En una gran casa situada en el distrito rural de Oxfordshire, un acaudalado comerciante de tejidos conocido por el nombre de Critchlow se sentó en una butaca de respaldo alto junto al fuego y abrió una carta con un cuchillo de plata. No había nacido en una familia habituada a las agradables chimeneas y a la cubertería de plata, de modo que el placer que extraía de ambos elementos era mucho mayor que el de cualquier conde o príncipe.
La carta se la remitía un hombre a quien conocía solo por su reputación: William Bellman. No era demasiado extensa: tras el saludo de rigor, iba directo al grano. Eso se ajustaba bastante a la idea que tenía de aquel individuo. William Bellman, un hombre de gran temple, actuaba con un propósito claro y no perdía el tiempo.
—¿Qué sabes de William Bellman? —le preguntó a su mujer.
—¿El fabricante de paños de Whittingford? —Ladeó la cabeza—: Perdió a su hijo durante la epidemia de tifus, creo. O a su esposa, no sé… ¿Qué quiere?
—Dinero.
—¿No tiene suficiente? Además, no lo conocemos.
—El hecho de que un hombre prefiera estar trabajando a charlar en los saloncitos de otra gente no es motivo para no invertir en él. Al contrario.
A Critchlow le había picado la curiosidad. Escribió una carta invitando a Bellman a visitarle.
Veinticuatro horas después, junto a la misma chimenea, William reveló su proyecto al comerciante. Expuso la idea, los costes (edificio, existencias, coste de la mano de obra, almacén), la previsión de tiempo, el alcance del producto, la demanda, la cadena de proveedores.
—Muy sensato todo. ¿Y las ganancias? —preguntó Critchlow.
Bellman le tendió un folio que contenía una tabla con las previsiones.
—Los primeros tres años.
En su fuero interno, Bellman tenía unas expectativas más altas de lo que reflejaba aquel papel. No le parecía que sus cifras en las que pensaba carecieran de fundamento; aun así, era un hombre de negocios lo bastante experimentado para saber que la promesa de unas ganancias exorbitantes era capaz de disuadir a un inversor prudente. Mejor prometer algo menos ambicioso, atractivo, pero factible. Así que había rebajado las cantidades.
Critchlow se acercó el papel a los ojos y lo examinó. Alzó rápidamente una ceja hacia su interlocutor.
—¿Está usted seguro de estas cifras?
—Ningún hombre de negocios sensato está seguro nunca de nada. Una estimación es una especulación. Una estimación moderada es una especulación moderada. Pero la muerte nunca pasa de moda.
El hombre se frotó la boca con una mano y volvió a mirar la hoja. Las especulaciones de alguien como William Bellman merecían ser tenidas en cuenta.
—¿Cuánto necesita?
Bellman pronunció una cantidad.
—Yo voy a poner una cuarta parte. Necesito otros tres inversores.
—¿Con quién más ha hablado?
William mencionó los nombres de otros interesados con quienes había concertado reuniones. Critchlow asintió. Los conocía y eran gente de principios.
—Me gusta la idea. Deme algo de tiempo para pensarlo.
—¿Mañana?
—No pierde usted el tiempo, ¿verdad? Pues que sea mañana.
William recogió su tabla y se marchó. El hombre se sentó en la silla junto al fuego y contempló las llamas.
La muerte nunca pasa de moda, pensó.
Esta entrevista se repitió dos veces más. A William le ofrecieron brandy o whisky; se sentó junto a un fuego crepitante; expuso su idea; mostró una hoja con sus cifras. Ninguna de las reuniones se alargó más de una hora.
Volvió a casa convencido de que no tendría que esperar mucho, y estaba en lo cierto.
Ninguno de los comerciantes había invertido jamás tanto dinero en un solo proyecto. Ninguno se había decidido con tanta rapidez a participar en una operación, ni siquiera con las garantías que aquella empresa ofrecía. William Bellman aportaría una cuarta parte del dinero de su bolsillo. Bueno, bueno, bueno.
Tres hombres junto a tres fuegos se sirvieron brandy —o whisky— y se recostaron en sus tres sillas con tres sonrisas satisfechas. Eran hombres ricos y estaban a punto de enriquecerse aún más.
La mañana le trajo a William tres cartas. Sí, sí y sí.
Bien.
Podía ver el futuro. Podía lograrlo. Él pondría los medios.