A pesar de la penumbra crepuscular de aquellas horas, algunas personas deambulaban por Regent Street. Iban a trabajar temprano o de vuelta a casa tras una larga noche, o eran de esos que no tienen ni trabajo ni casa y para quienes todas las horas del día y de la noche son igualmente penosas. Los transeúntes tomaban a Bellman por uno de estos últimos. Sin sombrero, calado hasta los huesos, oliendo a rancio, anduvo como si no confiase en el pavimento que pisaba, y de vez en cuando se detenía para apoyarse contra una pared y cerrar los ojos. La gente apretaba el paso al cruzárselo, se cambiaba de acera, desviaba la mirada de su rostro.
Caminó durante una hora sin rumbo por una ciudad inhóspita. Era consciente de que los desconocidos le lanzaban miradas de reojo al pasar, se daba cuenta de que con su respiración errática y sus ropas empapadas debía de parecer un excéntrico, alguien a quien temer, incluso, pero era tal su trastorno que no se sentía avergonzado. ¡No! ¡Porque él era un hombre que se encontraba en un punto crucial de su vida! ¡Un hombre que lo tenía todo! ¡Todo lo que se pudiera imaginar! ¡Y estaba decidido a tirarlo todo por la borda!
¿A qué se debía aquella necesidad de escapar de todo lo que había logrado a base de tanto esfuerzo? No podía decirlo con exactitud, pero estaba resuelto a hacerlo, y lo haría, y el motivo era lo suficientemente apremiante, por poco claro que estuviera.
Al doblar una esquina vio, iluminado por el farol de un coche de alquiler, una silueta que le resultó familiar. Black.
Bellman se paró en seco.
No le sorprendía lo más mínimo. Era típico de aquel hombre aparecer en momentos extraños. Por lo general se mantenía a distancia y, luego, cuando afloraba una crisis, ahí estaba Black. Curioso, pero entonces era cuando se le presentaba Black.
¿Por qué no aprovechar para decírselo? Era tan buen momento como otro. Solo con pensar en desembarazarse del peso de la tienda y de todo lo que implicaba se sintió profundamente aliviado.
Black giró por una calle lateral y Bellman se adentró tras él. Tuvo que seguirlo a toda prisa, porque Black parecía capaz de caminar a una velocidad fuera de lo normal. Más de una vez pensó que lo había perdido en aquel laberinto de callejones y pasajes, pero siempre volvía a descubrirlo a lo lejos: un frac que desaparecía tras una esquina, el distinguido bamboleo de su sombrero oculto casi entre las sombras.
Por más que se esforzase, no lograba alcanzarlo. Después de diez minutos de persecución, Bellman comenzó a desanimarse. ¿Era realmente Black aquel hombre? ¿No debería haberlo alcanzado ya?
Sacó el pañuelo para secarse la frente mientras escrutaba una calle vacía. Temblaba. Se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Las calles eran estrechas, tenían un aspecto hostil y se había hecho de noche. A los lados, puertas oscuras que conducían a las viviendas, algunas medio abiertas; no era difícil imaginar la clase de maleantes que debían de esconderse tras ellas. Fue súbitamente consciente del aspecto que ofrecía a los pobres diablos que vagabundeaban entre las sombras. Un hombre de mediana edad, sin resuello y temblando en una zona de la ciudad en la que se encontraba claramente desubicado. Había oído historias: hombres como él, perdidos o atraídos con engaños hacia callejuelas oscuras, saliendo luego con un chichón del tamaño de un huevo en la cabeza y sin reloj de bolsillo, cartera ni zapatos. O peor aún. ¿Y Black? No se le veía por ninguna parte.
Resignándose a lo peor, Bellman exhaló un suspiro y se obligó a plantar un pie tras otro, avanzando lentamente hasta la siguiente esquina. Y allí, para su asombro, vio a Black. ¿Cómo confundir un perfil como aquel? Estaba charlando con alguien, una niña o una chica.
—¡Black!
Pareció que no le oía.
—¡Black! ¡Eh!
Pero al instante Black se había esfumado. —Debe de haberse escabullido por aquella puerta a su espalda, pensó Bellman— y la chica continuó recorriendo la calle en dirección a donde estaba él.
Lo ha intentado con Black y ahora me toca a mí, pensó, y se dispuso a rechazarla; pero no le dirigió la palabra ni la mirada hasta que estuvo tan cerca que se vieron obligados a cederse el paso en medio de la estrecha calle. Entonces sus miradas se cruzaron y una expresión de asombro se apoderó del rostro de Bellman.
Era la costurera. La chica número 9.
Bellman se esforzó por mantener la compostura, por contener la desesperación que crispaba su cara.
—¡Black! —se oyó decir—. ¡Conozco a ese hombre! —Pero su voz le llegaba como de lejos y con retraso. Sintió que se tambaleaba.
La joven le echó un vistazo.
—¿Señor Bellman?
No sabía qué responder. ¿Cómo explicarle aquella sensación de que algo en su interior se había deshecho, de que un elemento diminuto pero esencial de su ser flotaba a la deriva cuando antes había estado perfectamente fijado, y que hasta que lograse localizarlo no volvería a ser él mismo?
Trató de hablar y no pudo evitar apoyar pesadamente una mano sobre su hombro para mantener el equilibrio.
Fue consciente del contacto —a pesar de sus guantes de cuero, a pesar de la chaqueta de sarga de ella—, un contacto y una transferencia de peso. Ella lo sostuvo y se tambalearon por un momento; entonces le sobrevino una especie de derrumbe, una inercia y, como si se tratase de algo inevitable, las baldosas que pisaba y el hombro sobre el que estaba apoyado, junto con sus propios huesos, parecieron disolverse y no vio más que negrura.
Cuando volvió en sí se encontraba en un cuarto de techo bajo, sentado en la única silla de la estancia. La chimenea estaba apagada, no había ni leña. Ante sus ojos apareció una copa llena de líquido y se lo bebió: agua con miel.
—Ese hombre, Black… —comenzó.
—No sé a quién se refiere. ¿A quién busca?
—Black.
Frunció el ceño. No era fácil de explicar. ¿Su socio? ¿Un desconocido? ¿Un amigo?
—¿Black? ¿De Bellman & Black? ¿Cree usted que está aquí? —Lo observó nerviosa, desconcertada.
—Le he visto. Estaba hablando con usted.
Ella estuvo a punto de negar con la cabeza, pero se contuvo, reticente a contradecir a su patrón.
—Ahí, ahora, en la calle… —insistió él.
El borde de un diente blanco mordisqueó su labio inferior y levantó la mirada vacilante.
Un intenso escalofrío se apoderó de él.
—Su abrigo está empapado. Se ha enfriado usted. Puedo acompañarlo hasta la carretera principal para alquilar un carruaje… —murmuró.
Él asintió, se levantó, la habitación zozobró a su alrededor y se dejó caer de nuevo en el asiento.
—Pues no hay más que hablar; tendrá que dormir aquí —dijo hablando consigo misma.
Le quitó el abrigo chorreante y abrió una puerta. Había una cama oculta en la pared, uno de esos muebles cama abatibles. Bellman se hundió, al instante siguiente su cara se apretaba contra el pecho de ella, luego contra la almohada; enseguida estuvo dormido.
Una hora más tarde ya estaba despierto. En el cuarto entraban las primeras luces del día. Se incorporó. Bajo su cuerpo, el colchón era firme. Puso los pies en el suelo y el suelo parecía sólido. Dio un par de pasos. Ninguna pared retrocedía, ni se inclinaba, ni se desviaba.
La chica número 9 estaba durmiendo en la silla. Pasó junto a ella de puntillas, volvió atrás para dejarle unas monedas sobre la mesa y la muchacha siguió inmóvil. Tenía regueros de sal en las mejillas: lágrimas, y sus rizos castaños estaban húmedos.
Para salir, Bellman tuvo que sortear una cuna. Vacía.
Ya en su dormitorio, Bellman se desembarazó de la ropa mojada y la colgó en el respaldo de una silla. Tardaría bastante en secarse. Su lento y embotado cerebro desenterró mecánicamente un hecho y se lo presentó.
No tenía un traje negro de repuesto.
Su boca sonrió o hizo una mueca. Tenía la intención de encargarse dos trajes negros, ¡eso era lo que había olvidado! ¡Eso era lo que lo atormentaba desde el día anterior!
¡Gracias a Dios!
El sollozo que se escapó de sus pulmones debería de haber sido una carcajada.
Bellman no se había sentido tan agradecido como entonces de poder encaramarse a su cama, y enseguida se quedó profundamente dormido.
Al despertarse por segunda vez aquella mañana, William saltó de la cama y pidió que le preparasen un baño.
Hizo lo que tan bien sabía hacer: olvidar. No se detuvo a reflexionar sobre su angustia del día anterior, su caída en la azotea, la disparatada persecución de Black a través de las calles de Londres, su decisión de dimitir. Solo se acordaba de haberse sentido un poco mareado, ligeramente fatigado y, ahora, al encontrarse tan tan bien de nuevo, no podía sino dar gracias a su recia constitución.
Entre las mil cosas que pretendía llevar a cabo a lo largo de la jornada, encontraría tiempo para que le tomasen las medidas para un nuevo traje. Con treinta y cinco costureras en su establecimiento, raro sería que supusiera un problema.