—Mi mujer dice que ve más al señor Black que al señor Bellman. Empieza a preguntarse si el tal Bellman existe y me acusa de habérmelo inventado.
Bellman miró fijamente al comerciante —era Critchlow—, que sostenía un puro en una mano y un vaso de whisky en la otra.
—Es una de sus bromas —comentó el hombre al ver la cara de su socio.
Era cierto que Bellman no se dejaba ver demasiado. Las oportunidades eran numerosas: el correo le traía cada día invitaciones a este baile, a tal otra cena, a grandes eventos aquí y allá, por todas partes, pero él era un hombre ocupado. Ya resultaba bastante agotador recorrer la tienda entera tres veces al día sin que nadie lo atrapase en alguna conversación. Con un aire de compungida amabilidad, examinaba lo que quería examinar, comprobaba lo que quería comprobar, mientras evitaba cruzar miradas con todos. Con los modales propios del gerente de un establecimiento de aquellas características, expresaba sus condolencias a derecha e izquierda de manera que se hacían extensivas a todos sin particularizarse.
Era imposible evitar por completo todo trato social. A menudo era la única manera de hacer negocios, por ineficaz que se revelase como sistema; más de una vez había formalizado tratos en un palco del teatro. Apenas atendía a la primera mitad de la representación: solía estar repleta de sentimentalismo, despliegues de emoción, durante los que contemplaba al público, que miraba hacia delante con rostro afligido. Durante el intermedio, llegaba a un acuerdo con el otro individuo y lo sellaban con un apretón de manos. Cuando comenzaba la segunda parte, Bellman se excusaba y se marchaba.
Una vez al mes se reunía con los mayoristas en Russells, un local situado en Piccadilly; solía llegar cuando ya estaban todos esperándole con su segunda bebida. Exponía los informes relacionados con el negocio, ellos hacían preguntas y comentarios, y llegado el momento en que quedaban conformes con las noticias de Bellman & Black y la conversación comenzaba a derivar hacia temas más generales, se levantaba, pedía su abrigo y se preparaba para marcharse.
—¿No tiene tiempo para otro trago? —le decían uno u otro, pero cuando se había agotado el asunto que lo llevaba a aquel lugar, no se terminaba siquiera el vaso.
—¡Tengo trabajo que hacer! —respondía, y ellos no se lo tomaban a mal. Preferían que sus asuntos estuviesen en manos de alguien como Bellman que en las de alguien que se quedara tomándose otro whisky junto al fuego. Los beneficios hablaban por sí mismos.
Estas incursiones motivadas por los negocios eran los únicos actos sociales a los que podían convencerlo de que asistiera. Sin embargo, era un viudo acaudalado, atractivo y en la cresta de la ola, así que no era de extrañar que las mujeres se interesasen por él. El hecho de que se le conociese por declinar todas las invitaciones no hacía sino incrementar su valor entre el género femenino. Se trataba de hijas necesitadas de un marido, y si Bellman no pasaba por el aro pronto, lo lógico era que cualquier joven viuda a punto de cumplir su luto lo acabara cazando.
Sus socios podían permitirse el lujo de presionarlo como nadie más.
—Ya sabe cómo son las mujeres —decía Critchlow con una sonrisa—. A veces no aceptan un no por respuesta.
Se sentó en la silla del gerente dejando claro que no tenía intención de marcharse, y Bellman comprendió que, por molesto que resultase para ambos, pensaba quedarse hasta que aceptase.
—No es nada del otro mundo. La familia y unos pocos allegados. A las once ya estará de vuelta en casa.
Bellman pensó que podría desviar la conversación si le preguntaba por Woking. El médico de la reina había comprado una serie de terrenos allí con el objetivo de construir un crematorio, y había convencido a algunos hombres con posibles para formar una sociedad que promocionase la cremación.
—Eso no prosperará —respondió su socio—. Hágame caso. ¿Cómo nos va a levantar el Señor el día del Juicio si hemos sido reducidos a cenizas? Así es como piensa la gente. No se plantean cómo les levantará si están medio comidos por los gusanos y sus huesos son polvo, eso les da igual. No, hágame caso, Bellman. Hará falta algo más que unos cuantos cementerios superpoblados para que los ingleses se convenzan de que tienen que quemar a sus muertos. Esta no es una nación pagana.
Pero a Bellman no le sirvió de nada la artimaña. Cuando el comerciante se levantaba para marcharse y ya tenía la mano en el pomo, se volvió.
—Entonces le diré a Emily que le esperamos —dijo como si hubiese aceptado su invitación, y antes de que Bellman pudiese protestar ya se había ido y era demasiado tarde para remediarlo.
En la fiesta —porque era una fiesta, por mucho que le hubiesen asegurado que se trataba de una cena sencilla y familiar—, a Bellman lo aturdían todos aquellos colores. Desde el pasillo amarillo Prusia hasta las cortinas esmeralda del comedor, desde el vestido color zafiro de su anfitriona hasta la cristalería roja en la mesa: estaba saturado de color. A los diez minutos comenzó a dolerle la cabeza. Continuó comportándose con cortesía. Aún era capaz de hacerlo, aunque lo que en su día era algo natural ahora le costaba cierto esfuerzo. La comida fue elegante, elaborada e interminable; se le cortó el apetito en cuanto depositó la mirada sobre ella, pero sonrió y escuchó las conversaciones que sostenían a su alrededor. Cuando intervenía lo hacía con comedimiento. Se hacía querer de mil maneras distintas, si bien se daba a conocer solo lo justo para no llamar la atención.
—Tengo una hija de veinte años —dijo. Y cuando la gente se apresuró a invitar a Dora a un baile, a un té, a una partida de cartas (las mujeres se acordaron de que tenían que casar también a sus hijos, no solo a sus hijas), negó con la cabeza diligentemente—: No tiene la energía suficiente para la vida londinense. Vive tranquilamente en el campo.
—Señor Bellman, cuéntenos, es el motivo de que tuviésemos tantas ganas de conocerle y la respuesta al enigma del que habla todo Londres: ¿quién es el misterioso señor Black?
Una joven al extremo de la mesa le sonrió, labios rosados y dientes blancos; sus ojos azules brillaron con una jovialidad juguetona. Tenían un color distinto, le recordaban a los de Dora, a cómo era, y se sorprendió al darse cuenta de que su hija tendría la misma edad de aquella chica, de aquella mujer sonriente, feliz de haber encontrado marido y de llevar un vestido de seda azul aciano a una cena y disfrutar con sus amigos.
—Sí. ¿Quién es Black? ¡Estamos deseando averiguarlo! —corearon todos.
Todas aquellas caras sonrientes se volvieron hacia él.
—¿Black? Black solo es una palabra que queda bien al lado de Bellman en el cartel.
Las mujeres estaban encantadas, como si hubiese dicho algo brillante o ingenioso.
—¡Solo una palabra! ¡Me alegro de saberlo por fin! —exclamó la señora Critchlow.
—¡Una asonancia! —sugirió alguien al fondo de la mesa.
—¡Una aliteración!
—¡Un poema!
Se rieron. Bellman se rió. La conversación derivó hacia otros temas.
Al final de la noche, mientras se cepillaba el pelo, la señora Critchlow no estaba convencida del todo de que la velada hubiese sido un éxito. Tendría que haber supuesto el principio de una amistad. Había querido que Bellman se convirtiese en un habitual de la casa. Deseaba tomar parte en la búsqueda de una esposa para él, y que esa esposa tuviese algún vínculo con ella, o que pudiese serle útil de alguna manera… La noche debería haber significado el preludio de algo, pero cuando su invitado se despedía y ella tenía intención de decirle: «¿Le veremos pronto de nuevo por aquí, señor Bellman?», había sido incapaz de articular palabra, y él se lo había agradecido con una mirada.
—¿Está de duelo? Me pareció inapropiado preguntárselo —le preguntó a su marido.
—No lo sé.
—¿No hace cuatro años de la muerte de su esposa?
—Sí, más o menos.
—A lo mejor está de luto por otro pariente.
—Siempre que lo veo va vestido de negro, cariño. Va de negro en Bellman & Black, y dado que siempre está en la tienda o de camino a la tienda, nunca he tenido ocasión de verlo vestido de otro modo.
Ella se hizo una trenza.
—No le hizo gracia cuando bromeábamos con el nombre de la tienda, ¿verdad?
Recibió un ronquido por respuesta.
La señora Critchlow aceptó los cumplidos de sus competidoras por haber cazado al señor Bellman, pero la victoria no le supo a nada. Recitó el informe de la fiesta centenares de veces a todos los que estaban presentes. Lo que había dicho Bellman, lo que había hecho, lo que había comido.
«El encanto personificado», repetía sin cesar.
Cuanto más contaba la historia, más intensa era su impresión de estar describiendo a un fantasma, una quimera, una silueta extraída de un sueño. Bellman tenía el aspecto de un hombre, peso y solidez humanas, pero había algo exasperantemente insustancial en él. No podía librarse de la sensación de que la esencia de aquel hombre estaba en otro lugar.
«Entonces…, ¿a ti te parece que puede haber una mujer de por medio?», le preguntó descaradamente una amiga en voz alta.
¿Era eso? ¿Una amante secreta guardaba la llave del corazón de Bellman? ¿Tenía un lío apasionado con una mujer que no era libre de casarse? Tal vez su corazón era de otra, pero se trataba de un amor no correspondido. Seguía haciéndose estas preguntas, junto con el resto de habitantes de Londres. ¿Podía ser que la difunta señora Bellman ocupase todavía un lugar en el corazón de su marido, impidiendo la entrada a las recién llegadas?
La mujer del comerciante rumió estas teorías con la esperanza de que su intuición arrojase alguna luz sobre un gesto recordado, un comentario, una expresión que le diese la clave para penetrar en el alma de aquel hombre. Su intuición permaneció en silencio.
También el personal de Bellman & Black se hacía estas preguntas. Las costureras cuchicheaban cuando la señorita Chalcraft no las oía, inventaban historias cada vez más inverosímiles sobre su jefe y sus mujeres. Las dependientas daban buena cuenta del estofado de cordero en la cantina mientras analizaban el atractivo de aquel hombre. Corría el chisme de una viuda que remoloneaba por la tienda con sus compras a cuestas, pendiente de ver si se cruzaba con el gerente. Se decía que Bellman enviaba a un chico a espiar el terreno antes de iniciar sus paseos diarios, y que si la mujer estaba en el local, esperaba hasta que se hubiese marchado. Corrían otras muchas habladurías, cuentos estúpidos en su mayor parte. Se consideraba unánimemente que su actitud era viril y majestuosa; era comprensible que las chicas tuviesen un interés romántico en sus mechones oscuros y su mirada intensa. Otras preferían un hombre de cabello más claro, y todas coincidían en que una sonrisa de vez en cuando tampoco le hacía daño a nadie. Con independencia de las preferencias románticas de cada cual, cuando tenían enfrente al hombre en persona, flirtear parecía algo más que fuera de lugar, y la fantasía amorosa se evaporaba.
¿Y la chica número 9? Cuando Lizzie colgaba su vestido en el gancho tras la puerta por las noches, pensaba en el gancho que había en la puerta del despacho de Bellman, y cuando se metía en la cama pensaba en el señor Bellman metiéndose en la cama oculta tras el tabique de su despacho. Tenía motivos personales para querer enterrar en el olvido aquella noche en que apareció de súbito en su antiguo vecindario. El mismo Bellman no había mostrado indicios de recordarlo; si no fuese por el dinero que le había dejado —demasiado tarde, ya no le sirvió para llevar a su hija a un médico, aunque, a la larga, el resultado hubiese sido el mismo— ella creería que había sido un sueño. El patrón se comportaba como si así fuera, y ella se alegraba. A las costureras les gustaba bromear, y no quería llamar la atención. Aparte de esto, no tenía otras opiniones sobre el señor Bellman. Sus pensamientos nocturnos la llevaban a otros lugares: hacia el joven que la había abandonado, la niña que había perdido. Unas veces le sobrevenían los recuerdos felices, otras los desgraciados. Ambos le hacían llorar, pero no por mucho tiempo: su trabajo era agotador y no podía evitar quedarse dormida.