La inauguración de Bellman & Black puso en marcha una vorágine que arrastró al propio Bellman. Trabajaba dieciocho horas diarias, siete días a la semana, aunque jamás se cansaba. Su agenda era vigorizante; recorría la tienda a las diez, a las dos y a las seis, desde el sótano hasta el taller de la planta superior: un comentario al oído de uno, unas palabras de ánimo por aquí, incluso echaba una mano cuando había un exceso de trabajo. Reuniones diarias (con los empleados superiores de venta y con Verney, de contabilidad), reuniones bisemanales (con Edmonds de envíos, con Stallybrook de reparto y con la señorita Chalcraft). En Bellman & Black trabajaban trescientas treinta y siete personas, y antes de que terminase el mes ya se sabía el nombre de todas y cada una de ellas; desde Verney, su mano derecha, hasta Molly, friegaplatos de la cantina. La chica número 9 se llamaba Lizzie, y lo memorizó con el resto. Llenaba cada instante de actividad, objetivos y logros con prodigiosa energía.
Tenía citas con gente de fuera de la empresa: Anson, de Westminster & City, necesitaba verle de vez en cuando; a veces era un abogado o uno de los comerciantes, que se pasaba un rato por la tarde a charlar de negocios. Se había hecho con un par de butacas de cuero con respaldo de capitoné para esas ocasiones y las había colocado a cada lado de la chimenea de su despacho. Le daba un poco de rabia que fuesen tan cómodas, porque favorecía que los que se sentaban en ellas se relajasen y, tras saldar el propósito principal que los había llevado allí, se quedaban repantigados parloteando mientras el humo de sus puros se elevaba perezosamente hacia el techo. Bellman los sacaba de ese estado con cortesía.
Después de cerrar la tienda, y también los domingos, se concentraba en el papeleo. Cartas, informes, cuentas, listados. Lo procesaba todo rápida y metódicamente, sin errores; confeccionaba listas en su cuaderno forrado y tachaba con trazo firme cada tarea terminada. Ahora encargaba los cuadernos de seis en seis; cuando terminaba uno, lo metía en el cajón de su escritorio, sacaba el siguiente de la estantería, lo abría y aplastaba la cubierta para continuar sin descanso.
¿Cómo lo lograba? Prestando atención al reloj. Lavarse, vestirse y desayunar puede llevarnos una hora, pero Bellman lo hacía en treinta y cinco minutos. El director de Pope’s, que era lo más parecido a la competencia que tenía Bellman & Black, dedicaba una hora al día a la organización con su secretaria, pero él repasaba su agenda en cincuenta minutos. Decía «Buenos días» y «Hola, ¿qué tal?», pero durante esos segundos inútiles su mente estaba registrando, pensando, planeando.
Cuando la tienda cerraba y Bellman podía dedicarse a las labores administrativas, echaba ojeadas al reloj. El volumen de tareas que se proponía acometer habría supuesto el trabajo de media jornada de una persona, pero él miraba el reloj antes y después de acabar y solo había transcurrido una hora. Quienes conocían esta capacidad suya se maravillaban.
«Jamás dejes que el tiempo te domine —le decía Bellman a Verney cuando este le preguntaba cómo lo lograba—. El tiempo hace lo único que sabe hacer, no puede actuar de otra manera. Si quieres hacer algo, debes perseguir al tiempo.»
Pero, en realidad, creía haber descubierto —o que le había sido otorgada— la clave de la cronometría. Era capaz de abrir la vitrina del reloj cuando le apetecía, añadirle peso al péndulo y ralentizar su movimiento. Podía desmenuzar las horas, coger los minutos que se iban a malgastar y guardárselos.
Años atrás alguien había insinuado que Bellman llegaría a ser capaz de hacer que el sol brillase por la noche. Los que lo conocían de la tienda hubiesen estado de acuerdo: no era tan difícil como parecía.
Verney intentaba imitar a su patrón. Aunque, por mucho que vigilase, un minuto no era más que un minuto; no conseguía exprimirle un segundo de más.
Cuando Bellman perdía tiempo —por algún error de cálculo o por culpa de algún percance, generalmente— consagraba las tardes con un esfuerzo intensificado para recuperarlo. Si hacía falta, se quedaba hasta altas horas, robándoselas al sueño para acabar lo que se había propuesto terminar. Nunca dejaba de perseguir al tiempo. Siempre se iba a la cama victorioso. Jamás se sentía cansado, aunque debía de estarlo, porque a veces se quedaba dormido en su mesa. Cuando le sucedió por tercera o cuarta vez, tomó medidas.
Fox estaba en Escocia, pero cuando recibió la carta regresó a Londres de inmediato. Le recibió el apretón de manos vigoroso de siempre, la misma brevedad en la bienvenida.
—¿Todo bien? Perfecto, perfecto —dijo Bellman sin darle tiempo a responder ni a hablar de lo elegantes que eran las casas en Edimburgo o lo sorprendentemente llevadero que era el clima. Al instante fueron al grano.
—Quiero dividir mi despacho. Hasta aquí, fíjese, para levantar un tabique.
Sabía bien lo que quería.
—Es fácil. —Fox frunció el ceño—. Quedará cerrado herméticamente. Puede quitarle un poco de espacio al despacho de su secretaria. Supone un poco más de trabajo, pero así estará más cómodo.
Fox ponía cuidado en hablar rápido y sin hacer pausas entre frases. Recuperó las viejas costumbres enseguida. ¡Y pensar que había vivido durante dos años al ritmo de Bellman!
Justo después de dejar de trabajar para él, Fox se había pasado dos semanas asombrado por la lentitud del resto del mundo. Veinte, treinta veces al día, se veía en la situación de comprender a alguien tras la primera frase pronunciada y tener que esperar mientras el interlocutor divagaba hasta agotar el vocabulario y el tiempo necesarios para explicarse. Respondía en pocas palabras, con precisión absoluta, y la gente se le quedaba mirando. El significado penetraba en los otros al instante, con la velocidad de un proyectil; sorprendidos por la detonación, tenían que pedirle que lo repitiese. Agotaban su paciencia, pensaba que no se acostumbraría, pero pronto logró adaptarse a un ritmo más lento y al poco tiempo llegó a gustarle. Había redescubierto los espacios entre las palabras, las tareas y los pensamientos, y le parecían sorprendentemente fructíferos. Había conocido a una chica y estaba planteándose casarse.
—¿Espacio? —estaba diciendo Bellman—. ¿Para qué? Lo único que necesito es una cama, aquí, contra la pared, y un armario ahí para guardar cuatro cosas.
—¿Un guardarropa?
—Con un gancho tras la puerta me apaño.
Fox pensó en el enorme tamaño del dormitorio que había construido para su cliente en aquella casa blanca de yeso; la majestuosidad de la cama, los cuadros, el mobiliario, los espejos…
—Va a ser muy pequeña. De hecho… —Midió con sus pasos la zona que le había indicado Bellman—. Sí. Es más o menos de las dimensiones de los cuartos que hicimos arriba para las costureras.
Le pareció que Bellman iba a quedarse callado por un instante, pero enseguida preguntó:
—¿Cuándo se puede hacer?
—Si está conforme con que sea algo tan modesto, se puede hacer en un día.
—¿Durante la noche?
—Sin problemas.
—¿Esta noche?
¿Cómo se las había arreglado? Fox se maravillaba al pensar que había vivido a aquella velocidad durante dos años enteros. En aquella época le había parecido natural; la forma natural de hacer las cosas, de prosperar. Ahora tenía toda clase de proyectos en mente, trabajo para los próximos años, una vida por delante. Todo eso se lo debía a Bellman & Black.
Sonrió.
—Me encargaré de ello.
Al día siguiente, Bellman comprobó al entrar en su despacho que era un poco más pequeño, y que tras el nuevo tabique había un pequeño dormitorio de costurera con maderos machihembrados, una cama estrecha y un armarito. Lo contempló allí plantado, una emoción lo inundó, pero no se paró a reflexionar. Tenía cosas que hacer.
—¡Adelante! —dijo sin levantar la vista de la carta que estaba redactando.
—Señor, me envía la señorita Chalcraft. —Aquella voz vacilante, femenina, le resultó familiar.
Levantó los ojos. Era ella.
—… con su traje.
—Lizzie, ¿verdad?
—Sí, señor. ¿Lo cuelgo en algún sitio? —Miró a su alrededor, pero en todo el despacho no había dónde ponerlo.
Se ruborizó. ¿Estaría pensando en aquella noche en los callejones? La noche en que se habían encontrado en tan sorprendentes circunstancias y en la que había acabado durmiendo en su cama y escabulléndose de madrugada le impedía encontrar las palabras. Solo hacía tres semanas de eso, pero lo había olvidado como si perteneciese a un pasado remoto. Y ahora ese pasado ocupaba la habitación entera.
—Tras esa puerta de ahí encontrará un gancho.
Si estaba sorprendida al descubrir lo semejantes que eran su dormitorio y el de su patrón, nada en su expresión lo reveló. Todavía con las mejillas sonrojadas, murmuró una despedida y salió del cuarto tan silenciosamente como había entrado.
La mano de Bellman volvió a la página y por un segundo o dos le costó recordar qué pretendía escribir. No había profundizado en el asunto de Black. La próxima vez que la viese, volvería a preguntárselo. Enseguida recuperó el hilo.
Era final de mes. Había contabilizado junto a Verney las ganancias de la jornada por segunda vez, separando las monedas en montones por clases y metiéndolas en bolsitas rojas de fieltro. Cada penique quedaba registrado. Las cifras anotadas. Después de que se marchase el contable, Bellman guardó el dinero en la caja fuerte y entonces, complacido, cogió la pluma y la sumergió en la tinta negra. Tocó con la punta un espacio bastante por encima del objetivo que había marcado en el gráfico cuatro semanas antes para señalar el volumen de ventas efectivas alcanzado. La tinta fresca brilló como un redondo ojo negro y él sonrió satisfecho.
Bien, ¿y qué auguraba para el mes siguiente? Generalmente, lo esperable era que la novedad inflase los beneficios del primer mes de manera artificial; las del segundo mes serían, por lógica, menos cuantiosas. Pero los artículos funerarios y para el luto seguían sus propias reglas, y en aquello, como en muchos otros aspectos, fueron la excepción que confirma la regla. De manera bastante natural, la gente siente rechazo ante la idea de tener ropa de duelo preparada y dispuesta en casa. Está claro que parece el equivalente a abrirle la puerta a la muerte, invitarla a entrar y presentarle a la familia en fila india para que vaya dando buena cuenta de sus miembros. Desde luego, aparte de la muchedumbre que pululaba por la tienda en el día de la inauguración no la movía otro motivo que la curiosidad, no necesitaba comprar nada. Cada una de las ventas de aquel primer mes fue auténtica; los números podían leerse como un reflejo fidedigno de las muertes efectivas que se habían producido en el mundo que rodeaba a Bellman & Black. Constituían un indicador fiel de las expectativas futuras. Así que ¿cuál sería el objetivo del mes siguiente?
La perla de tinta negra se había secado, y además, ahora que Bellman había extraído de ella la información que necesitaba, ya no tenía importancia. Sumergió una pluma limpia en tinta azul y se dispuso a marcar el futuro objetivo. Acercó la punta al papel, la alzó un poco y la depositó un poco más arriba de lo que pretendía.
¡Otra vez! Contempló la tinta. Le guiñaba el ojo. Bueno, ¿por qué no?
Ahora que ya había fijado su meta, se trataba de alcanzarla. Se sacó el cuaderno del bolsillo y lo abrió. Los guantes españoles no se estaban vendiendo; tendría que ir a ver a Drewer para cambiarles el precio y ajustar el pedido de los italianos; había que descubrir el motivo por el que el terciopelo pólvora tenía tan buena salida; tenía que…
Su mirada se posó sobre una tarea anotada el día anterior. Pinceles.
¡Dora!
Se suponía que al día siguiente iba a Whittingford. Una vez al mes, le había prometido, y se quedaría a pasar la noche. Su hija le había escrito para pedirle un tipo de pinceles estrechos que no encontraba en Oxford.
Bellman repasó todo lo que tenía que hacer. No era el mejor momento para marcharse, ni siquiera por una noche. Le escribiría para explicárselo. Un mensajero le conseguiría los pinceles y se los envolverían en el departamento de envíos. Quizá la berlina tenía que salir en los próximos días, ¿cómo adivinarlo?, en cualquier caso, buscaría a alguien que se los entregase. Iría a ver a Dora cuando se lo pudiese permitir y se quedaría más tiempo. «Escribir a Dora», añadió a la lista.
Una vez, mucho tiempo atrás, había abierto un cuaderno como aquel y se había encontrado escrito con caligrafía infantil: «Besos, Dora». ¡Cómo le gustaría que estuviese aquí su hija para recibir sus besos!
Pero aquello era una pérdida de tiempo. ¡Con todo lo que había que hacer!
Cogió un fajo de tareas administrativas y las colocó en su mesa. Faltaban veinte minutos para las ocho. Intentaría tenerlo terminado para… ¿las nueve? No; no tardaría tanto. Las nueve menos cuarto. Suficiente.
Se puso a ello.
Desde el techo del establecimiento, el atrio observaba con ojo inexpresivo el cielo negro por encima y el pozo que formaba la tienda por debajo. Cualquiera podía marearse mirando en una u otra dirección, así que las costureras lo evitaban cuando se escabullían al cuarto donde les permitían reunirse por las tardes para calentar leche en una pequeña cocina.
—¿Quién es el señor Black? ¿Ninguna de vosotras lo ha visto nunca? —preguntaba Lily.
Era una chica delgaducha, todo piel y huesos, pero lo que la diferenciaba realmente del resto es que era la nueva. En cierto sentido, todas eran nuevas, pero Lily era la más nueva de las nuevas, la sustituta de una costurera contratada que al final no se había presentado. Su llegada era significativa, porque las otras, al relatarle las mil cosas que no sabía, comenzaron a sentirse ubicadas.
—¿Verlo? ¿A qué te refieres? ¿Todavía no has visto al señor Black? —comenzó a burlarse su vecina, Sally.
—Nunca.
Sally soltó una carcajada.
—Claro que lo has visto. ¡Lo ves todos los días!
Lily frunció el ceño.
—No lo he visto jamás.
—¡Pero si habló contigo!
Lily negó con la cabeza.
—Ese era el señor Bellman.
—Ese era el señor Black. —A algunas de las muchachas se les escaparon unas risitas, pero otras asintieron con gravedad a las palabras de Sally. Lily miró a unas y a otras, tratando de decidir quién decía la verdad.
Una chica se inclinó hacia ella.
—El señor Bellman y el señor Black son idénticos, como los gemelos que llevas prendidos en las muñecas.
—¿Son gemelos?
La nueva estaba asombrada.
Susan, la mayor de las costureras, que tenía una fama más que merecida de ser la más lista, meneó la cabeza.
—No le gastéis bromas. Lily, piénsalo bien: ¿cómo van a ser gemelos dos hombres que tienen nombres distintos? Solo los hermanos pueden ser gemelos. No, el señor Black es un socio en la sombra.
Las muchachas se miraron entre ellas dubitativas. ¿Un socio en la sombra? ¿Qué diablos era eso?
Tras saborear su triunfo interiormente durante unos instantes, Susan les aclaró el concepto:
—Quiere decir que invierte en la tienda, contribuye con dinero para ponerla en marcha, y luego le deja la gerencia al señor Bellman, pero se lleva una parte de los beneficios.
—Vaya, cada día se aprende algo nuevo —comentó Lily.
Apoyada en el quicio de la puerta, Lizzie escuchaba amodorrada la conversación mientras miraba por la ventana hacia el techo acristalado.
Socios en la sombra. Qué expresión tan peculiar. Una imagen surgió en su cabeza: el señor Bellman charlando con el señor Black, que se protegía la cabeza con un parasol. Sonrió.
La primera vez que vio a Bellman pensó que era Black. Y se acordó de que su patrón había hablado del señor Black aquella noche en que se lo encontró en Back Lane… ¡Como si creyese que ella conocía a aquel hombre! Pero estaba algo aturdido, y la gente dice cosas extrañas cuando está enferma.
Más allá del techo de cristal, en el cielo nocturno, una estrella parpadeó y volvió a brillar. Probablemente un pájaro que sobrevolaba la tienda en la oscuridad.