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A Dora no volvieron a crecerle ni el pelo ni las pestañas, pero la carne suavizó un poco los contornos de sus huesos y una pizca de color iba haciéndose más visible día a día en sus mejillas. Su respiración se volvió más estable. Su pulso más firme. Llegó un momento en que no había duda de que sus ojos seguían el movimiento con comprensión, y un día Mary se vio sorprendida por una áspera voz de anciano que le pedía agua con miel: era Dora. La besó y llamó a gritos al señor Bellman.

—¡Has vuelto!

Bellman lloró.

Durante tres meses, Bellman no había pensado en otra cosa que en su hija. Desde el mes de marzo había soltado las riendas de su vida para sostener las de Dora. Ahora que estaba fuera de peligro y su salud era estable, era hora de volver al mundo.

Mary limpió la ventana del estudio y la dejó abierta para que se airease el cuarto que durante tanto tiempo nadie había pisado. Sacó la alfombra para sacudirla y enceró los muebles. Pulió la pantalla de la chimenea, ahuecó los cojines de la butaca y rellenó el tintero.

A las diez, Bellman entró y se sentó tras su escritorio. Exhaló un profundo suspiro de aliento viejo y rancio, y se llenó del aire fresco de abril. Deslizó los dedos satisfecho por la mesa vacía. Ahí fuera los días no esperaban sino que los pusiese en funcionamiento. Existía un futuro. Solo tenía que tocarlo para que volviese a la vida.

Se sacó del bolsillo la libreta de cuero. Pasó las hojas con listados de temperaturas y pulsos. Aquello se había terminado. Las dejó pinzadas con la goma que usaba para separar los días pasados de las páginas hábiles, de los días futuros.

¿Qué había en esas otras páginas? Un garabato ininteligible, escrito a toda velocidad, líneas curvándose hacia arriba o hacia abajo, una segunda línea que se solapaba con la anterior. Ah, claro, ya recordaba. Un padre tiene que ocuparse en algo mientras atraviesa las horas sombrías velando a su hija. Ideas, no eran más que ideas. Juegos para una mente afligida en plena medianoche…

Una palabra le llamó la atención y la observó más de cerca.

Alguien que lo viese desde fuera habría supuesto que aquellas notas medio olvidadas estaban interesándole más de lo que esperaba en un principio. Pasó las páginas lentamente, analizó las anotaciones nocturnas con atención reconcentrada para no perderse ningún detalle. Una o dos veces volvió atrás para releer algún pasaje. Añadió algún comentario aquí y allá.

Aquello que uno no piensa puede incubarse en su interior con total inconsciencia. La idea, impermeable por completo a las preocupaciones humanas de William, se había implantado por su cuenta, se había alimentado de él, le había chupado la sangre sin saberlo. Ahora que estaba listo para dirigir su atención diaria hacia ello, el íncubo estaba preparado para nacer.

Cuando terminó de leer, se quedó con la mirada perdida durante un minuto, reordenando sus pensamientos, luego pasó una página y se puso a escribir con resolución y sin descanso durante una hora entera. Objetivos, horarios, listas, costes, planes, obstáculos, estrategias. Al llegar a la última palabra, dejó la pluma y, agitando el cuaderno para que se secase la tinta, sonrió como un hombre que acaba de meterse la mano en el bolsillo para sacarse un cuarto de penique y saca la gallina de los huevos de oro.

—¡Esta idea es una joya! ¡Qué magnífica oportunidad de negocio! —exclamó.

Oportunidad.

Aquella palabra produjo un eco en su mente. Evocó el olor de tierra removida del cementerio. Supo que debía encontrar al hombre de negro y cerrar un contrato apropiado. No negociaría con demasiada severidad, no sería conveniente. La idea era tan buena, y el hombre se la había propuesto con un aire de tal generosidad que sería de mal gusto imponer sus condiciones. Descubrir qué es lo que quería, un poco de discusión por puro protocolo, los negocios son negocios, eso siempre hay que respetarlo…, pero en el fondo estaba decidido a darle a aquel individuo lo que le pidiese. Se podía permitir ser generoso; tenía más que suficiente para mantenerse.

El problema sería encontrarlo. Le sonaba que en algún momento de la conversación le había dicho que su nombre era Black, aunque no estaba del todo seguro. Su aspecto era peculiar. Un día, cuando tuviese algo de tiempo libre, se sentaría uno o dos minutos —eso es todo lo que necesitaría— y el rostro del hombre emergería a la superficie de su memoria con suma facilidad. Y eso bastaría para preguntar por los alrededores. Ya había intentado averiguar algo sobre Black en otra ocasión, pero esta vez era distinto. Tenía que reconocer que no había sido metódico en su tentativa. Estaba claro que había interrogado a la gente equivocada. Su fallo de entonces no significaba nada.

Cuando pusiera sus cinco sentidos en ello, las cosas saldrían rodadas. Siempre era así cuando ponía los cinco sentidos.

Cuando llegase el momento.

Cogió la pluma para escribir un añadido a sus anotaciones, pero la punta se había secado. La pluma osciló indecisa entre la página y el tintero. ¿Se le escapaba algún detalle? ¿Algún elemento más que tuviese que tomar en consideración? Pensó durante diez segundos, quince. Descubrió que sus reflexiones no le eran en absoluto familiares, constituían un territorio sin señalizar. Frunció el ceño. Era algo que había visto demasiado a menudo en otros: la gente se pierde en sus propias dudas. Personas con un objetivo claro en mente y el éxito asegurado vacilan, se paran a valorar, se preocupan por minucias, y llegado el momento se pierden, todo su proyecto se viene abajo. Es esencial saber mirar las cosas con distancia para ver el conjunto. Los detalles siempre se solucionan por sí solos con el paso del tiempo.

Esto no lo anotó en su cuaderno. No era necesario. Era improbable que lo olvidase.

Se frotó las manos con satisfacción anticipada al pensar en su nueva aventura y en la comida, para la que se reservaba un excelente apetito.

—¿Te enterabas del estruendo que armábamos? —le preguntó Mary a Dora cuando se quedaron a solas—. ¿El piano, el gong, las sartenes?

Dora negó con la cabeza.

—Lo único que oía eran los grajos. Los he estado oyendo durante mucho tiempo. Y luego me he despertado. —Se detuvo un momento a pensar—. No se lo digas a mi padre.