ocasional para búhos y águilas. Los seres humanos representan a veces una amenaza, y no solo los chicos con tirachinas.

Existe una vieja tonadilla que las madres inglesas les cantan a sus bebés mientras los hacen botar sobre las rodillas. Dice así:

Esta es una canción sin adorno ni oropel:

veinticuatro pajarracos dentro de un pastel,

al cortar el pastel se echaron a graznar,

¿te parece poco bueno lo que el rey se va a zampar?

Los pajarracos en cuestión son grajos, y no es ninguna locura pensar que un pastel relleno con dos docenas de grajos debe de ser todo un manjar, pero nada más lejos de la realidad. La carne del grajo adulto es amarga. No os gustaría. La única clase de grajo comestible (para quien no tenga muchos remilgos) es la cría. Los polluelos que aún no pueden volar y se pasan todo el tiempo en las ramas, fuera del nido, contemplando el mundo que les pertenecerá. Estas aves veraniegas incapaces de levantar el vuelo son las que vale la pena comerse, y la recompensa a todo el esfuerzo de cazarlas, desplumarlas y prepararlas se reduce a dos pedacitos de carne: un mordisco del tamaño de la yema de un dedo en cada pechuga. De ahí el rey de la canción; a él sí le merece la pena el novedoso pastel, ya que tiene a sus órdenes un séquito de guardabosques armados y un batallón de cocineros con sus blancos mandiles para procurarle los polluelos.

De todas formas, el hambre es una motivación nada despreciable, y vuestros antepasados tenían que comer. Es comprensible que en tiempos de escasez hubiera quien se armara de la paciencia necesaria para apuntar con un arco y una flecha a un árbol para hacer caer uno de estos polluelos.

Habrá, probablemente, quien arrugue la nariz ante la perspectiva de comerse un pastel de grajos, pero pensad que el grajo no arrugaría la nariz ante la perspectiva de devoraros a vosotros. Si se diese la oportunidad —en la carretera, en el campo de batalla o donde a cada uno nos lleve el viento—, el grajo se mancharía de sangre el pico sin pensárselo dos veces. Remontémonos a los tiempos anteriores a las iglesias, las cruces y los ataúdes y veremos que el ritual consistía en dejar a los muertos tendidos sobre una plataforma de piedra para que los animales limpiasen los huesos.

Lo que quiero decir es lo siguiente: hace algún tiempo, un grajo comió de la carne de un antepasado vuestro, y hace algún tiempo algún antepasado vuestro comió pastel de grajo. El hombre se come al grajo y el grajo se come al hombre. Los cuerpos se mezclan. Gracias a esta mutua ingesta, las proteínas de los seres humanos se convierten en plumaje negriazul y la proteína de la carne del grajo se transforma en piel humana.

Existe una intimidad de primos entre los grajos y los hombres. Los humanos, con su inigualable capacidad para olvidar, se sorprenden al descubrir la proximidad entre las dos especies. El grajo, dotado de mejor memoria, sabe perfectamente que es nuestro camarada emplumado y volatinero. De hecho, ambos son dos caras de una misma moneda.

Hay un sinfín de sustantivos colectivos para los grajos. En algunos lugares la gente se refiere a ellos como un «edificio» de grajos.