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Aquella noche, a las tres de la madrugada, las ligaduras de un enorme ampersand se enroscaron como sogas alrededor del cuello de Bellman, anudándolo con firmeza y apretando hasta dejarlo sin respiración. Cuando abrió los ojos en su cuarto de Londres, estaba jadeando y el corazón le latía desbocado como si realmente estuviese a punto de morir.

«Decirle bien clarito que se vuelva a su casa… ¿Qué le impide a usted negar que esa conversación tuviera lugar?» Por Dios, ¿de verdad se había permitido fantasear con algo así? ¿Y si Black oyese una conversación como aquella? ¿Y si se enterase de que Bellman estaba buscando maneras de romper su sociedad?

¿Qué clase de sociedad era aquella en la que había entrado a formar parte? ¿Estaba seguro de que Black estaba de su lado? De no ser así, habría elegido a otra persona a quien confiar su idea. Tenían un acuerdo, de eso estaba seguro. Bellman era un socio activo: él era quien se encargaba de lidiar con el mundo exterior, escribir cartas, celebrar reuniones, reclutar contratistas, negociar condiciones, pagar facturas; más adelante, sería él quien reclutaría costureras, dependientas y dependientes, quien organizaría los sistemas de trabajo, quien trataría con los comerciantes, se encargaría del día a día del negocio.

Black era… ¿cómo decirlo? Black no había llevado a cabo ninguna parte del trabajo; Fox estaba en lo cierto. No había puesto dinero. Parecía satisfecho dejando que Bellman se ocupara de todo. Si se miraba el caso con detenimiento, había que admitir que era difícil comprender el papel de Black en aquella empresa. Excepto por el detalle de que la idea había sido suya, y una idea rematadamente buena, desde luego. Los comerciantes no habían dudado en involucrarse en el negocio. El banco no necesitó que lo convenciesen para prestarles grandes sumas.

Puso cara de circunstancias. Su recuerdo de la noche en el cementerio se negaba obstinadamente a aparecer con nitidez, aunque sí tenía clara la sensación de que Black no era un hombre al que se pudiese engatusar con una botella de whisky. Solo con representarse la escena —«¡Me ha hecho usted un gran favor, amigo mío! ¡Tenga, aquí tiene una botella como gesto de agradecimiento!»— ya se sentía incómodo. Y en cuanto a la idea de un juicio, negarle a Black sus derechos… Se imaginaba los ojos de Black, defendiendo su testimonio, clavados de manera implacable en él desde el estrado. Los ojos atravesaron el tiempo y el espacio, la pared de su dormitorio, y lo clavaron aterrorizado en su colchón. Era un individuo afable y jovial, sí, pero al mismo tiempo, ¿acaso no era poderoso? ¿Y hasta amenazador?

Pero ¿qué quería Black?

Bellman se levantó de la cama. Redactaría un contrato allí mismo, en ese preciso instante, esa noche. Si aquel hombre aparecía en algún momento —y terminaría apareciendo—, podría abrir un cajón, sacar el documento y decirle: «¿Dónde ha estado, Black, querido amigo? Más vale tarde que nunca, ¿verdad? Este contrato lleva esperándole desde hace mucho, y entretanto le he hecho rico». Con eso bastaría.

Se sentó tras su mesa en camisa de dormir y comenzó a escribir. Era un contrato bastante común; llevaba redactados y firmados los suficientes para saber lo que estaba haciendo. Podía dejar un espacio en blanco para rellenar con el porcentaje exacto más adelante, cuando hubiese hecho sus cálculos, pero lo principal era puntualizar las cláusulas y las condiciones.

Por algún motivo, cuando llevaba escritas unas cuantas líneas no acabó de verlo claro. Sobre el papel, las palabras parecían inadecuadas, no resultaban convincentes. Carecían de su habitual solidez.

Tal vez debería servirse de un abogado para abordar aquel asunto.

Aquella idea no se sostuvo ni tres segundos. Desde luego, había sido peculiar, la manera en que se había desarrollado todo; la situación era poco ortodoxa. Cuando se la había relatado a Fox se las había arreglado para dejar algunos detalles a la sombra, sin explicar, pero un abogado no se conformaría con eso. Sería —Bellman se estremeció— embarazoso.

Leyó lo que había escrito, luego rompió el papel en pedacitos y los tiró en la papelera. Tenía que haber una manera de formularlo mejor. Lo haría al día siguiente, cuando estuviese despejado.