Durante más de doce meses, cerca de un centenar de hombres se habían dedicado a diario a la construcción del inmenso monstruo de Bellman. El esqueleto se había elevado gigantescamente desde el suelo, piedra a piedra. Manejando con tenacidad grandes láminas de cristal, los vidrieros encajaron una serie de ojos en las cavernosas cuencas de la criatura. A lo largo de la osamenta del edificio corrían arterias diseñadas para transportar la verdadera sangre de aquella empresa: dinero. Unas latas en las que se guardaría el dinero podrían introducirse en el interior de una concavidad en la pared, en cualquiera de los puntos de venta. Una vez se cerrase la portezuela del hueco, mediante un sistema neumático el pago saldría disparado hacia el departamento de contabilidad, en el corazón del establecimiento, donde los cajeros extenderían un recibo que se devolvería al cliente por el mismo conducto. Mientras tanto, el personal de la tienda podría continuar con sus tareas de compasión y consuelo, actividades que no casaban demasiado bien, en opinión de Bellman, con la manipulación de efectivo. Una segunda red de venas suministraba el gas necesario para iluminar el local. Los carpinteros revistieron los huesos y las arterias con una piel de paneles de caoba.
Bellman contempló el conjunto. Estaba satisfecho.
Llegó el día en que entraron en la tienda los encargados de las instalaciones. Suya era la responsabilidad de darle al monstruo el aspecto de una tienda: el abastecimiento de mostradores, estanterías, armarios, cajones, vitrinas expositoras y percheros en la planta de ventas al por menor; en el segundo piso, las oficinas con sus escritorios y sus archivadores; en el tercero, las mesas de las costureras; en las buhardillas, los diminutos dormitorios para las costureras; en la planta baja, los estantes y los puestos donde se preparaban los envíos, la zona de recepción y almacenamiento de la mercancía recién llegada, junto con otros despachos de la misma sección.
Aquel mismo día la actividad bullía frente al edificio. Una pequeña multitud de curiosos se había reunido para contemplar el espectáculo. Todas las miradas estaban clavadas en el toldo que se desplegaba desde la entrada principal. Un aire de expectación flotaba en el ambiente, como si se tratase de una escultura o de un monumento a punto de ser descubierto; aunque no esperaran ninguna sorpresa, dado que las ventanas de lo alto del establecimiento ya lucían el nombre de Bellman & Black.
Había tres hombres subidos a aquel armazón a dieciocho pies del suelo. Uno le hacía señas insistentes a los compañeros que le esperaban abajo y les gritaba: «¡Arriba! ¡Arriba! ¡Hacia mí! ¡Con fuerza!», mientras alzaban con un cabestrante un bulto pesado, protegido con almohadillas, envuelto y amarrado de manera que su verdadera forma solo podía intuirse; se balanceaba con serenidad colgando de las sogas, indiferente a la altura y la proximidad de las ventanas de cristal. Abajo, los hombres se afanaban alrededor de la polea; arriba, los brazos se estiraban para equilibrar el peso y guiar aquella cosa hacia el antepecho. Subieron un segundo fardo acolchado, y luego un tercero. A continuación se armó cierto revuelo sobre la plataforma del toldo. Había que soltar cuerdas, arrancar coberturas de tela, retirar el embalaje.
A Bellman le dolía el cuello de mirar hacia arriba. Concentrado en encontrar algo que le asentase el estómago, se sacudió unas briznas de paja que habían terminado en su abrigo.
A su lado, Fox era ahora quien gritaba:
—¡A la izquierda! Un poco más. ¡Ahí!
Y entonces el joven le preguntó:
—¿Qué le parece? ¿Ahí está bien?
Bellman miró hacia arriba. Los trabajadores, que al lado de la pieza central parecían enanos, se retiraron hacia el borde de la plataforma para que pudiesen ver bien, y ahí estaba. Su inicial y la de Black, unidas por las serpenteantes esposas que formaba el signo entre una y otra. La plata lanzaba destellos bajo el sol y la multitud estalló en aplausos.
Más ligero, le habían dicho. Menos sólido.
Esta vez estaba preparado.
—Sí, bien —le dijo a Fox con circunspección.
Algunos de los espectadores se habían fijado en él.
—Ese es el renombrado señor Bellman —oyó que comentaba alguien.
Y otra voz entre la gente:
—¿Y el señor Black dónde está?
Hizo una brusca seña de agradecimiento a los hombres subidos en el toldo y se apresuró hacia la entrada.
—¿No quiere ver cómo superponen la guirnalda? —lo interpeló Fox a su espalda. En un extremo de la plataforma esperaban aún unas cuantas cajas. Las había visto por la mañana. Contenían guirnaldas, motivos florales bañados en plata y unas hojas de hiedra doradas.
—Quédese usted a vigilarlo. Yo volveré cuando esté terminado.
Pero anduvo muy ocupado todo el día y no encontró el momento. No podía estar en todas partes a la vez. No es que hiciese falta. Cada trabajador sabía lo que hacía, y Fox estaba con ellos. En cualquier caso, se podía permitir dejar cosas para el día siguiente.