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Los trabajadores hacían equilibrios encaramados a sus escaleras mientras colgaban lámparas de gas. Golpeaban los clavos sin piedad. Lijaban y retocaban la pintura alrededor de una ventana mal colocada por la que se había filtrado agua. Subían colchones desde la planta baja hasta el último piso del edificio para que las costureras tuvieran donde dormir. Se agachaban para marcar los puntos donde irían sujetas las varillas para las alfombras de las escaleras. Todo estaba lleno de gente y de materiales, y nadie era capaz de encontrar su gubia cuando la necesitaba. Fox era omnipresente en su afán por comprobar y dar el visto bueno a cada cosa.

Solo faltaban dos semanas para la gran inauguración de Bellman & Black. Había miles de cosas por hacer antes de ese día y estaban realizándolas todas a la vez.

Para acabar de redondear este caos, en la tienda había chicas. Aquel día se llevaban a cabo las entrevistas para los puestos de costurera. Al entrar por la puerta lateral se sumergían en un vestíbulo en el que atronaban el martilleo, el traqueteo, las comprobaciones, el trajín de herramientas de aquí para allá, el griterío y las palabrotas. El olor de pintura y barniz impregnaba el ambiente. Las chicas se arremangaban las faldas con cuidado para no mancharse de serrín y pintura. Un sorprendente número de obstáculos se cruzaban en sus caminos —alfombras enrolladas, tablones, pedazos de arquitrabes—, pero los hombres estaban más que dispuestos a agarrarlas por la cintura y ayudarlas a sortearlos. Los que trasladaban los colchones les hacían guiños llenos de promesas a una chica tras otra —«El colchón más blando para ti, bonita»—, pero la mayoría de ellas estaban demasiado concentradas en conseguir un trabajo para seguirles la corriente.

Una de ellas, tan hermosa y con un tipo tan atractivo como la que más, parecía pálida y vacilante. El ruido y el tumulto del trabajo la afectaban, así que estaba clavada en la entrada. Al ver que tenía que cruzar una planta entera llena de trabajadores, dio la impresión de querer dar media vuelta y marcharse por donde había venido, pero un carpintero, enternecido y bondadoso, se dirigió a ella:

—Es por ahí, señorita. Por aquella puerta.

Ella le dio las gracias, aunque lamentó interiormente su amabilidad: eso la obligaba a quedarse.

—¡No muerden! —le dijo el hombre, y ella le agradeció el comentario con una sonrisa casi imperceptible.

En medio de todo este ajetreo y flirteo se encontraba Bellman. Se paseaba enérgicamente por la tienda, una silueta de negro, y allí adonde iba lo acompañaba un halo sombrío. Los hombres a los que alcanzaba su aura trabajaban con más seriedad, sin el parloteo y las bromas que imperaban en cualquier otra zona del edificio. Ese ambiente alterado afectaba incluso a las chicas que lo rodeaban. No podían evitar mirarlo fijamente entre admiradas y alarmadas.

Tras verlo cruzar la primera planta y desaparecer —a través de una sólida pared de caoba—, la chica pálida se volvió hacia el hombre que la había ayudado.

—¿Ese es el señor Black?

—Ese es el señor Bellman, querida. Al señor Black aún no le hemos visto el pelo por aquí.

La muchacha se abrió paso hasta las oficinas donde se realizaban las entrevistas. La sección compartida de los oficinistas —todavía desprovista de escritorios— hacía las veces de sala de espera. Allí no había ningún hombre, solo una mujer con aspecto estirado que preguntaba el nombre de las recién llegadas y los comprobaba en una lista. Las costureras guardaban las formas. Sus dedos remetían con destreza los mechones rebeldes bajo sus sombreros. Aquello era un asunto serio. Bellman & Black ofrecía un buen sueldo.

Entonces se abrió una puerta al otro extremo de la sala y los susurros cesaron al aparecer una mujer de mediana edad con el más sencillo de los peinados. Iba vestida con inmaculada simplicidad, de riguroso negro, sin que la adornase otra cosa que la pulcritud; todas las costureras comprendieron enseguida qué se esperaba de ellas.

Su colega le tendió el folio con los nombres y ella llamó a la primera de la lista. Una de las chicas levantó una mano.

—Acompáñeme, por favor.

La puerta se cerró tras ellas y empezó la selección.

Bellman subió la escalera de servicio que llevaba a la segunda planta. El pasillo olía a pintura fresca, así que tuvo cuidado de no rozarse con las paredes. Al igual que el resto de la tienda, esa parte no estaba terminada: su escritorio se encontraba allí y ya lo había usado, pero no lo habían instalado en su ubicación definitiva; había cajas de material de oficina apiladas en un rincón; un inmenso tablero de corcho apoyado contra una pared; objetos rectangulares envueltos en papel y atados con cordones —¿cuadros para colgar?— rotulados con la palabra FRÁGIL.

Habían colocado las persianas a toda prisa la tarde anterior. Bellman las cerró casi por completo. En la penumbra, apartó un poco el tablero de corcho. Deslizó los dedos por los paneles de caoba, localizó el gancho para un cuadro y tiró. Un pedazo de madera se desencajó sin dificultad.

Colocó el ojo en la mirilla. Habían dispuesto la mesa de manera que podía ver a su excelente jefa de costura, la señorita Chalcraft, de lado y a las entrevistadas, casi de frente.

—¿En qué otros sitios ha trabajado? ¿Cuánto tiempo estuvo allí? ¿Puede enseñarme muestras de su trabajo? —preguntaba.

A medida que la entrevista avanzaba, Bellman se sacó el cuaderno del bolsillo. «Chica número 1», anotó. Escuchó las respuestas, analizó sus modales y su aspecto, y le puso un 7, que indicaba sus aptitudes generales para el trabajo. La tercera columna —habilidades técnicas— la dejó en blanco. La señorita Chalcraft se encargaría de puntuar ese aspecto. La cuarta columna le obligaba a dedicarle algo más de tiempo de reflexión. La cifra que apuntó pretendía reflejar una noción más escurridiza. Sus costureras no siempre trabajarían arriba, apartadas del público. En ocasiones se les pediría que fuesen a casa de algún cliente para tomar medidas y confeccionar trajes in situ, para vestir de luto en cuestión de pocos días a una familia entera y a los sirvientes. Para entrar en una casa durante un duelo y representar a la empresa, algunas de las chicas, como mínimo, debían tener algo especial, el toque distintivo de Bellman & Black. No todas serían capaces de tomar las medidas a un pecho que respingaba por el pesar, y prender con alfileres una pieza de crespón alrededor de una mujer desconsolada requería algo así como una tierna discreción. Era difícil de definir, pero Bellman reconocería esa cualidad cuando la tuviese delante. La señorita Chalcraft había recibido instrucciones para que formulase ciertas preguntas personales con el objeto de descubrir este factor vital. Para eso era aquella última columna, y la chica número 1 no tenía esa cualidad. Apuntó un simple cero.

Bellman era rápido a la hora de emitir juicios. No vacilaba. Las entrevistadas se sucedieron, y él garabateó números en las columnas. Mientras miraba y escuchaba, el resto de su cerebro se ocupaba de otras dificultades: el vidriero al que Fox había despedido tras ocasionar un destrozo carísimo se había vengado robándole a otro compañero sus herramientas; o eso decía, este último. Y el hombre que habían contratado para dirigir la sección de pedidos no se había presentado a trabajar ese día. ¿Qué sucedía? Sí, el edificio estaba bajo control, pero ahora era la gente la que daba problemas.

Algo atrajo su atención en la sala de entrevistas.

La chica número 9 estaba hablando.

—… tan repentino, que no me lo esperaba. Todo iba bien, y de repente…

Alzó una mano, un gesto implorante, como si llamase a alguien que se aleja, o como si tratase de retener algo que se le escapaba. Aunque no podía saber de la existencia de la mirilla, hizo aquel gesto en dirección a Bellman, y él tuvo la curiosa impresión de que la chica alargaba la mano hacia él. En su rostro se apreciaba una expresión de anhelo, como si todavía pudiesen devolverle a la persona que había perdido. Sus dedos se cerraron sobre el aire. Hubo una pausa silenciosa. Acto seguido, bajó el brazo y dejó la mano sobre el regazo, cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, su triste mirada se había reconciliado con su pérdida.

La excelente señorita Chalcraft dejó pasar unos instantes para transmitirle su solidaridad antes de preguntar:

—¿Puede enseñarme muestras de su trabajo?

Las dos mujeres inclinaron la cabeza sobre lo que la chica número 9 había llevado.

Bellman anotó algo y decidió hablar con el hombre que posiblemente había robado sus propias herramientas. No era la primera vez que se oía hablar de un trabajador que había vendido sus herramientas para pagarse unos tragos y luego declaraba que se las habían robado. Si él estaba presente, no persistiría en su mentira. Cuando se agachó para mirar de nuevo por la mirilla, tomaba asiento la chica número 10.

Tras las doce primeras entrevistas, entró en la sala por la puerta que conectaba ambos espacios. Conversó con su empleada y descubrió que estaban de acuerdo. Repasaron a las entrevistadas en el orden en que se habían presentado. A algunas las rechazaron con rapidez; la señorita Chalcraft tachó sus nombres con pulso firme. Otras fueron aceptadas con la misma resolución. «¿Sí?», preguntaba él; «Sí», respondía ella. Marcaba positivamente el nombre en el listado y la decisión estaba tomada. En algún punto no se ponían de acuerdo. Ella había visto las muestras, él no. Deliberaban, evaluaban, contrastaban, y en medio minuto la chica era tachada o aprobada.

—La número nueve —dijo la señorita Chalcraft—. Bueno, le he puesto un cinco en habilidades generales. No tiene experiencia en una empresa grande del estilo de Bellman & Black.

Él también le había dado un cinco.

—¿Y su trabajo?

—Muy pulcro. Pero si es capaz de trabajar a la velocidad que le pediremos o no…

La pluma de la jefa de costureras se balanceó, dispuesta a tacharla.

Bellman se dio cuenta de que se le había olvidado poner una nota a la cualidad que la haría apta para ser enviada a las casas de los dolientes. Alguien que desprendiese sin palabras el tipo de compasión conveniente, alguien cuya presencia reconfortase —o como mínimo no añadiese pesar— a los familiares del finado. Trató de recordar su aspecto —¿una chica fornida?, ¿rizos castaños, tal vez?— y no fue capaz.

Lo que sí recordaba era su mano medio levantada, la angustia, y su capacidad para mantener la compostura.

—Creo que le daremos una oportunidad —decidió.

La excelente señorita Chalcraft no mostró sorpresa alguna. Él era el patrón. Su lápiz se trasladó hacia la parte derecha de la hoja e hizo una marca de aceptación.