Una mañana, en una angosta callejuela perdida, en un frío y sórdido dormitorio de Holborn, un posadero descubría al darse la vuelta en la cama que su esposa había muerto durante la noche. Sus vecinos oyeron los lamentos y corrieron hasta allí para encontrarlo demacrado, rodeado por sus ocho hijos apabullados.
—¿Qué tengo que hacer ahora? —le preguntó a la mujer de su vecino.
—Ve a Bellman & Black —le contestó esta—. Allí lo saben todo.
Una pareja que vivía en Richmond recibió la noticia de un accidente con un carruaje y a los pocos minutos les llevaron el cuerpo de su hijo a casa. Luego llorarían y rezarían juntos pero su primera reacción fue muy distinta. El padre se encontraba aturdido. No oía ni veía nada. Su esposa se permitió el lujo de distraerse con los preparativos domésticos. Alguien tendría que cancelar la cena, pensó. Alguien tendría que averiguar si habían encontrado el caballo. Pero antes de hacer ninguna de estas cosas, antes de que el dolor se apoderase por completo de ella, agarró tinta y papel. «Supongo que lo mejor es que haga venir a la gente de Bellman & Black», dijo.
Una joven viuda de Clapham abrió el ropero y pasó un dedo por los vestidos de crespón que guardaba allí. Un día como aquel, dos años atrás, había muerto su marido. Un buen hombre. Y atractivo. Dos años…, aunque algunas noches parecía que había sido ayer. Sin embargo, no le parecía mal terminar con todo aquel negro. El gris también era decoroso. Digno. Había un tono de gris en concreto, recordó, que hacía destacar sus ojos azules y sus rizos rubios. Sin duda lo encontraría en Bellman & Black.
Los poderosos y los humildes, los ricos y los pobres, eran iguales ante la muerte: todos se frotaban los ojos y pensaban en Bellman & Black. La caja fuerte del cuartito cercano al despacho de Bellman iba llenándose, y las cuentas del Westminster & City Bank aumentaban. Los socios casaron a sus hijas y nietas, y los invitados a las bodas comieron y bebieron espléndidamente gracias al derroche de los dolientes. Todo iba bien.
Bellman era un hombre satisfecho. Sus ingresos crecían cada mes al mismo ritmo que la contratación de más y más personal para atender la demanda. Su cocina cocinaba más y más comidas para el personal que lograba aquellas ventas. Por la parte de atrás entraban sin parar las remesas de los proveedores para reponer los artículos que salían por la puerta principal. El éxito se podía medir de muy diversas maneras; simplemente viendo las facturas en concepto de cordel y papel marrón con que se envolvían las compras de los clientes, o las facturas de la reparación de calzado de los porteros, que destrozaban las suelas de sus zapatos de tanto subir y bajar escaleras entre los clientes y el departamento de entregas cargados con las compras. Todo encajaba en su lugar al final de cada mes, cuando Bellman leía sus informes mensuales, comprobaba las cifras e introducía el volumen real de ventas en su gráfico. Aquella curva nunca dejó de crecer durante años. Las predicciones que había hecho al principio de todo en su cuaderno de piel y que había redondeado a la baja para no dar la impresión de una confianza excesiva frente a los comerciantes… Bueno, pues fijaos: ¡los beneficios superaban siete veces sus expectativas! ¡Siete veces!
Bellman soltó una risita. Tenía motivos para sentirse satisfecho.
No se había olvidado de Black. Recordaba que hubo una época en la que se había sentido angustiado por su culpa. Ya no. Por poco ortodoxo que hubiese sido su acuerdo, había funcionado. El dinero de Black se amontonaba en la segunda cuenta bancaria, podría retirarlo cuando le apeteciese y sin previo aviso. ¡Y menuda suma! ¿Estaría enterado Black del éxito de Bellman & Black, se preguntaba Bellman? ¿Vigilaba el asunto en la distancia, tomándose su tiempo, satisfecho con el precioso huevo que había en su nido? Quizá pasaba alguna vez por delante del edificio y examinaba el escaparate. Tal vez entraba y echaba un vistazo, haciéndose pasar por un cliente cualquiera.
Bellman fantaseó con que una de sus dependientas atendía a Black sin sospechar su identidad.
Y aun así, de algún modo estaba convencido de que no. Lo más probable es que el hombre estuviera lejos. Viajando, quizá. ¿Quién sabía qué vida llevaría aquel individuo? Alguna intrépida aventura, una exploración en los confines del mundo… No le sorprendería lo más mínimo, porque Black no era de los que aceptaban cortapisas. Y, en tal caso, se llevaría una gran sorpresa el día que recalase en el país y descubriese en su paseo por Londres que la idea que había pergeñado años atrás se había convertido en aquel gigantesco establecimiento. Con qué alegría entraría de cabeza, preguntando por Bellman.
¡Qué día! Bellman se moría de ganas de que llegase. Oiría un golpe en la puerta, Verney diría: «Alguien quiere verle, señor», y entonces entraría Black en persona.
Se abrazarían como dos viejos amigos que no se ven desde hace años, los brazos de Black lo rodearían, sentiría sus manos palmeándole la espalda, y enseguida sentirían la complicidad… ¡como hermanos! Él interrumpiría su trabajo, con independencia de lo importante que fuese, y le diría a Verney —¡podía imaginarse su asombro!—: «¡Que nadie nos moleste! ¡Ni siquiera Critchlow!». Luego se sentarían uno a cada lado de la chimenea, con un vaso del mejor coñac, y Black charlaría de toda clase de asuntos. De lo que hubiese estado haciendo y dónde. Muchas cosas que Bellman había idealizado quedarían entonces claras. «Imagino que le habrá dado muchas vueltas a la cabeza», le diría Black, y Bellman, encendiéndose un puro, le contestaría: «Sabía que volvería tarde o temprano, camarada. ¡Nunca lo he dudado!».
Le contaría a su amigo todo lo que había que saber sobre el negocio, todo lo que había llevado a cabo para convertirlo en el éxito que contemplaba, y Black le daría su aprobación. «Veo que era usted el indicado, Bellman, amigo mío.» Sí. Él le mostraría el gráfico, pasaría las páginas del libro de cuentas, le enseñaría los saldos de la cuenta bancaria que había abierto para él. Qué satisfactorio sería todo aquello.
Dos hombres con sus respectivas fortunas solucionadas, charlando de negocios junto al fuego hasta que —sí, así serían las cosas— la conversación se alejaría del comercio, se elevaría y comenzarían a hablar de asuntos más sublimes, de cuestiones filosóficas y universales… Existían aspectos de la vida a los que Bellman era incapaz de ponerles nombre, estaban fuera del margen de las páginas de los diccionarios, pero Black parecía saber muchísimo de ello. Estaba claro que era un hombre poco común. Al trabajar a su lado había garantizado para Dora y para sí mismo una protección de un tipo que iba mucho más allá de lo económico. Tenía cientos de preguntas para él, que le respondería pacientemente, en palabras llanas —palabras que se explicarían por sí solas— y él, al escucharlas, aprendería cosas maravillosas y milagrosas, cosas que ni en sueños se le ocurrirían, de lo más solemnes.
¡Qué conversación! Cuando dejó de fantasear, la luna y las estrellas estaban en lo alto del cielo. Londres entero dormía mientras los dos grandes magnates del comercio permanecían sentados en su despacho y sondeaban los misterios del universo… Camaradería. Comprensión. Un compañerismo en el que solazarse. Estaba deseando que Black volviese.
Llegaría el día. Todo estaba en manos de Black; no había nada que Bellman pudiera hacer para adelantarlo, por sincero que fuese su anhelo.
Entretanto, había que ocuparse de Bellman & Black. Tenía trabajo que hacer. El sentimentalismo no daba dinero.
Se concentró de nuevo en sus cálculos. Mientras su cerebro consciente se ocupaba en meticulosas sumas, restas y multiplicaciones, le animaba pensar que podía dar las gracias por tener a alguien como Black de su lado.