La culpa la tenía Fox. Él quería tener la tienda abierta para el día 15 y Fox, incapaz de resistirse al desafío, le había prometido que estaría lista para el 14. De ahí ese día entero vacío, un tiempo inútil por completo.
Bellman no estaba de buen humor, lo había notado incluso antes de despertarse. En ese momento estaba frente al espejo untándose el jabón de afeitar con la brocha y examinando los puntos negros que ya comenzaban a sombrear las mejillas. Se pintó una barba blanca en el mentón y agarró la navaja. ¿Cuál era el problema?
Los preparativos estaban a punto. Bellman & Black se encontraba listo para recibir a su personal al día siguiente. El papel de Bellman como cabeza pensante de un gran establecimiento había terminado… y su vida como director de una empresa en marcha aún no había comenzado. Su vida se situaba entre una cosa y la otra, y este equilibro le incomodaba. Se moría de ganas de que llegase el día siguiente, cuando antes de las ocho se abriesen las puertas y el recinto se viese inundado por la multitud de dependientes, dependientas, jefes de departamento, costureras, encargados de mantenimiento, porteros, cocheros, empaquetadores, recaderos y mensajeros. Al día siguiente se encontraría en el meollo del asunto, se pasaría el día entero respondiendo preguntas, resolviendo dificultades imprevistas en la vida de la tienda. Estaría absorto por completo. Pero eso sería al día siguiente.
El problema era el día de hoy.
Ninguna dificultad pendiente de resolución. Todo estaba preparado, dispuesto y en orden. Cada baldosa había sido ajustada, cada cerrojo engrasado, cada uniforme planchado.
Para Fox, eso estaba bien. ¿A qué dedicaría él todo ese día? A celebrar el trabajo hecho, sin duda. Estaría con sus amigos. Con sus familiares, tal vez. Bellman daba por hecho que Fox debía de tener familia.
Se contempló los ojos en el espejo y descubrió algo turbador en la mirada que le devolvía el reflejo. Un rostro que no le pertenecía y que a su vez le resultaba familiar. La desvió rápidamente.
¿Se había olvidado de algo? Aquello que lo incomodaba tenía ese cariz, esa densidad, del olvido. Pero él no era de natural olvidadizo.
Una flor carmesí brotó en medio de la espuma, junto a su nariz. Se había pillado aquel lunar. Maldita sea.
Desayunó. Redactó algunas cartas innecesarias.
Dora acababa de llegar para pasar unos días en Londres, pero no quería despertarla; estaría cansada tras el viaje del día anterior.
Hojeó su cuaderno. Todas las listas de las últimas semanas. Cada elemento con una marca al lado. Le hizo recuperar fuerzas. Se sentía inquieto; no era un día para quedarse sentado frente a una mesa.
Cuando le avisaron de que Dora estaba despierta, se dirigió al salón.
—Lamento haber estado ocupado hasta tan tarde.
—Llevas ocupado desde que nací, padre. Estoy acostumbradísima.
—También estaré ocupado los próximos días. Más que nunca.
—Naturalmente.
Dora se entretenía con unos prismáticos, mirando las copas de los árboles de la plaza de enfrente. Hubiese sido agradable quedarse a charlar un rato, pero no sabía de qué hablar con su hija. Había olvidado cómo conversar de cosas normales, ahora que el negocio de la muerte lo tenía tan ocupado.
Aunque la primavera estaba a punto de dar paso al verano, caminó bajo un cielo nublado hasta un restaurante. Leyó el periódico. ¡Ocio! ¿Qué veía la gente en el ocio? A él solo conseguía ponerle de mal humor.
A las cinco no pudo resistir más. Se dirigió a Bellman & Black, introdujo la pesada llave y la hizo girar. La suavidad con la que se accionó el mecanismo de la cerradura le resultó agradable y sirvió para calmar un tanto su irritación. La puerta maciza se abrió trazando un arco trabajoso y, bajo la mirada curiosa de los peatones, Bellman entró en el edificio.
Todo estaba en calma. Todo en silencio. Las ventanas de la planta baja no dejaban pasar toda la luz del tenue atardecer y Bellman se dirigió hacia el atrio del centro, donde el crepúsculo caía desde las plantas superiores. Había estado dentro cientos de veces, para supervisar, para debatir, para aprobar algo, para resolver problemas y solucionar disputas. Siempre rodeado del ruido de las herramientas, las voces, el equipo; siempre con algún objetivo específico en mente que le obligaba a percibir la tienda de manera fragmentada. Ese día, solo y en medio del silencio, tomó posesión de sus dominios.
Subió las escaleras. Ya se había fijado en la suavidad de la baranda, ya había comparado el color de la alfombra con la muestra. Esa noche podía concentrarse en disfrutar de los detalles y maravillarse de la exactitud con la que coincidían con sus proyectos.
Continuó su recorrido. De vez en cuando asentía satisfecho. Ahí estaban los expositores para la joyería; allí los cajones de los guantes; allí los maniquíes de medio cuerpo, desnudos, pero a punto de cubrirse de telas, collares y estolas; allí los colgadores, donde se podían comparar los tejidos; allí los mostradores, con el hueco practicado en la pared para los pagos en efectivo y un cuaderno en el cajón para los pedidos… Allí pondrían los paraguas y más allá los zapatos… Todo estaba dispuesto para empezar; de ahí que fuese más extraña, si cabe, su sensación de haber olvidado algo.
Escaleras arriba de nuevo. Ahora dejó atrás el terreno público. Allí no había revestimientos de caoba, ni techos altísimos, ni ventanales. Aquello era la trastienda. El reino del papel, la tinta y la moneda. Una sala albergaba el corazón del sistema de pago neumático. Un escritorio para cada escotilla; en cada escritorio, tinta, recibos en blanco y papel secante.
La sección de los oficinistas que había visto casi vacía cuando la señorita Chalcraft entrevistó a las costureras ahora estaba repleta de hileras de mesas. Se sentó tras una. Dirigió la mirada hacia el punto en el que se ocultaba la mirilla. No se distinguía nada.
Desde allí, levantó una mano hacia el punto invisible, tal como había hecho la costurera, y se examinó los dedos, el brazo. ¿Qué pretendía capturar aquella extensión del brazo? Los dedos cerrándose sobre la nada. La mano cayendo desanimada sobre su regazo. Meneó la cabeza desconcertado y repitió aquella acción, como si se tratase de un mecanismo que aún no había aprendido a controlar. Tras un par de intentos, negó enérgicamente con la cabeza y salió de la habitación.
Su despacho solo lo esperaba a él. Era más grande de lo necesario. Para impresionar, según el arquitecto. Bellman encogió los hombros. Nunca había confiado en el tamaño de un cuarto para impresionar a la gente; nunca le habían impresionado las dimensiones de una sala. Tal vez podría dividirla. Dirigió la mirada hacia la antesala, donde trabajaría su secretaria y controlaría el acceso a su patrón. La última habitación al final de la hilera de despachos no contenía más que una caja fuerte. Tampoco el tamaño de una caja fuerte le impresionaba, no mientras estuviese vacía. Introdujo el código, abrió la puerta y volvió a cerrarla.
Una planta más. Todavía más lejos del público. Internado cada vez más en el reino de Bellman & Black. En la tercera planta estaba el lugar de trabajo de las costureras. El arquitecto había tratado de disuadirlo —¿por qué malgastar aquella panorámica de la ciudad con las costureras?—, pero Bellman insistió. Las chicas que confeccionaban los vestidos necesitarían hasta el más mínimo rayo de sol para coser. Cada grado de elevación valía su peso en oro. «Lo único que me hace falta a mí es un rincón de la segunda planta. Para contar dinero, lo puedo hacer perfectamente a la luz de una lámpara de gas», le había replicado.
Estaba encantado con el espacio de trabajo de las costureras. Sonreía interiormente recordando el día, seis meses atrás, en que había interrogado a la señorita Chalcraft al respecto de todos los detalles del oficio. La había contratado para que supervisara el trabajo de sus empleadas. Bellman tenía experiencia de primera mano en lo que se refería a agujas, dedales, tijeras e hilo. Había aprendido a enhebrar una aguja —le había parecido cien veces más difícil de lo que esperaba— y la había usado sobre algunos retales, primero junto a la ventana y luego a la sombra. La excelente señorita Chalcraft no fue capaz de ocultar su asombro.
—¿Cómo voy a saber si no lo que necesitan sus chicas, señorita Chalcraft? Les proporcionaré grandes ventanales, porque la tela negra es más difícil de coser que la de color cuando comienza a disminuir la luz. Les daré también tiempo para levantarse y estirar las piernas, y espacio para poder hacerlo, para que no tengan que fingir que se han quedado sin hilo o que han perdido una aguja cuando les duela el cuello de estar todo el día inclinadas sobre su labor. Y de este modo desearán trabajar para Bellman & Black, porque aquí comprendemos qué cosas facilitan y qué cosas entorpecen su trabajo, y se perderán menos tiempo y menos agujas.
Bellman se imaginó a una de las costureras —aunque no se fijó demasiado en ello, se trataba de la chica número 9— llegando por primera vez al día siguiente y quedándose maravillada por la manera precisa y práctica en que todo estaba dispuesto en aquel lugar. La luz caía abundantemente sobre el banco de trabajo, dividido mediante franjas en puestos individuales de costura. Cada puesto estaba provisto de sus propios ganchos, tijeras y una cajita para guardar agujas, hilo y dedales; y cajones para cintas y lazos.
Sí. Asintió y sonrió.
Lo serenaba contemplar tan de cerca cómo la realización de sus planes coincidía con la imagen que albergaba en su mente desde hacía tantos meses. Ahora se materializaban todos los pensamientos que hasta entonces solo había imaginado. Era la prueba de que no era olvidadizo. Intentó recuperar su confianza apoyándose en ello. Trató de deshacerse de aquella perturbadora sensación.
Una planta más arriba. Alrededor de aquel estanque de luz estaban dispuestos los dormitorios de las costureras. Se volvió hacia uno al azar; eran todos iguales. Se trataba de un cuarto estrecho de paredes inclinadas a causa de los aleros del edificio y una ventanita. En un rincón había una cama con un colchón delgado. Un gancho tras la puerta para colgar un vestido negro. Un baúl. Un jarro y una palangana. ¿Era lo bastante grande?
Se imaginó a una costurera en la habitación. Como una marioneta obediente. La chica número 9 se acercó a la palangana y se lavó la cara. Se quitó los alfileres del pelo. ¿Su pelo era castaño y rizado? Ahora era castaño y rizado. Se sentó en la cama y se quitó los zapatos, luego se tumbó.
Sí; el dormitorio era como tenía que ser, resolvió.
La chica número 9 seguía tendida en la cama, como si esperase una orden suya para levantarse, desnudarse y colgar su vestido negro en el gancho de la puerta. Le miraba a la cara con atención. Sus formas bajo la ropa negra eran —o así lo reconstruía su imaginación— atractivas. Sus ojos le observaban con ternura. Sus labios se separaron, como si estuviese a punto de hablarle, de invitarle a…
Y entonces, con brusquedad, tendió una mano hacia él desesperada, como para agarrar algo que se le escapaba, algo que perdía para siempre. Los ojos se le llenaron de lágrimas y el pesar desfiguró su hermoso rostro.
Bellman retrocedió y cerró la puerta, dejando sola a la chica número 9.
Atravesando una puerta que no ofrecía ninguna resistencia en el rellano de la tercera planta se accedía a los últimos escalones del edificio. Bastos, de madera, desembocaban abruptamente en un espacio en el que solo había dos cosas: el mecanismo hidráulico que elevaba la campana de vidrio del techo y una trampilla por la que se accedía a la azotea para cuestiones de mantenimiento. Bellman subió, abrió el candado y empujó la portezuela de la trampilla. Al salir a la azotea, la lluvia le cayó en la cara vuelta hacia arriba. En el centro se encontraba el amplio octágono de cristal. Se acuclilló en el borde para estudiar la exactitud con la que las placas encajaban en la rejilla. El acabado era más que pulcro. La lluvia podía arreciar cuanto le viniese en gana, que no traspasaría el vidrio. Bajo el cristal había una caída libre de cientos de pies, pero a oscuras, aquel atrio no era transparente, sino reflectante. No era visible ni un atisbo del interior, solo el destello azogado de las gotas de lluvia contra la imagen reflejada del cielo nocturno.
Se puso en pie, dio media vuelta y alzó la mirada hacia la lluvia y más allá, las estrellas que comenzaban a dejarse ver entre las nubes. Respiró hondo y soltó el aire.
En los días despejados, le había dicho Fox, se podía ver Greenwich por el este y Richmond por el oeste. Él solo era capaz de vislumbrar Clerkenwell y Kensington. Entrecerró los ojos, contrariado, y miró su reloj de bolsillo. ¡Las ocho ya! Esa era la explicación. El tiempo hacia cosas muy raras. Sin embargo, aún podía ver Primrose Hill despuntando por el norte y adivinaba la silueta de la nueva Cámara de los Lores hacia el sur. Sabía que más allá continuaba desplegándose la ciudad.
Qué enorme era Londres. Qué enorme extensión de viviendas, comercios y habitantes. No había ni una sola persona en aquella ciudad, no hasta donde podía abarcar con la mirada, que no fuese a necesitar en algún momento los servicios y la mercancía que Bellman & Black les ofrecía. Contempló el horizonte, girando lentamente en todas las direcciones; las zonas altas, las más modestas, las depauperadas. En una de aquellas casas, en Richmond, supongamos, un individuo roncaba en aquel preciso instante. En Mayfair había alguien tiritando; en Spitalfields, una ostra se deslizaba garganta abajo hacia el estómago de alguien, y en Bloomsbury alguien se servía la que sería una copa de más, y… Ay, era interminable. Acabarían llegando. Hoy enfermos, mañana muertos y el martes las puertas de Bellman & Black se abrirían para los dolientes. Aquella empresa no podía fracasar.
Él, William Bellman, había creado aquel aparato genial. Era obra suya, y al día siguiente el personal constituiría el carbón de sus hornos, el agua de su rueda, y cuando los clientes entrasen en tromba, su maquinaria comenzaría a extraer dinero y dejarlos marchar cambiados, tan aligerados los bolsillos como los corazones, dado que el proceso les arrebataría sus guineas y las reemplazaría por consuelo. Era obra suya. Era su establecimiento, Bellman &…
Le temblaron las manos. Se le había olvidado algo. ¡Jamás había tenido una certeza más profunda! Una pluma se agitó en su estómago, una turbulencia en su pecho: lo tenía en la punta de la lengua.
La lluvia golpeaba con fuerza su espalda. Mientras sentía la fría humedad calar en sus hombros, una escena penetró en su mente: había un punto, allí abajo, frente al edificio, donde un año antes había observado bajo la lluvia. Había levantado una arquitectura a base de aire y agua.
Algo había sucedido con una piedra, ¿era eso?
¿Un pájaro? ¿Un pájaro que lanzaba destellos púrpuras, verdes y azules?
¡Enterrado! ¡En los cimientos de su tienda!
Un grajo había ascendido volando desde los cimientos contra la lluvia torrencial planta por planta; lo había visto aquel día…
La construcción sobre la que reposaban sus pies le pareció de repente tan insustancial como la bruma. Se le ocurrió la idea de que se encontraba suspendido a gran distancia del suelo, sostenido solo por el aire y la lluvia.
Londres buceaba y giraba a su alrededor. Sus manos volaron hacia su cabeza mientras la ciudad se resquebrajaba como un espejo y los añicos caían desparramados, la silueta de la azotea se curvó, el techo entero se desplomó y Bellman con él, en una zambullida sobrecogedora. Temeroso ante el abismo del edificio, asustado por la rejilla que sostenía el panel de vidrio, cayó de rodillas presa de la impotencia. Desesperado por asirse a algo, sus dedos se aferraron a los bordes de las baldosas mientras el edificio se inclinaba violentamente. Apretó los ojos con fuerza, pero no le sirvió de nada: una gran caída se avecinaba. No había ni arriba ni abajo, solo caída; vomitó mientras caía, y el mundo giró y se sacudió con violencia a su alrededor. Cayó y cayó; una caída sin fin.
El cielo estaba negro.
Continuaba lloviendo.
Bellman oyó un graznido y comprendió que era él mismo.
Había un pájaro, un negro pájaro centenario, enterrado en los cimientos de su edificio.
Le dolían los dedos de apretarlos, y se echó a llorar.
En algún momento de la noche fue consciente de que aquello no funcionaría. Sintió en su pecho la presión de un cuerpo extraño. Estaba enfermo. Tendría que presentar su dimisión. Tendría que ir a ver a los comerciantes y decirles que había que encontrar un nuevo gerente.
Probó a mover una mano. Luego un pie. Gateó por la azotea hasta la trampilla. Mientras descendía los escalones de madera, temblando y gimoteando, se apoderaron de él oleadas de calor y frío. Pensó anhelante en las camas de las costureras, pero no, primero tenía que presentar su dimisión. Capas y capas de negrura arremetieron contra él por las escaleras y trajeron consigo el vértigo de nuevo. Tropezó y cayó más de una vez, agarrándose a las barandillas antes de reunir fuerzas para ponerse en pie y continuar avanzando. Llegar a la planta baja fue tan complicado como descender una montaña, y cuando abrió la cerradura para salir a Regent Street nadie lo hubiese reconocido como el hombre que había entrado poco antes.