Dora empezó por abrir el paquete, porque ya sabía lo que decía la carta. Su padre no volvería a casa, estaba demasiado ocupado.
Los pinceles eran exactamente los que quería. En la tienda de material de pintura de Broad Street en Oxford tenían casi todo lo que necesitaba, pero aquellos pinceles tan delicados, cada uno con una docena escasa de pelos de cabra, costaba encontrarlos; los otros no servían para pintar los detalles de las plumas. Había intentado solucionarlo por su cuenta. Rob Armstrong, el hijo de Fred el panadero, solía llevarles el pan para el desayuno de la fábrica, y tenía el pelo más fuerte y tieso que uno pueda imaginar. Había accedido —avergonzado— a sacrificar un mechón para su experimento. Pegó con cola unos cuantos pelos en el extremo de un pincel viejo, los ató con un cordel, los trenzó e intentó pintar. Un desastre. El pelo humano no absorbe la pintura como Dios manda, no tiene la flexibilidad necesaria, y ni la cola ni el cordel conseguían mantenerlos en su sitio. Se fueron cayendo poco a poco, en la pintura o en el agua; uno se secó en el cuadro. Dora se lo regaló a Rob —un zorzal, de hecho estaba bastante satisfecha con el resultado, sin contar las plumas— en señal de agradecimiento por su contribución al experimento. El chico pasó un dedo por el ala donde se incrustaba su propio pelo, deslizó el dedo por encima y se rió.
Ahora que tenía pinceles nuevos le saldría mejor. Se incorporó para ir a su estudio, entonces se acordó de la carta.
La leyó.
Tal como suponía. No iba a visitarla.
Francamente, no podía decir que se sintiese decepcionada. No esperaba que apareciese y, a decir verdad, no tenían mucho de que hablar. En los viejos tiempos, cuando su madre y sus hermanos vivían, la casa resonaba con el cotorreo de todos, pero ahora que solo quedaban ellos dos, no se le ocurría qué contarle a su padre y viceversa. Cuando lo tenía delante no era capaz de expresar lo que pensaba —a él no le gustaba que le recordasen los tiempos pasados, no admitía aquellas reflexiones— ni charlar de las cosas que le interesaban. Sus prismáticos y su pintura tenían que quedar a un lado, junto con la satisfacción y el entretenimiento que le proporcionaban. Bien mirado —contempló el hecho sin ambages—, no le daba pena que no fuese a visitarla.
Cogió sus bártulos con la intención de perderse durante unas horas en el placer de la pintura. Aquello la apartaba de sí misma. Mientras se concentraba en reproducir cierto efecto óptico en el papel se olvidaba del dolor y el pesar. Recordar estaba muy bien —y durante muchos años era lo único que quería hacer—, pero, en aquel momento, olvidar era un alivio. Olvidar el pesar, olvidar el pasado, olvidar lo que había perdido… Hacía falta algo absorbente para lograrlo, y la pintura era lo único en lo que podía confiar.
¿Cuándo haría una pausa la mente de su padre? Jamás leía un libro. No por placer, no leía novela ni poesía. No le agradaba especialmente la música, a pesar de tener una buena voz. ¿Nunca soñaba despierto?, se preguntaba su hija. ¿No permitía jamás que su mente vagase a su antojo, dejándose sorprender por lo que se le ocurría?
Suponía que debía encontrar consuelo en su trabajo. Y por lo tanto, dado que siempre estaba en el trabajo, ¿quería esto decir que jamás era él mismo?
Se trataba de una ocurrencia terrible, y cualquier otra muchacha la habría rechazado, pero Dora estaba acostumbrada a los pensamientos terribles. Cuando a alguien se le han muerto la madre y los hermanos, y el pelo se le ha caído acabando así con la posibilidad de casarse, lo terrible pierde el poder que tiene sobre un ser humano. Dora tenía pensamientos espantosos continuamente, así que no sentía ningún temor. Examinó esta nueva ocurrencia, la analizó con cuidado, con curiosidad, desde todas las perspectivas. Tenía claro que una persona puede perder la conciencia de sí mismo mientras está concentrado en gráficos, listados y cálculos. Si alguien dedica períodos prolongados de tiempo a un mismo proyecto mientras deja de lado a los amigos, la familia y la serena contemplación de los misterios de la vida, puede perder el rumbo. ¿Era factible que un hombre se entregase a este comportamiento durante tanto tiempo que terminase descarrilando? ¿Se había perdido definitivamente su padre?
Tal vez era eso, y su padre había quedado trastornado para siempre.
La lista de pesares de Dora era ya tan extensa que, en términos relativos, uno más no representaba una gran diferencia.
Imaginó un futuro en que trataría a su padre con la amabilidad acostumbrada sin esperar nada de él. Su relación sería más superficial y simple. No tenía por qué suponer una decepción.
Todo estaba listo. Dora cogió sus prismáticos y miró por la ventana. Un acentor revoloteaba de un árbol al suelo, donde Mary había esparcido migas de pan. Su mano se movió con agilidad por la página captando el equilibrio de la cabeza del pájaro, su complexión, el ángulo de las patas. Trabajaba con rapidez, disfrutando, concentrada.
Cuando tuvo acabado el dibujo, la tarde tocaba a su fin. Los grajos no tardarían en aparecer.
Esperó para verlos pasar, un gran amasijo de aves negras graznando y riéndose con su camaradería habitual. Se acercó a ellos con las lentes, admiró la soltura deliberada de su vuelo. Retorciendo el cuello, siguió el rumbo por encima de su cabeza hasta que se convirtieron en motas grises, difuminadas, y terminaron desapareciendo en la indeterminada blancura más allá de su campo de visión. Incluso después de eso continuó observando un rato más.
—¿Adónde os dirigís? —murmuró de forma audible.
Recogió sus utensilios de dibujo y los metió en una bolsa con los prismáticos. Se cruzó la correa de la bolsa por los hombros, la silla plegable bajo el brazo y el bastón en la otra mano, tomó impulso y avanzó renqueando por la hierba de camino a casa.