19

El fin de la jornada laboral seguía un esquema repetitivo. En la planta superior, las costureras trabajaban hasta que no les quedaba luz diurna: más horas en verano y menos en invierno. La planta de ventas cerraba a las siete en punto. Teniendo en cuenta la exuberancia de la amargura, un sentimiento que no respeta horarios, no se trataba de un asunto fácil: requería ser tratado con delicadeza y cuidado. Desde las seis y media, iban retirando a las consoladoras —chicas a las que se había contratado por su empatía y sus expresiones de comprensión— de aquella planta, dejando que las vendedoras más dotadas fuesen cerrando las ventas. A las siete menos cuarto, sin que se percibiese ninguna alteración en sus modales, estas chicas ponían el énfasis en una opción en particular para los indecisos. El señor Heywood en persona intervenía en los casos en que el doliente seguía dudando a las siete menos cinco.

«Tómese su tiempo, señora; una decisión sabia siempre es mejor que una apresurada.» Después de todo (esto lo insinuaba mediante un delicado gesto con la punta de los dedos) una hora aquí o allá no tiene ningún valor si la comparamos con la eternidad que nos aguarda a todos. El señor Heywood no permitía que nadie se sintiese apremiado, esperaba hasta que se agotaba el tiempo para la decisión, y cuando faltaba un minuto para que diesen las siete, indefectiblemente, el cliente se decidía, y en general por el artículo más caro.

A las siete en punto, Pentworth cerraba la puerta tras el último cliente con una gravedad que expresaba sus sinceras condolencias de la manera más franca, antes de girar la gran llave en la cerradura.

En ese instante, las consoladoras y los confortadores resoplaban aliviados al ver marcharse a los clientes. Se frotaban los pies doloridos, cerraban los ojos exhaustos y, con las manos en la cintura, estiraban la espalda, cansados de agarrar, traer, cargar… Las lenguas seguían dentro de sus bocas. Las normas que prohibían las risas y el parloteo continuaban vigentes tras el cierre y en una distancia de quinientas yardas a la redonda, de modo que si querían comunicarse algo personal no tenían otra manera de hacerlo que a través de miradas o cuchicheos a espaldas de los encargados de planta. Aquel momento de descanso solo duraba unos instantes, porque entonces empezaba la que tal vez era la hora más ajetreada del día.

Se sacaban las escobas, la cera de pulir y los plumeros ocultos en armarios y comenzaba todo un zafarrancho de limpieza. Se enceraban los mostradores, se alisaban los rollos de tela y las bobinas de cintas, se barrían las escaleras, los suelos se fregaban, los espejos y las ventanas se abrillantaban… No se terminaba hasta que las propias chicas, haciendo cola frente a la puerta lateral para marcharse, estaban listas para la inspección. «Ni un pelo fuera de su sitio», oían una y otra vez. Así que se turnaban para mirarse en los espejos y se ayudaban las unas a las otras a recogerse los mechones con alfileres, y cuando tanto la tienda como ellas estaban en perfecto orden, la puerta se abría y salían a la calle.

Contaban los pasos: uno, dos, tres…, hasta las quinientas yardas del establecimiento (a la altura de la tabaquería de Regent Street oeste, o del pequeño restaurante en el lado este de la calle; al llegar a Marcham’s o a Greenway’s en Oxford Street, según la dirección que tomaran) y llegaban al punto en el que se les permitía volver a la vida. Daban rienda suelta al entusiasmo, el placer y la satisfacción que llevaban reprimiendo el día entero, ahora la risa podía deformar sus bocas, las manos entrelazadas dócilmente desde las nueve de la mañana tenían libertad para gesticular y hacer aspavientos. Ningún cliente hubiese reconocido a la compasiva y angelical Susannah doblándose por la mitad de la risa, casi llorando por un chiste vulgar que le había contado un mozo del almacén. Incluso el lúgubre señor Pentworth —en horas de servicio cualquiera pensaría que guardaba las mismísimas puertas del cielo— se transformaba en un individuo más o menos alegre cuando se reunía con sus hijos en el King William. De camino a casa después del trabajo: ¡aquello era la gloria!

William Bellman no se iba a casa. Había pasado tan poco tiempo en ella durante el primer año de Bellman & Black que terminó por dejarla. Cuando pusieron en venta la vivienda adyacente también la compró; así que ahora era propietario de cuatro casas en Londres, pero continuaba prefiriendo vivir en la tienda, durmiendo en la estrecha cama entre cuatro paredes machihembradas en su despacho, y lavándose de pie en una tina de hierro que llenaba con una jarra. Era menos engorroso que irse a casa. De hecho era su casa.

Aquella noche solo quería repasar el contrato con Reynolds, de Gloucester. Sospechaba que el hombre estaba escatimando en materias primas sin reflejarlo en sus cuentas, y dedicar unos minutos a analizar las ventas de los complementos de azabache sería tiempo bien empleado. Enviaría de nuevo a su representante a Whitby la siguiente semana, y no le iría mal informarse de los diferentes diseños que se estaban forjando. Pasó media hora entregado con bastante placer a esta y otras tareas similares; se le ocurrió otro trabajito que era más fácil llevar a cabo en aquel momento que al día siguiente, lo que le recordaba que…

Cuando observó el reloj se dio cuenta con una sorpresa habitual en él de que no eran más que las nueve pasadas.

Por la noche, Bellman & Black poseía un encanto muy particular. Era una enorme bestia dormida. En ese instante, al recostarse en la silla, percibió un latido y le pareció que era el latido de Bellman & Black, aunque sabía que era el suyo propio. A fin de cuentas, Bellman & Black era una extensión de su propio cuerpo. Firmaba un pedido y el almacén se llenaba de artículos; ordenaba que se hiciese algo y se llevaba a cabo; controlaba los talleres, estudios y fábricas de la misma manera que controlaba sus piernas y sus brazos. Él era el corazón y el cerebro de aquella empresa. Le pertenecía. Y él a ella.

Cedió a la tentación: encendió un farol y descendió a las sombras del establecimiento. Su creación estaba inmóvil, pero él la habitaba como el ser soñado que respira dentro de un cuerpo dormido. Paseó de un mostrador a otro abriendo cajones y hojeando los libros de pedidos. Verificó las existencias, centró un maniquí allí, enderezó una estantería allá. Su farol iluminaba mesas vacías en la oscuridad cavernosa del departamento de envíos. Colocó una mano satisfecha sobre el papel marrón, el cordel y las etiquetas, aprovisionadas de nuevo, listas para la mañana siguiente. Solo había un paquete pendiente de enviar. Puso mala cara y anotó la dirección. Algo de lo que ocuparse más tarde.

Arriba, en los escritorios de los administrativos, revisó al detalle los cálculos de la jornada como un profesor revisa los deberes, prestando atención a las manchas de tinta y a la caligrafía. Una planta más arriba, en el taller de las costureras, contó las tijeras, iluminó con su farol las prendas preparadas para salir, contó las puntadas por pulgada del ribeteado de la chica nueva.

Su supervisión nocturna del trabajo de la tienda se vio interrumpida entonces por un ruido.

Voces. En el piso superior, las costureras cantaban en sus dormitorios.

Bellman escuchó con una sonrisa en los labios.

Se iluminó el reloj: casi las once. Debían de haber estado en un café cantante y acababan de volver.

Aguzó el oído para captar las palabras. Las dulces voces le hicieron llegar la tonadilla, era muy melódica y tierna, pero no acababa de comprender qué decían. Era una canción antigua, pensó. Le pareció que se la sabía, más o menos…

¿Cómo seguía?

Descifró un verso… «Fuentes que salpican», ¿era eso? Tralarí, «los tiempos felices», no sé qué, «el rumor de las voces»…

Era una canción de chicas. A los hombres les gustan los números más potentes, que se puedan acompañar golpeando la mesa y donde el estribillo invita a rugir al unísono. En las posadas, la noche empezaba con las canciones populares, que se iban volviendo obscenas en el decurso de las horas. A veces, sin embargo, una noche larga podía llevar a los hombres más borrachos, jóvenes y viejos, más allá de la lujuria hasta recalar en el sentimentalismo. Entonces, con voces roncas y vacilantes, cantaban canciones como aquella: tiernas y anhelantes. Bellman se las sabía en su momento, pero por mucho que se esforzase ahora no recordaba la letra. La tarareó mientras continuaba con su ronda, y cuando las chicas llegaron al final y comenzaron desde el principio, se quedó un rato en el taller escuchando. Sus camas estaban algunos pies por encima de su cabeza. Recordó —con cierta sorpresa— que también él había sido buen cantante mucho tiempo atrás.

El canto cesó. Hubo un leve murmullo de conversación, luego se hizo el silencio.

Todo estaba en orden en el taller. Bellman le dejó una nota de felicitación a la señorita Chalcraft y dio por finalizada su ronda.

Evidentemente, no iban a repetir la canción.

Ojalá…

¿Ojalá qué?

No lo sabía. Tal vez deseaba estar en la cama.

Mientras se lavaba la cara y se desvestía, Bellman tarareó otra vez la canción. Se metió en la cama, sopló la vela y le dio la espalda a la pared de machihembrado. En la duermevela echó mucho de menos el suave abrazo y el aliento de una mujer en la nuca. La cara de Lizzie, en los confines de su pensamiento. Y al instante se apoderaron de él las tinieblas.

Las fuentes que salpicaban y los tiempos felices encontraron en el cerebro de Bellman un lugar idóneo, así que acamparon permanentemente en él. En momentos de profunda concentración, satisfacción o agotamiento, un par de compases de la canción se escapaban de sus labios y llenaban los huecos con «tralarís» y «tralarás», así como otros tarareos de su propia cosecha. Durante los meses que siguieron, la melodía se convirtió en una compañera grata y generosa durante sus horas solitarias. Una o dos veces imaginó otra vida en la que era cantante. Se plantó en la galería de la primera planta como si fuese un escenario y proyectó su voz de manera que los ecos rebotaron por el teatro vacío de todo el establecimiento. Los maniquíes sin cabeza y los de busto escuchaban arrobados, pero cuando la última nota se desvaneció no aplaudieron.

El silencio que se hizo a continuación le llevó a preguntarse hasta dónde habría llegado su voz. ¿Habría despertado a las costureras, dos plantas por encima de él? Se permitió fantasear con un coro de medianoche: sus costureras y él, sus voces unidas en una canción, luego se dijo que aquello era ridículo y se olvidó del tema.