A las once y cinco, Bellman entró en el cuarto de su hija y la señora Lane se levantó para dejarlos solos.
—¿El gong? —le preguntó la mujer.
—Lo que usted prefiera.
En el piso de abajo fue a buscar a su hija, Mary, a la cocina.
—¿Hoy que toca, madre?
—Lo que nosotras queramos.
—¿Pegamos cuatro tiros por la ventana de la cocina?
Su madre le puso mala cara.
—Mary, esto no es para tomárselo a broma. ¿Qué hemos utilizado las últimas veces? Ayer fueron sartenes, y el gong lo usamos el martes. ¿Qué hicimos el lunes?
—¿El piano?
—No puede esperar que nos encarguemos nosotras de idear todos los días cosas nuevas. Por mí, tiraría los platos de postre por las escaleras, si sirviese de algo, pero… ¡ay, por Dios, ya es la hora!
Se apresuraron hacia el recibidor y levantaron la tapa del piano. La señora Lane se sentó ante el teclado con un aire de resignada futilidad, su hija a su lado, muy ufana. Alzaron las cuatro manos, miraron el reloj, y al dar las once, dejaron caer con todas sus fuerzas los dedos sobre el teclado.
—¡Muy bien! ¡Si no oye esto, no oirá nada! —exclamó Mary, satisfecha.
En el piso superior, con el reloj en la mano, Bellman velaba a Dora, observando su rostro mientras la vibración del piano reverberaba disonante por toda la casa.
Escribió dos palabras en su cuaderno. «Sin reacción».
—Paciencia —aconsejó Sanderson cuando Bellman le mostró las páginas de su libreta con los resultados de sus pruebas diarias.
La respiración de Dora era muy leve, lenta y constante. Su pulso, débil, lento y regular. No veía nada, no oía nada, se pasaba la mayor parte del tiempo en lo que parecía ser un sueño profundo, y cuando sus ojos se abrían, no veía más de lo que percibiría un gatito recién nacido. El pelo no le había vuelto a crecer, y cada día la señora Lane y él recogían pestañas caídas de sus mejillas. Suspendida en una especie de limbo, Dora no había muerto, pero tampoco vivía.
—Ha llegado al límite. Su situación es estable, tenemos que dar las gracias por eso —dijo el médico.
Bellman había conseguido su milagro; no era realista esperar otro. El tifus había asolado la ciudad y a su familia, había estado a un paso de llevarse a Dora, y en el último momento había remitido. Tras la devastación, él no se había cuestionado por qué se había hecho merecedor de aquel indulto. Se limitó a contemplarlo asombrado.
Se pasaba todo el tiempo junto a la cama de su hija y no iba a la fábrica. Después de siete días, un muchacho llamó a la puerta para entregarle un mensaje. Todo marchaba bien, pero ¿podía el jefe de contabilidad pasarse a informar al señor Bellman?
Aquella noche, Ned se presentó en el estudio acompañado por Mary. Crace iba con él. La sala estaba helada; el fuego que había encendido la chica todavía no había ahuyentado la gelidez acumulada tras permanecer vacía durante un mes. Crace jamás había entrado en la casa de la fábrica, Ned en pocas ocasiones. Esperaron en silencio, observando las tablas del suelo, los ángulos de las cornisas y otras insignificancias, su curiosidad y su compasión bien dispuestas. Aguardaban con tal concentración que cuando la puerta crujió y apareció su director, dieron un salto. Quizá había motivos para ello, porque estaba cambiado, si bien el cambio no era externo. Lo miraron con ojos desconcertados, como quien deja vagar la mirada por una zona donde algo que solía estar ya no está.
Le dieron el pésame en los términos habituales. Ned era consciente de que sus caras expresarían el resto: que pesar era solo una mínima parte de lo que sentían, que toda la ciudad conocía el sufrimiento, si bien pocos habían sufrido como Bellman. Lo que había sucedido en la casa de la fábrica era desmesurado… Pero el director no dio señales de verle ni de escucharle. Ned miró a Crace, que también estaba perplejo.
—Siéntense —les dijo su patrón, señalando vagamente con un gesto, y ellos obedecieron. Giró la silla de su mesa como si tuviera intención de sentarse, pero no lo hizo. ¿Se había olvidado de sentarse? ¿Debían esperar o comenzar a hablar?
Tras un silencio, Ned carraspeó.
—Tal vez quiera que le pongamos al corriente sobre lo ocurrido el último mes…
Bellman se llevó una mano a la barbilla sin afeitar y se frotó el incipiente vello. Ellos lo tomaron como una invitación a proseguir. Los dramáticos sucesos acaecidos en la ciudad habían tenido un tremendo impacto en los empleados de la fábrica. A pesar de tan turbulentos sucesos, más de la mitad de los pedidos se habían cumplido según lo planeado. En cuanto al resto, las buenas relaciones con los comerciantes habían hecho posible en casi todos los casos la negociación de nuevas fechas de entrega. Se habían producido algunas cancelaciones. En resumen, todo había resultado mejor de lo que se podía esperar.
Bellman se encorvó fatigado en la silla, pero no daba señales de estar escuchando.
Ned se volvió hacia su compañero con una ceja arqueada, y Crace tomó el relevo del relato.
—En cuanto a los asuntos técnicos y de procesamiento…
Y describió sucintamente algunas de las dificultades surgidas, expuso las soluciones que se habían adoptado y el motivo por el que se había actuado de tal manera.
Bellman se miraba las manos, entrelazadas sobre el regazo.
—Hemos llevado un registro que puede usted revisar cuando…
Ned le ofreció un fajo de anotaciones, y como el director no hizo el menor gesto para cogerlo, se levantó y lo dejó sobre la mesa. Ansioso por terminar la embarazosa reunión, Crace aprovechó para levantarse también.
—¿Y Dora? —preguntó el primero. Un último intento de llegar al hombre que consideraba más un amigo que un patrón—. Espero que se esté recuperando.
Entonces la oscura mirada de Bellman se cruzó con la suya. La pregunta había hecho aflorar algo sombrío en ella, pero no respondió.
Crace propuso que ambos acudieran a verle dos veces por semana para informarle sobre los acontecimientos. El director asintió, ausente, y los hombres se marcharon.
En el camino de vuelta a la fábrica, ambos pensaron en la tragedia que dejaban a su espalda y en sus propios problemas. Pasaron de largo el Red Lion, donde Crace había celebrado su boda cinco meses antes, y la iglesia donde habían enterrado a su esposa. Cada uno seguía sus propias cavilaciones a sabiendas de lo que el otro estaba pensando. Cuando la puerta de la fábrica estuvo a la vista y el momento de intimidad se terminaba, Ned dijo:
—Él no te ha dado el pésame.
Crace se encogió de hombros.
—El pésame no es de mucha ayuda. Tampoco te lo ha dado a ti.
—Mi madre era mayor. Era su hora. Ella lo sabía y yo lo sabía. —Ned no podía disculparse en nombre de Bellman, pero él sí, y así lo hizo—: Es un hombre hundido.
El paso de Crace no se alteró y tampoco volvió la cabeza.
—Todos estamos hundidos, Ned —dijo torvamente. Y, a continuación, con un espasmo en la boca que le ayudó a desembarazarse de aquellas palabras—: Vamos. Algunos pueden permitirse estar hundidos. Nosotros tenemos que pagar el alquiler.
Bellman dedicaba sus días a cuidar de Dora. Junto a las pomadas, aceites y medicamentos que había al lado de su cama se amontonaban numerosas listas: ritmo del pulso, tiempo de inhalación, temperatura. Su padre se aficionó a comparar matices de palidez; estaba atento al momento en que el color volviese a aquellas mejillas con la misma atención con la que un marinero observa el horizonte en busca de tierra a la vista. A Bellman le inquietaban las temperaturas: ¿estaba Dora demasiado caliente? ¿Demasiado fría? ¿Le daba la corriente de aire? Abría y cerraba las ventanas, pedía que le trajesen más mantas, y luego hacía que las doblaran y las guardasen. Le enfundaban a la enferma camisas de dormir, mitones y manguitos. Durante el día contaba con la ayuda de la señora Lane y de Mary, pudo repartirse con ellas estos cuidados. Por la noche se quedaba solo atendiendo a su hija.
Tras el último recuento de pulsaciones y la toma de temperatura de la medianoche, Bellman se sentó en la butaca en un rincón de la habitación de Dora y dio algunas cabezadas hasta sumirse en una profunda inconsciencia. Más tarde, aquella negrura tan absoluta remitió y se encontró en medio de una enigmática playa gris, una región entre el sueño y la vigilia. En aquel lugar, una serie de ideas extrañas y fantásticas tomaron forma en su cabeza, y estiró el brazo en la oscuridad para alcanzar su cuaderno, su lápiz, y buscó una página en blanco en la que garabatear un profuso torrente de palabras. ¿Eran absurdas aquellas notas? ¿Serían legibles a la luz del día? Preguntas como aquellas no penetraban en su mente, pertenecían a otro reino: distante, irrelevante, extranjero. Entonces cambió el sentido de la marea; ya medio despierto, dejó a un lado su libreta y se abandonó a la inconsciencia. Cuando se despertó por la mañana fue para verse reclamado de inmediato por sus tablas de porcentajes, las pruebas que había que llevar a cabo aquel día y, en un segundo plano, una vaga sensación de haber estado soñando. Y, tal vez, un recuerdo muy leve de la noche en el cementerio, tan leve que lo pasó por alto.
Bellman buscó un patrón en sus cifras durante semanas. Estaba ansioso por descubrir una tendencia ascendente en ellas, pero no podía superar la precisión de su contable a fuerza de buenas intenciones paternas; lo más que podía decirse era que en términos generales se mantenían estables. Y entonces, un jueves, se produjo una alteración. De repente, el estado de Dora mejoró. A él le dio la impresión de que, al tocarla, la piel de su mano parecía menos cerosa y más humana. Mary estuvo de acuerdo con él. La señora Lane aconsejó prudencia, pero también apreciaba que la palidez de la chica había disminuido.
Al día siguiente, Dora abrió los ojos, y por primera vez quedó claro que reconocía a su padre.
—Mire —le dijo a Sanderson con el cuaderno en la mano—, su pulso es más fuerte y más regular. Respira más profundamente. Toma más cantidad de caldo. Es hora de intentar darle algo con más sustancia, ¿no le parece? Me devuelve la mirada.
El médico no podía negar que se había operado un cambio. Una mejoría. La niña era consciente de ello. Y aun así, no era capaz de mirar a la paciente sin sentir una punzada de malestar. Palidez, demacración, pérdida de musculatura, mudez, alopecia, ausencia de respuesta al sonido, al tacto o a la voz humana… Era una enciclopedia de síntomas, se podía escribir un manual con el caso de Dora, habría que exhibirla en las universidades. Tanto de lo que preocuparse y el padre no hacía más que regocijarse con sus tablas y la criada venga a lamentarse de que no había manera de disimular con el peinado las manchas rosadas que le habían quedado en el cuero cabelludo. Su aspecto —aunque no se atrevió a decirlo— era lo último que debía preocuparles. El tifus había hecho algo peor que estropear la piel de la niña y dejarla calva. Mucho se temía que hubiese reducido su cerebro a cenizas.
En la ciudad, el tifus había seguido su curso hasta disiparse.
Todo el mundo había perdido a alguien. Algunos habían perdido a la familia entera.
La gente se dedicaba a recordar, llorar y guardar luto. En los ratos libres entre una y otra cosa, se alegraban de que los puerros y los ruibarbos estuviesen prosperando aquel año, envidiaban el sombrero de la prima del vecino, disfrutaban del aroma del cerdo asándose en la cocina los domingos. Estaban aquellos que contemplaban la belleza de la luna pálida suspendida tras las ramas de los olmos sobre la cordillera. Otros se solazaban cotilleando.
Como todos lo conocían, Bellman y su tragedia eran el objeto de algunos de esos chismorreos. Mary no tenía pelos en la lengua y hablaba con cualquiera que quisiese escucharla. Vecinos, empleador, comerciantes, todos aportaban algún detalle de su cosecha a la historia: Dora Bellman estaba hecha un esqueleto. Se balanceaba en su cama, más muerta que viva. Se había quedado ciega, sorda, muda. Su cuerpo vivía, pero su alma había expirado. Se había vuelto loca.
El carpintero que había alzado el nivel de la cama de la enferma para que esta pudiera mirar por la ventana, describió a una Dora Bellman sentada en el lecho, su cabello oscuro reducido a poco más que penachos repartidos aquí y allá por la cabeza.
—Apenas se distingue que sea una chica. Más bien parece un espantapájaros, o una marioneta construida para asustar a los niños.
¿Y se había vuelto loca?
No. El carpintero no lo creía. Eso no es lo que le había contado la chica que la cuidaba.
Y chismorreaban sobre Bellman. Su gesto adusto y su mirada sombría; su antigua energía, ahora desaparecida; si lo veían en High Street, agachaba la cabeza, ya no les dedicaba las inclinaciones y los ademanes con el sombrero que en el pasado dispensaba a todos con jovialidad.
Nadie se encargaba de las tumbas de la familia Bellman, y William ya no iba a la iglesia.
—Está demasiado ocupado con su hija —comentaba la gente.
Y, durante un tiempo, le perdonaron su dejadez.
—¿Todavía no ha aparecido por la fábrica? —querían saber.
No.
Tampoco lo habían visto en el Red Lion.
—No hace otra cosa que revolotear alrededor de ese pobre espantapájaros —concluían sus convecinos.
Se apiadaban de su pérdida. Admiraban su devoción paternal. Y aun así, era el señor Bellman, el de la fábrica. ¿Seguro que la fábrica no se resentiría? Aquella situación no podía perpetuarse. ¿O sí?