Un cálido día de verano cualquiera, por parejas, los grajos planean sobre las corrientes ascendentes, surcan sin prisa, con soltura, las fabulosas altitudes donde son —a ojos de los humanos, cortos de miras— meros puntos negros en el firmamento. Desde allí, se exponen deliberadamente a salirse del borde de las olas de aire y descienden en picado como Ícaro hacia la tierra, dando vueltas y haciendo piruetas por el camino. Entonces, cuando están a un segundo de estrellarse contra el suelo y el corazón se os sale del pecho, extienden las alas, se aferran con las plumas al aire ascendente, aprovechan un soplo de brisa y se elevan hacia lo alto, desde donde repiten su número.

No les anima ningún propósito. No hacen más que juguetear con la gravedad, desafiarla, fingir por un momento que son humanos por pura diversión.

A juzgar por el alborozo de las risotadas en el cielo, debe de haber pocas cosas más placenteras en este mundo que ser un grajo y fingir que no sabes volar.

Hay un sinfín de sustantivos colectivos para los grajos. En algunos lugares la gente se refiere a ellos como un «parlamento» de grajos.