Bellman no perdió de vista el proceso de construcción de su tienda. Entre visitas al norte, al sur, al este y al oeste, se presentaba en Londres para comprobar los progresos de su establecimiento.
Tenía un despacho en la ciudad, lo bastante cerca del edificio para ver crecer el local desde su ventana, piedra a piedra desde el suelo. Allí tenían lugar las entrevistas para determinar los puestos de mayor categoría de la empresa. Había encontrado a un individuo excelente para ser su mano derecha; se llamaba Verney. Tenía las mismas manos suaves y blancas de aquel contratista que su arquitecto le recomendó y que él rechazó. Cuando realizaba algún cálculo aritmético mentalmente, sus dedos carnosos se entregaban a una suerte de ballet velocísimo, las puntas de los dedos saltaban rebotando unas contra otras en una fascinante muestra de prestidigitación hasta que al llegar a la solución, se frotaba las manos y apuntaba la respuesta con premura. No; en un hombre de números esa premura no era un defecto, así que Bellman le ofreció el empleo y ya le estaba pagando, a pesar de que de momento no podía funcionar a pleno rendimiento.
Aquel día era Fox quien había ido a verle. Se encontraban a menudo cuando estaba en Londres para charlar sobre tareas venideras, horarios, problemas… El tema principal en ese momento eran las puertas.
Un minuto antes de la hora que habían fijado para su reunión, vio llegar al joven por el solar. Caminaba hacia la oficina con un paso enérgico que sin darse cuenta había copiado del propio Bellman.
—¡Pase! ¿Cómo va todo de momento? ¿Estará listo para el quince de mayo?
Bellman siempre comenzaba así.
—Todo estará a punto el quince de mayo, descuide. Le hemos enviado el diseño de las puertas de entrada al señor Deakin. Él le dará el trabajo a su mejor hombre. Las puertas laterales y las de la parte de atrás están en manos de su equipo.
Bellman asintió.
—Hoy quiero darle instrucciones sobre las puertas internas. Quiero que piense en nuestro establecimiento como si se tratase de un teatro, nada de lo que suceda fuera del escenario debe distraer a los clientes. ¿Ya tiene apuntado el revestimiento de corcho de los pasillos?
—Lo tenemos ya en el almacén. ¿Las puertas las forramos también con corcho por el otro lado? No lo terminamos de decidir el otro día.
—Quedarán más aisladas que con fieltro. Hágalo así. Hay que tener en cuenta otras cosas, aparte del ruido. El almacén debe reabastecerse de manera casi invisible. Los empleados tienen que entrar y salir de la planta con total discreción. Las puertas que median entre los pasadizos del personal y las plantas de la tienda no deben parecer puertas, a primera vista, sino parte de los paneles de las paredes. Yo lo veo así: los bordes de cada hoja deberían quedar integrados en la parte sombreada del relieve de manera que no se aprecie ninguna hendidura en la pared.
—¿Pomos?
Bellman negó con la cabeza.
—Un picaporte esférico que se abra empujando tanto desde un lado como del otro. El personal debe entrar y salir sin hacer el menor ruido y pasando completamente desapercibido.
Fox asintió mientras apuntaba las instrucciones en un cuaderno forrado que había adquirido del mismo proveedor al que su patrón le compraba los suyos. El lápiz con el que escribía era uno que le había dado Bellman.
—Delo por hecho.
—¿Está usted seguro de que el edificio estará terminado para el quince de mayo?
Fox sonrió.
—Si quiere puedo tenerlo para el catorce, incluso.
Esto sobresaltó a Bellman.
—¿Sería usted capaz?
Fox había respondido demasiado a la ligera. Solo era un chiste. Se había olvidado de que Bellman no tenía sentido del humor. Pero, como era joven, ambicioso y le atraía el reto, no pudo evitar responder:
—Por supuesto.
Después de comer se pasaron media hora en una berlina hasta llegar a un patio; luego entraron en una sala impregnada de la fragancia de cedros y pinos y alfombrada por las virutas de los retoños, que crujían al pisarlas. De la pared pendían una ristra de gubias y cinceles dispuestos meticulosamente. El tallador, con la cabeza rapada al cero, se inclinó sobre su trabajo concentrándose.
—El mejor de Londres —murmuró Fox, y después, más alto, al levantar la vista el hombre para saludarlos—: Señor Geoffroys, este es el señor Bellman. Viene a ver cómo avanza el pedido.
El tallador devolvió la gubia a su sitio.
—Dos de los elementos más grandes están acabados.
Los invitó a seguirlo hasta la parte trasera del taller, donde había dos bultos apoyados contra la pared. Las barrocas letras B eran idénticas y más altas que un hombre.
Bellman y Fox deslizaron los dedos por las curvas, admirando la finura del labrado, la gracia de las florituras y la precisión con que estaban unidas las junturas.
—Una vez revestidas de chapa, las junturas serán casi invisibles —le dijo el señor Geoffroys a Bellman—. Y mire aquí —sartas de hojas de hiedra labradas y lirios en acabado de madera—, estas piezas encajarán unas con otras para formar un ornamento.
Bellman no podía estar más satisfecho. Era un buen trabajo de artesanía, las letras eran majestuosas, una vez las hubieran bañado en plata serían incluso más impresionantes; el adorno sería exquisito.
—Parece casi terminado… ¿Qué le falta?
—El signo.
—¿El sino de quién?
—El signo. El ampersand, creo que lo llaman ustedes. Entre las dos letras. Venga a verlo.
Se dirigieron a la zona de trabajo. El bloque de madera estaba bien asegurado con abrazaderas, tallado con tosquedad por los bordes y la base, marcado ligeramente con lápiz; comenzaba a tomar forma por la parte de arriba. El tallador escogió una gubia y la pasó por la madera. Subido a una plataforma para colocarse a la altura adecuada, trasladó el peso a un pie, se apoyó sobre la herramienta con un control meticuloso. El movimiento no lo originó su brazo, sino su cuerpo entero, y una cepilladura de madera se desprendió como si fuese una viruta de mantequilla. Repitió el movimiento con minúsculas modificaciones una y otra vez, y el contorno se redondeó.
&. El símbolo que indicaba una relación comercial. La forma que ligaba una B con la otra. La conexión. El vínculo.
Una súbita e inesperada punzada de duda se abrió paso entre sus pensamientos. Ladeó la cabeza y volvió a mirar la pieza. ¿Estaba bien, realmente?
—¿No les parece que va a ser demasiado…?
Fox pareció alarmarse.
—¿Demasiado…?
El señor Geoffroys dejó de tallar, y ambos le miraron.
¿Qué era? Bellman sintió una opresión en el pecho y la boca se le secó. ¿Le estaba subiendo la temperatura?
Como su patrón no se explicaba, Fox intervino:
—Si no está a su gusto, podemos rehacerla. Veamos… —Llevaba el diseño original. Lo desplegó y lo alisó con la mano. Lo comparó con los bocetos y las medidas que se le habían proporcionado al tallador—. Todo está como se había proyectado (el signo de la misma altura que las iniciales), aunque, por supuesto, si al verlo realizado le parece que las proporciones no son las adecuadas… Ahora mismo está incompleto, así que da una impresión de solidez que quedará aligerada una vez terminado. Y los ornamentos aligerarán a su vez el efecto. Parecerá menos… mmm… de madera.
—Sí. Menos… Sí.
Hubo un momento de incertidumbre. El señor Geoffroys miraba a Fox, que a su vez miraba a Bellman, que miraba el signo surgiendo de un bloque de roble.
Una vez finalizado sería menos sólido. Adornado sería más ligero.
Bellman se tiró un poco del cuello de la camisa y tragó saliva, incómodo.
—Evidentemente, si le preocupa, podemos volver a empezar. Incluso podemos aprovechar en parte los que ya están acabados…
—No. Adelante. Está bien.
Dieron media vuelta para marcharse.
—¿Estará listo a mediados de la semana que viene, entonces? —le preguntó Fox al señor Geoffroys, que asintió mientras se alejaban y le dijo a Bellman algo que no alcanzó a comprender.
—A una fonda, por favor —le ordenó al cochero.
—Es el serrín. Le deja a uno la garganta seca del todo. No ha entendido lo que le decía el señor Geoffroys, ¿verdad?
—¿Cómo? No.
—Le ha dicho: «Adiós, señor Black». Es curioso, ¿no le parece? Imagino que debe de sucederle cada dos por tres.
Fox notó que Bellman estaba extrañamente callado mientras tomaban una copa en la fonda y luego en el camino de vuelta a Regent Street. Parecía que meditase sobre un problema insoluble. No era propio de él mostrarse abstraído, indeciso o errático. Su resolución y energía características se le habían borrado del rostro, y la expresión que había aparecido debajo era casi irreconocible. ¿Qué sería? ¿Temor? ¿Angustia? ¿Desesperación?
—¿Está usted bien? —le preguntó vacilante.
Bellman no respondió. Con los ojos fijos a media distancia, daba la impresión de estar a muchas millas de allí, así que a Fox le pilló por completo desprevenido cuando de repente se puso a hablar.
—Ahora hace un par de años tuve una charla con un tipo. Apenas lo conocía, no nos habían presentado formalmente. Es el que me metió en esto. El negocio de los artículos funerarios y para el luto. Fue capaz de descubrir la oportunidad.
Clavó la mirada en los ojos de Fox, que dijo:
—¿Y bien?
Bellman puso cara de circunstancias y se rascó la cabeza.
—Da que pensar, ¿no cree? Si le diese por aparecer, pidiendo…
—¿Reclamando parte del negocio?
—Por ejemplo.
Fox se quedó un instante pensativo. No era abogado, pero había firmado unos cuantos contratos a lo largo de su vida.
—Dice que solo fue una conversación, ¿no? No se reunieron con la intención de hablar de negocios.
—¡No, no! Nos encontramos de pura casualidad, de hecho.
—¿No le planteó una serie de cláusulas y condiciones ni le pidió que firmasen nada?
Bellman negó con la cabeza.
—Bueno, entonces no tiene nada a lo que agarrarse.
—¿De verdad?
—¡Por supuesto! Una cosa es tener ideas y otra muy distinta es llevarlas a cabo. ¿En qué le ha ayudado él a usted desde entonces?
—En nada. No he vuelto a verlo.
—Bueno. Un abogado no se lo tomaría en serio. ¿Quién es ese individuo para decir que no fue idea de usted, en cualquier caso? Usted ya estaba en el negocio de la producción. Tenía los contactos. Los inversores. Usted es quien le ha dedicado horas a esto.
Bellman hizo una mueca.
—Sin embargo, si fue idea suya…
—¡Ideas! Yo tengo cientos cada día. Mientras no les dedique un poco de tiempo y esfuerzo no valen nada. —Se le ocurrió algo de repente—: ¿Hay algún testigo de aquella conversación?
—No había nadie más que nosotros.
—No vuelva a pensar en ello. Si resulta que aparece pidiéndole que le eche unas moneditas en el plato lo mismo puede usted agasajarlo con una cena por todo lo alto y una botella de brandy que decirle bien clarito que se vuelva a su casa, dependiendo de lo razonable que se muestre. Si pretende llevarle a juicio, deje que lo haga. ¿Qué le impide a usted negar que esa conversación tuviera lugar?
Bellman pareció medio convencido.
—Sin embargo, ahora lo sabe usted.
Fox le guiñó un ojo.
—No he oído nada de lo que me ha dicho durante los últimos diez minutos.
Una vez de vuelta a Regent Street, el ralentizarse del carro, el abrirse la portezuela al estruendo del solar en construcción, reanimaron a Bellman. Saltó del vehículo con renovado vigor y dio una palmada resuelta.
—Muy bien. ¿Cuántos carpinteros tenemos hoy? ¿Veinte? Vamos a ver qué aspecto tiene esa caoba.
Bueno, pensó Fox. Por el momento lo ha olvidado. Ocupémonos de otra cosa.