6

Un lluvioso día de febrero, Bellman contemplaba el solar bajo un cielo cargado de nubarrones. Los edificios en ruinas del día anterior habían desaparecido, derruidos, y un centenar de palas habían abierto aquel vasto cráter en el suelo de Londres. En aquel momento no se veía ninguna pala: imposible trabajar con aquel temporal. El agua se estancaba pulgada a pulgada en el fondo del socavón, y las gotas de lluvia caían con tal pesadez e insistencia que el chapoteo y las salpicaduras del agua eran continuos. La lluvia le empapaba el pelo y el cuero cabelludo, y oscurecía su abrigo. El agua de los charcos se le filtraba en los zapatos a través de las costuras. Todo bicho viviente que contara con un refugio se había retirado a él, así que Bellman estaba solo en su contemplación… sin contar a un grajo solitario en un tejado, indiferente a la lluvia, que paseaba la mirada del hombre al solar con un aire de leve curiosidad.

Un día que inspiraría tristeza a cualquiera menos a Bellman. Otro, más poético o caprichoso, tal vez habría visto una violenta cuchillada en la superficie de la tierra, la tumba de un gigante, una fosa común para miles de muertos, pero los ojos de Bellman estaban calibrados de otra manera. Lo que él contemplaba era el futuro: no veía un foso, sino un palacio. El nuevo y más gigantesco establecimiento de pompas fúnebres de todo Londres.

Conocía el futuro edificio mejor que cualquier otra persona, dado que era el fruto de su imaginación. El aire húmedo se solidificó ante sus ojos como un bloque tangible, cinco plantas de altura y el doble a lo ancho. Las ordenadas hileras de ventanas simétricas le tomaron prestado su espejeo a la lluvia y, en medio de cada una, la neblina se fundió obedientemente en forma de pilastras coronadas por capiteles corintios. El ojo de Bellman conjuró cornisas y saledizos, dinteles y parteluces en medio de la nada, y estudió sus detalles con una atención tan profunda como si el edificio se hubiese materializado allí mismo. Recorrió con la mirada las paredes acristaladas con sus paneles reflectantes en negro y plata, y se detuvo en la gran entrada abierta en medio de la fachada. Algunos escalones, la puerta de doble hoja en madera de roble con su chapa metálica en la parte inferior y una aldaba decorativa. Aquellas puertas tendrían la altura de dos hombres, uno subido a hombros del otro. Sobre esta entrada sobresaldría un toldo que haría las veces de porche y serviría de refugio contra el mal tiempo, un espacio en el que pararse a sacudir el paraguas o para que la gente nerviosa o indecisa se recompusiese antes de entrar.

Los ojos de Bellman subieron por el toldo y se entrecerraron. En lo alto colocarían una inmensa insignia, profusamente labrada y bañada en oro. En ella se leería el nombre de la tienda. Escrutó y se quedó contrariado, porque aquel punto, a veinte pies del suelo y en el centro exacto de su proyecto, no se reveló sino como un borrón nebuloso flotando en el aire húmedo.

¿Cómo se llamaría la tienda?

No lo sabía.

No es que no hubiese pensado en el asunto, ni mucho menos. De hecho, había consultado al respecto con Critchlow y los otros comerciantes días atrás, pero ninguno había querido ponerle su nombre a la tienda. Tras casar a sus hijas con hombres respetables y pobres, ahora tenían la intención de casar a sus nietas con gente de mayor posición. Para el éxito de tal empresa debían ocultar los orígenes de la riqueza que habían acumulado, ya que, como es bien sabido, la pureza del oro siempre es mayor cuando no es fruto del esfuerzo. Había que dar la impresión de que las riquezas de uno brotaban de su noble naturaleza con la misma naturalidad y espontaneidad con que el agua surge de la tierra.

—No. Mejor que la tienda se llame Bellman.

¿Por qué dudaba? Él no tenía problema en darle su nombre al negocio. La idea de una gran boda para Dora no se le pasaba por la cabeza. Tampoco lo retenía la modestia. Era algo que permanecía incompleto, y aquel día en que la lluvia había disuelto toda obligación y actividad a su alrededor para dejar solo aquella bruma era tan bueno como cualquier otro para completarlo.

Allí, frente al espejismo de su tienda, los pensamientos de Bellman se dirigieron hacia el hombre de negro.

¿No era extraño que hubiese dejado de lado el asunto de Black durante tanto tiempo? Llevaba casi un año trabajando en el proyecto. Lo había desarrollado desde que era una abstracción hasta convertirlo en una realidad financiera, luego lo había acompañado en los primeros pasos de su existencia legal. Este aspecto del proyecto había requerido largas y delicadas negociaciones que habían consumido meses y meses; la compra del terreno no había sido sencilla; los arquitectos se habían negado tercamente a comprender lo que quería (por Dios, ¡si casi había terminado dibujando los planos él mismo!); había sido necesario reclutar contratistas, más negociaciones, más contactos… Noche tras noche se había sentado junto a la luz de la vela buscando la solución a problemas que otros juzgaban irresolubles. En todo aquel tiempo no había pensado demasiado detenidamente ni a menudo en Black, y con franqueza, ¿qué había de raro en eso? Su diario estaba lleno a rebosar. Cada una de las horas, de la mañana a la noche, estaban ocupadas de antemano, días y semanas futuras. Saltaba de reunión en reunión, de decisión en decisión, sin apenas detenerse para recuperar el aliento. Nunca comía sin compañía ni sin estar rodeado de papeles y con su cuaderno al lado. Reservaba el momento de cepillarse los dientes por la mañana para reflexionar sobre las pequeñas dificultades. La hora del baño era la ocasión de concentrarse en problemas más peliagudos que podía solventar mientras el vapor se elevaba del agua.

Cuando surgían problemas que no se dejaban dividir en componentes, ni expresarse en tablas o ser calculados de modo que arrojasen una solución concisa, tenía la costumbre de relegarlos a una categoría que señalaba como «pérdida de tiempo». Y eso era algo que no podía permitirse. Una de las claves principales del éxito, según él, era reconocer la diferencia entre problemas que uno puede resolver y problemas que uno no puede resolver. Se había dado cuenta de que mucha gente dedica demasiado tiempo a preocuparse por asuntos que no está en su mano modificar. Si concentrasen toda esa energía en cosas sobre las que sí pueden ejercer influencia, sus vidas serían bien distintas. Bellman abogaba por concentrarse en aquellas cuestiones en las que había posibilidades de obtener un resultado. Cada minuto de su jornada se consagraba activamente a perseguir un beneficio u otro, y durante meses y hasta aquel momento, no había quedado claro que le beneficiase de ninguna manera pensar en Black, así que había ido a parar a la categoría de «improductivo», y allí estaba.

Ahora la idea de Black estaba a punto de materializarse. En cuanto el temporal escampase, emprenderían la construcción. De manera natural, el problema de Black comenzó a aparecérsele bajo una luz más apremiante. Le preocupaba que el recuerdo de su conversación con el individuo de negro fuese tan vago. La claridad lo era todo en una relación de negocios. ¿Qué esperaba Black de él? ¿Y qué podía esperar él de Black? Un renovado sentimiento de deuda se apoderó de Bellman. Era Black quien había descubierto la magnitud de la oportunidad, y él quien había querido compartirlo con Bellman; era esencial que se le recompensase adecuadamente. ¿Qué habían acordado?

Cerró los ojos y caviló.

—Porcentajes… Distribución de responsabilidades… Dividendos… —murmuró.

Aguzó el oído para escuchar un eco del pasado, una señal de la conversación que debieron de mantener, del pacto que debían de haber sellado. No fue capaz de oír nada.

Bueno, solo se podía hacer una cosa. Haría algo que dejaría bien claro a Black que no había pasado por alto su participación. Algo que funcionaría a modo de invitación —allí donde estuviese— para que diera un paso al frente y reclamase su parte. Pondría de relieve —no es que fuesen a acabar en los tribunales, desde luego, el asunto no sería tan dramático— que él, Bellman, no tenía intención de apropiarse de la parte del negocio que pertenecía legítimamente a Black.

La tienda se llamaría Bellman & Black.

Abrió los ojos al espejismo brumoso de su centro comercial, distinguió el punto exacto en que el toldo se proyectaba sobre la entrada y su imaginación colocó dos grandes letras B en lo alto.

¡Eso sería suficiente!

—¡Eh!

Un grito interrumpió la ensoñación de Bellman. Se descubrió flotando a la deriva en su propia mente y le costó unos instantes recuperarse. Estaba muy lejos de la realidad, las cinco plantas de piedra y cristal se habían disuelto en la lluvia ante sus ojos y contemplaba con cierto asombro la inmensa fosa que se abría a sus pies. Cuando una criatura salió de ella arrastrándose, empapada en lluvia y barro, Bellman dio un paso atrás y estuvo a punto de soltar un grito asustado.

—¡Fíjese en esto! —exclamó la criatura, poniendo de relieve su naturaleza humana. Se enderezó y sostuvo en alto hacia Bellman lo que parecía ser una piedra. Su pronunciación era cultivada, educada en colegios caros, pero su aspecto y comportamiento eran más que extraños. Bellman se preguntó si sería un loco. Luego, al ver que el individuo mantenía la compostura y al percibir un destello de entusiasmo, y no de trastorno, en sus ojos, se sintió más confiado. Dirigió la mirada hacia lo que el hombre sostenía.

—Es una piedra.

—¡Ah, pues se equivoca!

Le limpió un poco el barro.

—¿Ve las marcas de la herramienta? Esto lo ha hecho la mano de un hombre.

Lo cierto es que se apreciaban unas marcas de abrasión que Bellman había tomado a primera vista por grietas de la roca.

—¿Y?

—No es que esté labrada, en sentido estricto. La piedra ya tenía esta forma que nos hace asociarla con algo, y estas marcas lo único que pretenden es enfatizar esa asociación. ¿Ve este nudo que recuerda a un ojo?

El hombre se lanzó a hablar. Había estado en Egipto en los últimos tiempos, era lo que llaman un arqueólogo —«Excavo en el pasado», comentó— y ahora estaba de vuelta en casa, en Londres, por unos meses. Luego regresaría a Egipto.

—Pero desde que he visto este solar he pensado que parecía un yacimiento y me costaba resistirme a echar un vistazo. Esto estaba lleno de obreros dando vueltas, pero hoy, gracias a la lluvia, he tenido la oportunidad de bajar.

—Me alegro de que alguien se beneficie de la lluvia. Cada día que la construcción no avanza me cuesta dinero. ¿Tiene algún valor esa piedra?

—¿Que si tiene algún valor?

—Dinero. ¿Cuánto me daría un museo o un coleccionista?

—¡Un museo! ¡Pues ni un penique! Esto es Londres, no Egipto. No sé por qué el pasado de Egipto vale dinero y el de Londres no, pero así son las cosas.

—Puedo explicarle por qué fácilmente: en Londres lo que cuenta es el futuro.

—¿Y qué va a ser, en el futuro, este solar suyo?

—Será Bellman & Black. Una empresa de artículos funerarios y para el luto.

—¿Es usted el señor Black?

Bellman sintió un vuelco en el estómago.

—Yo soy el señor Bellman.

—Vaya, señor Bellman, pues se va a hacer de oro con esto del luto y los funerales. La muerte nos llega a todos. Eso sí que es el futuro, ¿eh? El mío, el suyo, el de todos.

Los ojos del joven siguieron el vuelo oblicuo del grajo que giraba y descendía en picado, resplandeciente por obra de la lluvia, a través del aire que debía convertirse en el establecimiento de Bellman.

—En la Antigüedad se acostumbraba a colocar los cadáveres en plataformas de piedra al aire libre para que los grajos los picotearan, ¿lo sabía? Hace muchísimo. Antes de nuestras cruces, de nuestros chapiteles y de nuestros libritos de oraciones. Antes de —hizo un gesto amplio con el que abarcaba el foso, Regent Street, Londres, y quién sabe qué más— todo esto. Tal vez el antepasado de este grajo —bajaba, planeaba y se posaba con exactitud sobre un pedazo de roca que esperaba su turno para ocupar el espacio que le correspondía en los cimientos— se alimentó de un antepasado mío. O suyo, ya que estamos. —Cazó al vuelo la expresión de desagrado de Bellman en medio de la lluvia—. Cada época tiene sus costumbres, ¿no? ¿Quién sabe qué será lo siguiente? Según he oído, en Italia queman a los muertos. —Meneó la cabeza y sonrió—. Tengo que irme. Mi padre se estará preguntando dónde me he metido.

Se fue.

¿Acababa de hablar con un chalado? ¿Había dicho de verdad lo que Bellman acababa de oír? Parecía increíble. Un tipo que sale reptando del barro y suelta un montón de incoherencias sobre los grajos… Un excéntrico, por no decir otra cosa.

Bellman estaba empapado. La lluvia había traspasado fibra a fibra la tela del abrigo, la chaqueta, la camisa y la camiseta. Tenía la piel fría y húmeda.

Le dio vueltas a la piedra en la mano. ¿Eso era el ojo al que se refería aquel desconocido? Una muesca redonda que revelaba en su centro el interior brillante de la roca. A cualquiera le recordaría a un pequeño ojo lanzando destellos. Con curiosidad, restregó el resto del barro. Aquello otro debían de ser las marcas de la herramienta… ¿Plumas? Sí, aquí había un ala y, si le daba la vuelta, otra. La lluvia que seguía cayendo le arrancaba a la piedra iridiscencias. Destellos violetas, azules de martín pescador y tonos verdes se avivaban en la superficie negra.

¡Qué cosa más horrible!

Sintió un escalofrío y la arrojó al foso. La piedra trazó una curva en el aire, una graciosa parábola que le recordó a una sensación experimentada muchos años atrás.

Al caer espantó a un pájaro. El animal se alzó en medio de la llovizna como un trapo negro; el primer impulso enérgico de sus alas lo elevó a través del departamento de repartos y hasta la primera planta, paraguas; con el segundo ascendió hasta abrigos y sombreros en la segunda planta. Siguió subiendo hasta las oficinas, entró en el taller de las costureras y salió del edificio atravesando el atrio acristalado del techo.

Bellman se dio la vuelta, hastiado, deseando sentarse al calor de una chimenea.

—Bellman & Black —anunció aquella noche en Russells, el club situado en Mayfair donde se reunía periódicamente con los comerciantes.

—¡Excelente! —intervino Critchlow—. Nunca viene mal que aparezcan dos propietarios en el nombre de la empresa. Le da un aspecto de solidez. De seguridad. Dos cabezas es mejor que una, como se suele decir.

El segundo comerciante asintió:

—Y una elección muy astuta, además. ¿En qué piensa la gente en cuanto oye hablar de artículos para el luto? En el color negro. ¡Y si piensan eso, ya estarán a medio camino de acordarse de nuestra empresa!

El tercero sonrió.

—Suena muy bien, ¿no les parece? Musical. Como si fuesen dos nombres destinados a ir juntos. Me encanta. Caballeros —alzó su vaso—, por el éxito de Bellman & Black.

Bellman levantó su vaso y bebió, pero no se quedó para terminárselo. Tenía los pies mojados y mucho por hacer.