Un martes, a principios de mayo, William Bellman volvió a la fábrica. Por el ritmo de la maquinaria supo que las cosas marchaban bien. Sintió alguna incomodidad: en las expresiones de los demás percibía que lo notaban cambiado. Bueno, él mismo se notaba cambiado. Hizo las rondas con Crace, saludó y estrechó las manos de los veteranos, recogió cientos de informaciones e hizo preguntas sucintas y bien calculadas. Se marchó temprano.
Se pasó el miércoles en la oficina con Ned. Pedidos, facturas, cuentas. Todo estaba en orden.
El jueves llevó a cabo una valoración rigurosa y metódica de los asuntos de la fábrica y llegó a la conclusión de que funcionaba perfectamente sin él. Envió allí a Mary con una nota y, quince minutos más tarde, Ned y Crace estaban en su estudio. Expuso lo que quería de ellos y se mostraron de acuerdo en que no era más de lo que llevaban haciendo las últimas semanas. Les preguntó en qué aspectos del trabajo le necesitaban. Ellos comentaron una o dos cosas, y cuando él añadió otro par asintieron. Por lo demás estaban convencidos de que podían arreglárselas.
—Bien —asintió él.
¿De qué iba todo aquello?, se preguntaban Ned y Crace. Acababa de volver, después de dejar atrás sus problemas, y ya parecía estar haciendo planes para ausentarse de nuevo.
—¿Cuánto tiempo durarán las nuevas disposiciones? —preguntó Ned—. Si va a ser más de un mes o dos, lo mejor sería enseñar a uno de los aprendices de administración para que se haga cargo de algunas de mis responsabilidades.
—Desde luego —dijo William—. Las nuevas disposiciones serán permanentes.
Aquel nuevo futuro era demasiado vasto para asumirlo de inmediato.
Crace guardó la compostura necesaria para preguntar:
—Pero ¿quién dirigirá la fábrica?
Y la perdió al instante, cuando Bellman respondió:
—Ustedes dos.
Ned estaba perplejo. ¿La fábrica sin Bellman? ¿Dirigida por Crace y él mismo? ¡Eso era impensable! Respiró hondo, aturdido, pero a medida que el aire entraba en sus pulmones sentía henchírsele el pecho. ¿Impensable? Lo único que hacía falta era que lo pensase Bellman, y ahora que lo había hecho…
Soltó el aire.
Era posible.
Durante una semana, William estuvo muy ocupado en la fábrica. Permanecía en su despacho mientras hacía llamar a capataces y administrativos para hablar con ellos del cambio que experimentarían sus futuros y sus fortunas. Insistió en que fueran Ned y Crace quienes llevasen la voz cantante a lo largo de aquellas entrevistas. Él se limitaba a supervisar, estaba allí por si sus directores necesitaban consultarle algo, para aportar su opinión si la requerían. Al principio se quedaron en un segundo plano, a la espera de que él los guiase; enseguida comprendieron cuáles eran sus intenciones: a partir de ahora, las decisiones las tomarían ellos. Entrevistaron, dialogaron, eligieron y al final volvieron la vista hacia William. Un gesto de asentimiento era todo lo que necesitaban. Lo sabían tan bien como él.
A lo largo de las semanas siguientes, Bellman redujo gradualmente el número de horas que pasaba en la fábrica. Su presencia bastaba para restituir la confianza durante la cesión. Lo que él ya tenía claro ahora lo comprendieron los demás: el toque característico de Bellman estaba en su sistema, la rutina, los hábitos. Igual que un relojero que ha sopesado, limpiado y calibrado cada una de las tuercas y construido un mecanismo, podía dejarlo en manos de otros para que le diesen cuerda a diario. No era necesario que estuviese allí en persona, así que se fue distanciando poco a poco.
Seis meses después de que el tifus abandonase la ciudad, la fábrica funcionaba por sí sola.
Cuando la casa se quedaba en silencio, cuando se habían soplado todas las velas y los últimos crujidos de los pasos se extinguían en el rellano, Dora se incorporaba en la cama y disponía las almohadas a su alrededor como si fuesen compañeros.
A esas horas nadie la incordiaba. Mary y su madre estaban dormidas. Por fin no había nadie tomándole la temperatura, preguntándole por su apetito, pesándola, midiéndola ni examinando de ninguna otra forma su salud. Solo en esos momentos podía entregarse al recuerdo.
Mientras paseaba la mirada por la negrura de su cuarto, era capaz de conjurar el pasado. El ruido, el color, el movimiento de escenas recordadas de la vida que había perdido se reproducían en la oscuridad, y cuanto más se entregaba a esta práctica, más vívido resultaba todo aquello. No le costaba ningún esfuerzo el rechazo del presente, la reunión con el pasado.
Empezó por donde comenzaba siempre: jueves tarde, su padre llegaba con las bolsas rojas de fieltro y sus hermanos lo jaleaban. Vio y oyó los peniques tintineando en el cuenco, sintió el peso de la jarra, olió el vinagre al salpicar las monedas. El olor penetrante en las manitas de Phil durante toda la noche, por más que se las hubiese lavado mil veces.
Además del episodio de las monedas, invocaba otras muchas escenas, todas tan brillantes y palpables como el día en que habían tenido lugar. Un día, otro y otro, días y días de vida transcurrida que recordaba con tal frescura e intensidad que eran casi tan reales como la vida misma. Se demoraba en la contemplación de rostros y expresiones, se dejaba contemplar de nuevo por su madre, hacía reír a sus hermanos, percibía el olor dulce y acre de bebé de su hermana. Aquellas noches eran intensas, pero se borraban de un plumazo. Los días que habitaba ahora eran los que se le hacían largos y cansinos.
El relámpago que cruzó el cielo, visible a través de las cortinas, la sacó de su ensoñación. Se acurrucó de nuevo en una postura más adecuada para dormir y cerró los ojos. Cuando Mary le llevó el té poco después, ladeó la cabeza para contemplarla.
—Mmm… No parece que hayas descansado mucho —le dijo sin sorprenderse demasiado.
—¿Podrías descorrer las cortinas? —le pidió Dora—. Los grajos deben de estar a punto de llegar.