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Regent Street rebosaba de vida. Las niñeras iban de aquí para allá empujando sus preciosas cargas en elegantes carritos negros. Las muchachas deambulaban calle arriba con el oído puesto en lo que les decían sus madres y el ojo en los escaparates, muertas de ganas de manosear sombreros, zapatos y guantes. Hombres de todas las edades se abrían paso por doquier con aspecto atareado, sorteando velozmente los carruajes al cruzar la calle. Los vendedores ambulantes anunciaban a voz en grito su mercancía, evaluando con ojo profesional las posibilidades de hacer negocio con este o aquel transeúnte. Los niños iban agarrados de las manos de adultos que tiraban de ellos, pero incluso estos pequeños clavaban la mirada en ciertos escaparates y arrastraban los pies: cañas de azúcar del tamaño de bastones; en la tabaquería, un mono mecánico fumaba un puro y soltaba humo de verdad. La gente se abría paso como podía, paseaba sin rumbo o avanzaba resuelta; se entretejían unos con otros, distraídos o impacientes; o iban con prisas o tenían todo el tiempo del mundo. Uno cruzaba corriendo la calle, los carros se desviaban, los cocheros maldecían y gritaban advertencias…

Solo en un lugar reinaba la quietud y la calma: en la acera que conducía a la entrada de la nueva tienda, Bellman & Black. Curiosamente, en esta zona la multitud era más abundante que en el resto de la calle.

El establecimiento aún no estaba abierto, pero el día anterior se habían preparado los escaparates tras unas telas negras que habían retirado a las ocho de la mañana para mostrar al mundo los atractivos de la tienda.

Cada ventanal aparecía enmarcado por unos ornamentos teatrales de seda negra y representaba una artística naturaleza muerta. Una de las composiciones la protagonizaban guantes y abanicos, en otra primaban urnas y ángeles. Un puesto exhibía artículos de papelería, una docena de tinteros de color ébano. Había sombreros con imperdibles de azabache y velos. Por todas partes se veían lienzos de tela, de todos los materiales y tejidos imaginables: algodón, lino, lana y seda; barathea, estameña y crespón. Cada una aportaba su nota particular a la negra línea general. Uno de los escaparates más observados era el de las lápidas y las placas conmemorativas, en las que aparecían grabados los nombres de diversos coroneles, amadas esposas, hermanas e hijos. Pero aquel frente en el que se agolpaba una mayor cantidad de gente era el más sencillo: una serie de cintas que partían de un mismo centro y desplegaban una escala de tonos que iban del blanco al negro pasando por el blanco hueso, el gris paloma, el gris francés, el gris asno, el gris pizarra, el gris carbón; más tonos de gris, de hecho, de los que contempla el diccionario. El mensaje estaba claro: en Bellman & Black encontrarían exactamente el tono que se correspondía con el grado de dolor de cada uno.

Justo enfrente de cada ventana, en el centro exacto, al otro lado del cristal, había una tarjeta de seis por ocho, con un ribete negro, e impresa como si se tratara de la invitación para un baile:

Bellman & Black

Jueves, 15 de mayo

De 11 a 19 horas

No eran más que las nueve. La acera estaba repleta de gente que contemplaba boquiabierta el despliegue de artículos funerarios y de luto. Lejos de parecer desangelados, el negro y el gris combinaban con tal gracia que el efecto era hipnótico. Los recién llegados echaban un vistazo para enterarse de qué miraba la muchedumbre y al momento quedaban atrapados en el mismo hechizo. Cuchicheaban y se callaban de inmediato al chistarle alguno de los espectadores ensimismados. La muerte, el dolor y la memoria expuestos a la venta de aquel modo tan exquisito conmocionaban el corazón más fuerte y no dejaba a nadie indiferente.

Era inevitable pensar en el momento en que cada uno requeriría de aquellos servicios. ¿Cuándo?, se preguntaban. ¿Y para quién? Algunos ya intuían la respuesta a aquellas preguntas e iban escogiendo de antemano y calculando el coste.

Los escaparates de Bellman & Black recordaban a su público aquello que más temían al mismo tiempo que les mostraban dónde acudir para encontrar consuelo. Nadie está dispensado del dolor y el pesar, pero algo reconforta la posibilidad de honrar a nuestros seres queridos despidiéndonos mientras llevamos un sombrero con un imperdible de azabache.

Había quienes se apoyaban con más pesadez sobre sus bastones o sentían de nuevo aquel dolor que les había importunado últimamente. Estos sabían que no serían clientes de Bellman & Black en persona, y que su contribución al éxito del establecimiento no tardaría en producirse. Contemplaban las lápidas y las reescribían con sus propios nombres.

El estrépito de los cascos, a continuación el jaleo de la gente apartándose para ceder el paso al carruaje que llegó hasta la entrada principal. Hay que decir que era un coche de lo más elegante, así que un ramalazo de curiosidad brotó entre la multitud embelesada. Un cochero uniformado bajó de un salto para abrir la portezuela y una mujer salió del interior: el cuello, los puños y el traje gris conjuntados con esmero. Junto con el hombre, se las vieron y se las desearon para sacar a un segundo pasajero: una silueta pequeña y encorvada envuelta en seda negra. ¿Era una niña? La estatura parecía la de una niña, pero era muy lenta y se encorvaba como una vieja. Llevaba un velo tan tupido que no debía de ver una yarda más allá; aun así, alzó la cabeza hacia la insignia plateada que anunciaba el nombre de la tienda antes de que la guiasen hasta la entrada, un tortuoso escalón tras otro.

La multitud se apartó para dejar pasar a la curiosa pareja, que fingió no darse cuenta de que la observaban y no pronunciaron una sola palabra. Todos los mirones pensaban lo mismo, pero se mordían la lengua a la espera de que otro lo dijese.

Lo dijo un muchacho.

—No está abierto. A las once en punto; mire.

Señaló la tarjeta.

Pero de pronto se oyó el sonido de una llave al girar, la puerta se abrió un poco y las dos mujeres penetraron en la tienda.

La llave volvió a girar.

En medio de la multitud, los desconocidos murmuraban entre sí y se miraban con caras asombradas. El muchacho que había hablado apretó la cara contra la rendija entre las dos hojas de la puerta, pero no pudo ver nada.

—A las once en punto —repitió—. Eso es lo que dice la invitación.

En el interior había un trajín febril de personal y artículos. Los pies más veloces llevaban mensajes, los brazos más fuertes cargaban artículos, las mentes más organizadas contaban y anotaban, las manos más hábiles daban los últimos toques. Se abrían cajas y se desparramaba el contenido; a continuación, a una velocidad increíble, se apilaba y alineaba todo, la propia caja desaparecía como por arte de magia y el mismo truco se iba repitiendo una y otra vez en cada departamento.

Un cargamento destacaba entre todos aquellos artículos negros transportados de un lado a otro. Dora en una silla de manos. Bellman tenía la intención de enseñarle la tienda de arriba abajo. Le presentaron a los encargados de departamento, se estrecharon las manos, y aunque no pronunció palabra, expresó con su mirada y una sonrisa algo así: «Sí, sé que soy un tanto particular. No saquéis conclusiones precipitadas».

Por todas partes había algo que su padre quería señalarle: los uniformes del personal de varias secciones, la mercancía que iba llegando, los accesorios de la tienda; hasta el detalle más nimio era algo que se le había ocurrido a él en algún momento, y se lo ponía delante de los ojos: los guantes italianos, la seda china, el azabache de Whitby, los collares parisinos. Ella lo contemplaba, le dedicaba algún cumplido y daba su aprobación.

Bellman dirigió planta por planta el cortejo formado por Dora, la silla de manos, los palanquineros y Mary. Cuando hubo terminado de enseñarle todos los departamentos de ventas, visitaron las oficinas, a los dependientes, los cajeros, su propio despacho. A continuación fueron a ver la zona de las costureras. Allí, Dora volvió a sentirse observada furtivamente con el rabillo del ojo y fue consciente de que a su espalda se intercambiaban miradas de complicidad. Volvió a admirar lo que su padre le pedía que admirase, a aprobar todo lo aprobable. «No os preocupéis por mí —les decía con la mirada a las costureras, que no podían evitar mirarla fijamente—. Alegraos por vuestros rizos, por vuestras extremidades y por las curvas que cubren vuestros vestidos. Disfrutad de vuestra buena fortuna.»

La escalera era demasiado estrecha para que la silla de manos llegase a la última planta. ¿Podía llevarla en brazos alguno de los porteadores? Dora se sintió aliviada cuando se optó por no hacerlo. Pero todavía no la iban a dejar en paz, ¡ah, no! Porque aún había que ver el sótano. Le mostraron el cuarto donde se preparaban los pedidos, la cantina y las cocinas, situadas en la parte del almacén en la que las ventanas daban a un estrecho pozo que permitía que los olores escapasen a través de una rendija en el suelo.

—¡Oh! —exclamó Dora.

—Y eso no es todo —comentó Bellman.

Al nivel del suelo, en la trastienda, junto a la puerta de descarga, había unas enormes puertas dobles que se abrían a unas cocheras. La berlina de Bellman & Black era algo digno de verse. Un carruaje grácil y negro, con la insignia B&B en plata clavada en las puertas. Un elegante caballo negro esperaba en el establo para que dos costureras y el cochero pudiesen viajar de inmediato a cualquier lugar en un radio de ochenta millas a la redonda.

Bellman abrió la portezuela para que su hija viera el interior. Con la actitud de un mago, abrió también un compartimento escondido bajo el asiento. A oscuras parecía vacío, así que Dora se quedó desconcertada hasta que se dio cuenta de que estaba lleno de tela: crespón, el tejido más negro disponible, que absorbía la luz con tal intensidad que se diría que estaba hecha de oscuridad.

—¡Y hay más! —dijo su padre abriendo una de las cajas portátiles con un ademán teatral. Dentro había cientos de pequeños compartimentos, cada uno de ellos repleto de tijeras, cintas métricas, agujas, bobinas de hilo y dedales de plata.

—¡Es Bellman & Black en miniatura! —se maravilló la muchacha.

—A nuestras costureras les basta con solo dos días para proveer a una familia entera con la vestimenta básica de luto; en cuatro, pueden añadir la ropa de noche; dales una semana y tendrás a todos los sirvientes de la casa de negro, desde el primero hasta el último, hasta la chiquilla que enciende el fuego por las mañanas.

Dora se había quedado sin palabras y asintió con fatigada aprobación.

—Y lo que es más: mientras circula por las calles de Londres, nuestra berlina dará una impresión más que solemne. Todo el mundo se volverá para mirarla. Cuando corra por las callejuelas, cuando llegue a las casas más elegantes, llamará la atención. Cuando el conde Tal y el marqués Cual llamen a Bellman & Black, todo el mundo se enterará. Atraerá más clientes que cien o mil anuncios. Bueno, ¿qué te parece, eh?

Parecía nervioso ante la reacción de Dora, hablaba atropelladamente, angustiado a la espera del veredicto. Le brillaban los ojos, le brillaba la cara lívida. La joven apenas reconocía a su taciturno y parco padre. Bellman & Black lo había poseído.

Estaba asombrada ante aquella creación. También desconcertada. Era hermosa, imaginaba, de un modo potente y a la vez embarazoso. «Una catedral», la había llamado alguien en el periódico. Comprendía a qué se referían, pero había detectado algo bajo la actividad febril, bajo la agitación y las prisas. El rastro de algo agazapado en silencio, tomándose su tiempo. ¿A qué esperaba? La idea de un mausoleo irrumpió en su mente y ella la rechazó.

Volvió a concentrarse en las bolsas de las costureras. Cogió un dedal de plata y lo sostuvo a la luz. Incluso aquello tenía una doble B grabada.

—Es realmente asombroso. No has pasado por alto ningún detalle, padre. ¡Ni un dedal!

Alzaron la silla de manos y llevaron a la chica hasta la planta baja. Bellman encabezó la comitiva. Iba volviéndose hacia ella para contarle una cosa u otra sobre su proyecto. Ella escuchaba con una atención superficial, perdida en sus propias cavilaciones, hasta que un pensamiento sin importancia pero lo bastante curioso para interrumpir a su padre la sacudió.

—Padre, nunca me has contado quién es Black.

¡Aquel nombre en su boca! Tendría que haberlo previsto.

—¡Nadie! —le respondió con los ojos muy abiertos casi antes de que terminase de preguntar—. No es nadie.

Un minuto para las once. El portero esperaba como un centinela frente a las puertas del cielo. Si había alguien que hubiese nacido para trabajar en un establecimiento de artículos funerarios y para el luto, ese era el señor Pentworth. Con aquella boca caída, inútil para el regocijo, y aquellos ojos llenos de conmiseración lúgubre, era la viva encarnación del pesar. El señor Dent y el señor Hayworth se alisaron las impecables solapas grises y se colocaron tras sus respectivos mostradores. Las dependientas formaron ordenadamente, la espalda recta, los dedos de las manos entrelazados, humildes como niñas en catequesis. En la planta superior, ni un lápiz ni un alfiler fuera de sitio. Sonrisas, toses y otros movimientos se reprimían. Por todas partes, solemnidad y compostura.

En la primera planta, Bellman se escondió casi por completo tras una columna vigilando la puerta de entrada por encima de las rejas. Al marcar la manecilla del reloj las once, Pentworth abrió la puerta; un corazón cien veces más grande que el suyo cobró vida en su pecho. El corazón de Bellman & Black.

Entraron. Curiosos, temerosos, anhelantes, asombrados, sobrecogidos, piadosos, codiciosos, inundaron la entrada; y al primero, lo quisiese o no, la tromba lo empujó hasta el fondo de la tienda. El conjunto era tan aplastante que la gente, abrumada por la belleza y la escala colosal de todo aquello, se olvidaba de qué había entrado a comprar; la mayoría se había inventado alguna pequeña necesidad para convencerse de que no eran meros turistas. No podían evitarlo: al contemplar la gloria majestuosa de todo aquello caían en un trance de voluptuosidad y parálisis. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, dolientes y no dolientes, estrujados unos contra otros observando maravillados y entre murmullos.

El temor no impidió que muy pronto alguien, más aguerrido que el resto, hiciera su primera compra. Una yarda de gro de una pulgada para ribetear las solapas deshilachadas de un abrigo de invierno.

No era lo más barato que se podía encontrar en Bellman & Black, pero desde luego era de lo más modesto. ¿Qué importaba?

En la segunda planta, un cajero que se ajustaba las mangas estuvo a punto de pegar un brinco cuando la primera lata de peniques cayó repiqueteando en la abertura junto a su mesa, y le tembló la mano mientras anotaba el recibo, contaba el cambio y activaba el sistema para devolver la lata a la planta de ventas. ¡Y al instante otra!

¡Había comenzado!

Ahora las latas volaban, las monedas repiqueteaban dentro, se medía y contaba mercancía por doquier, se envolvían y ataban artículos, se anotaban pedidos en elegante caligrafía y —¡sí!— se derramaban lágrimas, se ofrecía y se recibía consuelo.

Bellman & Black aglutinaba vida, dinero y muerte.

Era un éxito.

William Bellman respiró hondo. No sonreía —¿en la planta de ventas de Bellman & Black?, ¿a quién se le ocurriría?—, pero le hubiera gustado hacerlo. Le hormigueaban los dedos con una sensación de poderosa seguridad, y el suelo bajo sus pies estaba más sólido que nunca.

Abandonó su puesto de vigilancia con cuidado de no estorbar el paso de los demás, se escabulló entre la multitud y se esfumó a través de un panel de la pared.

Una de las paredes de su despacho estaba revestida de corcho donde se había clavado una gran hoja de papel. De momento estaba en blanco casi por completo, solo dos líneas trazadas, una vertical y otra horizontal, que se unían en el extremo inferior izquierdo. A lo largo de la línea horizontal aparecían los meses del año entre marcas. Una serie de cifras expresadas en libras recorrían la línea vertical.

Bellman recordó los antiguos garabatos en su cuaderno negro. Cálculos de volúmenes de venta, previsiones de beneficio. Tenía un aspecto muy prometedor, por más que los hubiese volcado allí un poco a bocajarro, como es fácil de comprender. Luego estaban las cifras —un tanto disminuidas— que les había puesto delante de las narices a Critchlow y a los demás para convencerlos de que invirtiesen. De todo aquello hacía ya mucho tiempo. Ahora sabía infinitamente más sobre el negocio. Podía decir cuántas yardas de merino negro se vendían al año en el país, en la ciudad de Londres o en la tiendecita que había dos calles más abajo; sabía por qué los ataúdes costaban lo que costaban y cómo se podía abaratar su construcción sin disminuir su calidad; tenía cierta idea de cuánto ganaría Bellman & Black durante el primer mes, y sus cálculos se basaban en la realidad. Se trataba, además, y se felicitaba por ello, de la misma cifra a la que había llegado dos años atrás.

Su plan era anotar la predicción de objetivos en azul al principio de cada mes y los objetivos alcanzados en negro. Cogió su lápiz y se dispuso a anotar. En el último momento se le movió la mano ligeramente hacia arriba e hizo el punto una fracción más alta de lo que pretendía.

¿Había sido un sexto sentido lo que había movido su mano? ¿Instinto? Llámese como se quiera. Bellman tenía claro lo que eso significaba.