Faltaban quince meses para que el establecimiento estuviese terminado: doce para la obra y tres para colocar cada artículo en su sitio. Bellman sabía que a Fox se le podía dejar al cargo de la supervisión de la construcción durante las semanas restantes. Eso estaba bien. Significaba que él podría encargarse de lo demás.
Había ampliado su propia fábrica, pero ni siquiera una fábrica tan grande como la suya podía suministrar la cantidad de tela que necesitaría un establecimiento del tamaño de Bellman & Black. Así que recorrió cientos de millas a caballo y se tragó otros tantos baches del camino viajando en carruaje.
En Escocia se dedicó a inspeccionar tweed negro turba y cachemiras. En los muelles de Portsmouth y Southampton abrió cajas de seda extranjera, acarició entre sus dedos los pliegues, extendió el paño para calcular el peso, el tejido y la opacidad. Fue a Spitalfields y más allá, hasta Norwich, buscando el crespón más mate que pudiera conseguirse, el que absorbiera mejor la luz. Visitó las fábricas de Gales, Lancashire y Yorkshire, recorrió incansable el país de una punta a la otra, buscando bombasí, paramatta, seda para el luto, merino, lana de Barèges, granadina y barathea.
«Enséñeme sus telas negras», anunciaba al llegar. Siempre examinaba los negros primero. Así vaciaba el ojo y la mente de las impresiones anteriores, aclaraba su paleta visual. Su mirada era la de un experto, podía detectar un toque de verde en esta pieza, una tendencia al azul en esa otra, un tinte violáceo en aquella. Nada de lo que preocuparse desde el punto de vista comercial: tenía que existir un negro para cada constitución, un negro para gente rubia y otro para gente morena; los pelirrojos necesitaban un tipo de negro especial… De vez en cuando se topaba con lo que él llamaba un negro verdadero. Eran difíciles de encontrar. La mayoría no sabría distinguirlos, pero Bellman se perdía unos minutos en sus profundidades antes de encargar tantas yardas como pudiesen servirle.
Si los negros le satisfacían, iba a ver lo que podía suministrarle el sastre en materia de tela para los períodos de la mitad y el final del duelo. Así que en cada una de esas visitas se veía sumido en el luto más absoluto antes de pasar a tonos medios que iban del gris más oscuro al más pálido, hasta emerger finalmente entre los malvas y morados de los últimos días de duelo.
Bellman terminó siendo ajeno al color. Cuando miraba a través de la ventana del carro mientras iba de una fábrica a otra, se sorprendía pensando que el exuberante verde de la hierba rozaba casi lo indecente y que el azul del cielo de verano le resultaba vulgar. Por otro lado, era capaz de apreciar un sinfín de matices de sentimientos de solemnidad y ternura en un paisaje nublado de noviembre, y en un cielo de medianoche ahora contemplaba una belleza que ninguna tela podía igualar, aunque él estaba removiendo cielo y tierra para encontrar una que se le acercase.
Le enviaba sin parar a la señora Lane paquetes de muestras con instrucciones detalladas: «Estos doce retales hay que cortarlos por la mitad cada uno y colgar unas mitades en una ventana orientada hacia el sur y guardar las otras en un cajón; pasado un mes, habrá que juntar ambas mitades y compararlas para calcular el deterioro producido por el sol». O: «Hay que lavar, secar y planchar cincuenta veces una mitad y compararla después con su gemela para comprobar en qué grado se ha desvaído el color». La señora Lane rezongaba, hasta que terminó escribiéndole una carta quejándose. ¿Acaso creía que no tenía suficiente con ocuparse de Dora y de las tareas domésticas? Así que Bellman contrató a una chica, a quien le pareció una bicoca que le pagasen por restregar con jabón pedazos de tela en la tabla de lavar con todas sus energías y volver a empezar en cuanto se secaban.
En el norte había un tintorero cuyo tinte negro gozaba de una inigualable reputación. No tardaría mucho en jubilarse y no tenía hijos a quienes transmitir sus secretos. Se le ofreció un gran incentivo para que revelase sus conocimientos sobre el negro. El hombre accedió, pero cuando Bellman se presentó allí para aprender su secreto, pudo más la inveterada reserva del tintorero y se mostró reticente a contarle nada. Bellman le enseñó su cartera para refrescarle la memoria, pero el otro negó con la cabeza.
—¿De qué me sirve ahora el dinero, eh? Con lo viejo que soy no me dará tiempo a gastarlo.
¡Tanto esfuerzo para nada! Pero, de repente, a Bellman se le ocurrió algo.
—Entonces un funeral. Seis caballos, dos plañideras silentes y un ángel en su tumba.
El hombre le contó todo lo que quería saber.
—Haematoxylum campechianum, también conocido como «palo de Campeche». Se puede comprar en cualquier sitio, pero por mi experiencia el mejor lo trae un hombre de México…
Desde allí, Bellman salió en dirección a la costa sur y se reunió con el capitán de un barco que se dirigía a Sudamérica.
—Hay un hombre en Yucatán a quien quiero comprarle todo el palo de Campeche que tenga. No debe suministrárselo a nadie más. Quiero que me lo traiga, y con la indicación expresa de que no lo mezcle con ningún otro tipo de palo de Campeche. —Anotó algunas cifras en un papel—. Esto es lo que le pagaré a usted. Y esto lo que le pagaré a él.
El hombre leyó el papel.
—Va a hacerse rico.
—Todos nos haremos ricos.
No todo eran telas y palos de Campeche. En Whitby, Bellman observó cómo unos trabajadores jóvenes descendían atados con sogas por los escarpados acantilados de pizarra hasta la veta de azabache. Suspendidos sobre las olas, los hombres martilleaban y picaban para extraer el mineral. De la costa fue al centro de la ciudad, donde visitó a diversos talladores, seleccionados de entre los mejores, y les pidió que consiguieran ayudantes y aprendices y encargasen anillos, broches, medallones y collares, pendientes, complementos para el pelo. Pidió abalorios a centenares: sencillos y facetados, grabados y pulidos, cuentas de todas las formas y tamaños para coserlas en vestidos, sombreros, mangas y bolsos, desde donde resplandecerían a la luz y lanzarían oscuros destellos. Un negro insondable para la primera fase del duelo, desde luego, pero después de eso, ¿por qué no podía ser el negro tan brillante como otro color?
A lo largo de las semanas y los meses, Bellman descubrió una gran variedad de lugares de trabajo. Estaba el estudio del sombrerero, el taller del zapatero, las instalaciones de techo bajo del fabricante de parasoles y paraguas. Negoció precios por todo Londres en las casas de encuadernación por cuadernos y diarios forrados en tela y cuero de todos los tonos de negro y gris posibles, en los que los dolientes podrían dejar escritos para la posteridad el relato de los últimos días, las palabras piadosas y las visiones divinas de los seres que habían fallecido. Subió las escaleras hasta un cuarto protegido de la humedad donde se exponían, desplegados, papeles de diversas densidades, características y tamaños, todos con bordes negros, desde los de un cuarto hasta los de un octavo de pulgada de grosor. Hizo el pedido más grande que aquella empresa había recibido con el fin de que un número infinito de viudas y niños, si bien no todavía dolientes, pudiesen informar a su círculo de las muertes que estaban a punto de tener lugar. Envuelto en un hedor de aceite y tinta se embadurnó los dedos al toquetear los mecanismos de la imprenta. «¿Productividad?» quiso saber. «¿Mantenimiento?» A lo que quería llegar era a lo siguiente: ¿le sería posible entregar papel con membrete a todo Londres con un margen de cuatro horas como máximo? Cuando obtuvo la respuesta que quería oír, encargó una imprenta.
«¿Siete meses de espera? Demasiado tiempo.»
Sobornó al fabricante para saltarse la cola.
Ataúdes, evidentemente, Bellman deslizó un dedo por las suaves piezas acabadas en decenas de ebanisterías distintas. ¿Cuánto roble les queda en el almacén? ¿Y olmo? ¿Y caoba? ¿Dónde aclimatan la madera? ¿Durante cuánto tiempo? Examinó las vetas en los almacenes, observó sus nudos, deformaciones y otras irregularidades. Cuando hubo encontrado los mejores de Londres en cien millas a la redonda, extendió contratos. «Les pagaré el precio más alto, pero ustedes no pueden venderle a nadie más. A nadie, ténganlo en cuenta.»
Bellman se concentró a continuación en su catálogo. Puso anuncios en las escuelas de arte para que los alumnos hiciesen dibujos, y una serie de jóvenes se presentaron en su oficina con sus carpetas. Él hojeó los bocetos de ruinas antiguas, estatuas clásicas con los pechos al aire y sin brazos, fragmentos arquitectónicos. Buscaba habilidad para comunicar muchísima información en un espacio reducido, con precisión y claridad. Después de eso, se trataba de decidir quién era capaz de trabajar más rápido y en quién se podía confiar.
Empleó a un trío de artistas que cumplían tales requisitos. Los estudiantes se pasaban las tardes y las noches de los domingos dibujando al detalle una serie de más de doscientos ataúdes y ornamentos funerarios de diferentes estilos. Los ataúdes podían ir forrados, sin forro, o revestidos de metal; con asas y blasones en cobre o plata, sencillos o con varios grados de ornamentación; forrados de seda, terciopelo o satén, bordados o no; embellecida la tapa con placas grabadas con lirios, hiedra o la serpiente eterna.
Dos hermanas escribanas de dedos largos y sonrisas misteriosas redactaban profusas descripciones de estos artículos funerarios para acompañar a los dibujos. En una sección aparte del catálogo se repetían ciertos dibujos con delicadas modificaciones y añadidos, adecuándolos a los ataúdes para niños. Aquí brillaban especialmente las hermanas grises; sus sonrisas eran incluso más enigmáticas cuando entregaban la copia de su texto. Todos aquellos dibujos y esquelas los imprimió Bellman en el papel de mejor calidad y obtuvo unos catálogos que eran un dechado de gravedad y belleza en sí mismos.
Colocó los precios en una hoja aparte, introducida en un bolsillo en el interior de la contracubierta, como si se tratase de un pensamiento de última hora.
A veces Bellman se sorprendía a sí mismo.
¡Soy capaz de quedarme dormido en cualquier sitio!, pensaba mientras se daba la vuelta una vez más y recolocaba las sábanas que de nuevo le tapaban por completo.
Era cierto. Durante sus largos viajes se hospedaba en posadas de carretera donde disponía de un camastro de paja y dormía como un perrito faldero en una almohada de seda. En la casa que había comprado en Londres las juergas callejeras no le molestaban. Tan extenuado estaba su cerebro que podía cerrar los ojos y quedarse frito incluso en un carro en medio de una carretera llena de baches y socavones.
Solo en Whittingford, en su propia cama, le era imposible dormir.
Tenía la costumbre de tumbarse sobre su lado izquierdo. En los viejos tiempos, eso significaba que Rose estaba a su espalda. Oía el latido de su corazón durante la noche. A veces, cuando se le apretujaba en busca de calor, su mano lo desvelaba ligeramente. Ahora que estaba muerta, el espacio a su espalda estaba animado por su ausencia.
Había intentado dormir del lado derecho y boca arriba. Trató de dormir en el otro extremo de la cama. Trasladó la cama a otro dormitorio y se compró una nueva. Cambió de dormitorio. Nada funcionó. La cama le acariciaba la espalda con sus dedos, la sábana lo abrazaba, cada corriente era un suspiro de ella.
No le sentaba bien. Se levantó y se dirigió hacia la ventana para mirar. El cielo estaba oscuro casi por completo, pero un pedacito de luna iluminaba el chapitel de la iglesia. En una noche como esa, hace tiempo, él se encontraba en el cementerio de la iglesia, charlando con Black, las oscuras siluetas de los tejos alrededor y las fosas recién cavadas a la espera. Una de esas fosas había estado destinada a Dora, reflexionó.
Recorriendo de aquí para allá el país en coche y en tren, un día en Londres y cien millas más allá al siguiente, era fácil mantener sus pensamientos en orden; pero en Whittingford, con aquel chapitel clavándose en la luna, las cavilaciones que prefería mantener separadas tenían tendencia a encontrarse unas con otras.
Había hecho un pacto con Black y Dora había sobrevivido.
La posibilidad de que aquellos dos acontecimientos estuviesen relacionados lo atormentaba. En la época en que Dora se recuperó se encontraba en un estado de profunda aflicción, y la actividad de su mente no podía describirse precisamente como racional. Lo reconocía. Más tarde, el alivio que sintió no le permitió ocuparse demasiado de sus pensamientos. Luego había tenido que pensar en Bellman & Black.
En noches como aquella, las cosas que pudiera haber pensado entonces regresaban para atormentarlo. Había hecho un trato con Black, y su hija le había sido devuelta cuando estaba al borde de la muerte. Ahora que aquella asociación con la muerte tenía un carácter profesional, quería pensar que se beneficiaría de ciertas ventajas derivadas y, en mitad de la noche, su mente le propuso que la supervivencia de su hija fuera una de ellas. Aunque solo había que verla —su fragilidad, su lento avance de un cuarto a otro, apoyándose en un bastón, la pieza de tela con lazos que llevaba para cubrir su cuero cabelludo— para sospechar que la muerte no se había retirado, sino que estaba tomándose su tiempo.
¿Cuál era el trato? Había intentado recordar a qué acuerdo habían llegado en más de una ocasión, pero ¿era posible que su incapacidad para recordarlo se debiera a que no habían acordado nada? ¿Y si aquella oportunidad se le había dado y se le había concedido esa bendición sin que se llegase a ningún acuerdo? Lo más probable es que pudiesen arrebatarle la bendición en cuanto lo deseasen. Aquella segunda oportunidad se le retiraría sin previo aviso. Sin un contrato, no podía saber qué requisitos debía cumplir…
Bellman apartó la cara de la ventana y corrió las cortinas. No le gustaba que la luna curioseara en el interior de su casa, señalando qué era lo que apreciaba en ella y mostrando dónde estaba su tesoro. Mejor ocultar el amor que sentía por su hija, mejor relegarlo a las sombras que anunciarlo a los cuatro vientos. Tal vez era preferible para todos los implicados que se mantuviese alejado. Igual que el pájaro que aleja a los depredadores del nido haciendo un llamativo despliegue a gran distancia de este, él protegería a su hija poniendo tierra de por medio. Cuanto mayor fuese el éxito de Bellman & Black, más a salvo estaría ella.