15

Con el paso del tiempo, las sesiones de rememoración nocturna de Dora eran menos provechosas. Aún las realizaba de vez en cuando, pero fueron perdiendo gradualmente su poder de consolación. Esto se debía en parte, se decía, a que había desgastado sus recuerdos a fuerza de usarlos. Igual que algunas de las monedas que solían lavar, el relieve se les había borrado.

Existían otros motivos. Estaba cambiando. Las cosas que la satisfacían de niña ya no lo hacían. Ahora, cuando pensaba en su madre, sostenía nuevas conversaciones. Pedía a la señora Lane que le hablase de su madre, y aquellos recuerdos, por más que fuesen los de otra persona, le eran tan preciados como si fueran propios, ya que se trataba de recuerdos adultos.

Y luego surgió otra razón para dedicarle menos tiempo a aquella representación del pasado.

Mientras trasteaba bajo su cama buscando otra cosa, Mary salió toda despeinada con un cuadro entre las manos.

—¿Pero qué es esto?

Dora le sacudió el polvo.

—¡Mi grajo!

Aquella tarde que pasó dibujando en el jardín no formaba parte de su repertorio habitual, dado que no participaban en ella ni su madre, ni sus hermanos. No había desgastado ese recuerdo por exceso de uso. En ese instante lo recuperó con una viveza absoluta.

—Me enseñó a coger bien el lápiz.

Mary y Dora rebuscaron en todos los armarios de la casa hasta dar con el viejo cuaderno de bocetos. Luego se pasaron la tarde sentadas juntas pasando las páginas. Una imagen en particular las hizo detenerse. Pocas semanas antes del tifus, Dora había hecho su primer intento de autorretrato.

—¿Este era el aspecto que tenía, realmente? —le preguntó.

—Hay una semejanza, eso es innegable. Pero eras incluso más bonita.

Dora no pensaba lo mismo. El retrato carecía de firmeza. Los trazos eran rígidos. Aunque le parecía que los ojos estaban bien. Se reconocía en ellos.

—Parece que esté concentradísima en algo.

—Todavía tienes ese aspecto. Siempre.

Aquella noche, Dora sacrificó una sesión de recuerdos para sentarse frente al espejo. Se deshizo el pañuelo con el que se cubría el cuero cabelludo y, a la luz de una vela, examinó su rostro. Estaba hecha un espantapájaros. Sus rasgos se achataban como los de un bebé; las orejas hacia fuera, doblándose en los extremos superiores en una fea imitación de los rizos que ya no las cubrían; la estrechez de la frente se veía favorecida —¿era esa la palabra más adecuada?— por la ausencia de pelo, y los ojos llamaban la atención por la falta de pestañas y cejas, pero de ninguna manera se podía decir que fuesen atractivos. Sin embargo, era un rostro interesante. Su cuero cabelludo era suave al tacto, aunque los huesos que había debajo formaban un paisaje que su pelo había mantenido oculto. Observó los contornos, las grietas, los huecos, los surcos, toda una cordillera ósea. Movió la cabeza a un lado y a otro. Una vena azul corría como un río por encima de una oreja. Se palpó la nuca y resiguió aquella zona a tientas.

Al coger el lápiz, se apoderó de ella una intensa emoción. Trazó un par de líneas, lo dejó; volvió a empezar en otra página, lo dejó de nuevo. Pasaba, sin transición, de la decepción al siguiente intento. Volvió la cabeza de un lado y del otro, intentando capturar sus formas, luego se inclinó sobre la hoja e hizo otro boceto rápidamente. Cambió la vela y continuó dibujando su cráneo hasta el amanecer; los huesos, el perfil de la nariz, de la barbilla y del labio; la curva de los cartílagos, las fosas nasales, mejillas, sienes; los planos y los ángulos, las luces y las sombras. Dibujó con tan poca implicación emocional como si reprodujese un paisaje, algo tan ajeno a su persona como los huesos del planeta en que vivía.

Finalmente, Dora quedó satisfecha con el resultado. Era crudo, tan feo y grotesco como ella sabía que era, y recordaba más bien a un pájaro recién salido del cascarón, sin plumas, con la piel más fina que el papel, todo huesos y muerto de hambre.

Con un último trazo del lápiz, alargó la línea de su nariz hasta formar un pico y le puso punto final.