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El frío aire matutino penetró en su nariz. Una pausa. Aire más cálido, enranciado por el aliento a alcohol que desprendía su boca.

¿Estaba despierto? Aquello se parecía bastante al despertar, luego había estado durmiendo.

Con la lentitud de Lázaro, fue recuperando sus sentidos. Le dolía la cabeza. Notaba un desgarro en el pecho, como si sus pulmones llevasen toda la noche entregados a una batalla. Estaba tumbado sobre algo frío, duro, y algo áspero le rascaba la mejilla. Abrió un ojo. Se encontraba en el cementerio. Una losa por lecho y una soga que le hacía las veces de almohada. Se hallaba cerca de una fosa recién cubierta. La tumba de Rose.

Cerró el ojo para pensar. Había sido el funeral de su mujer. Había ido al Red Lion. Había bebido demasiado. Y luego… El extremo emplumado de algo acarició su conciencia y se esfumó de nuevo.

Entonces irrumpió en su mente un pensamiento muy claro y acuciante.

Una oportunidad.

Colaborar.

¡Dora!

Se balanceó con torpe apresuramiento y se irguió.

Tenía que ir a casa.

Sin mirar siquiera la soga enrollada que dejaba atrás, emprendió el camino; lo único que ocupaba sus pensamientos era su hija y lo que debía hacer para proteger su vida. Porque iba a vivir. Ahora estaba seguro. ¡Viviría! Y —aunque en eso no pensó— también viviría él.

Cuando Bellman entró en el cuarto de la enferma, la señora Lane no hizo ningún comentario sobre la marca del trenzado de la soga que llevaba en la mejilla, ni sobre el olor a bebida y a sepulcro que desprendía; se limitó a abrir la puerta y acompañarle. A un hombre en sus circunstancias se le perdonaba todo.

Por lo visto se trataba de los últimos instantes: Dora era presa de tremendas convulsiones. Esta vez, Bellman no titubeó ni se tiró de los pelos. Sus ojos no deambularon por la habitación desesperados por encontrar una salvación. Se quedó allí, impertérrito, quieto como una lápida.

Comenzó la etapa más silenciosa, en la que la enferma apenas respiraba. La señora Lane le cruzó las manos sobre el pecho y se arrodilló junto a la cama, donde empezó a susurrar el padrenuestro.

Bellman se sumó a la plegaria. Su voz era firme, imperturbable.

Cuando la oración llegó a su fin, unas chispas de vida bailaron sobre los labios de Dora, que aún no se había extinguido. Un tanto aturdida, el ama de llaves repitió la oración: «Padre nuestro…».

Al pronunciar «amén», la muchacha respiraba con serenidad.

Una levísima contrariedad se apoderó de la señora Lane. Lanzó una mirada vacilante hacia Bellman y se quedó sobrecogida por su expresión serena.

—¿No le parece, señor Bellman, que respira con menos dificultad? —le preguntó.

—Pues sí.

Se inclinaron sobre la chica, escrutando el rostro blanco. La señora Lane le levantó un párpado suavemente con el pulgar, luego le cogió las manos, se las separó y comenzó a calentárselas entre las suyas.

—Señor misericordioso… —comenzó, y atenazada por el asombro no pudo continuar.

La respiración de Dora aún era muy débil, pero se fue volviendo más regular. Grado a grado, sus manos aumentaron de temperatura. Su palidez disminuyó casi imperceptiblemente. La señora Lane dejó de lado el alma para centrar sus cuidados de nuevo en el cuerpo. Alrededor de una hora después de esta crisis, Dora pareció revivir. No se despertó, pero se instaló en algo que se parecía más al sueño que al coma.

Bellman permanecía inmóvil. Daba la impresión de no oír ni ver a la señora Lane. Observaba fijamente a su hija, aunque tampoco estaba claro que la viese.

Después de que los visitase Sanderson y menease la cabeza asombrado por el milagro, Bellman se permitió descansar por fin. Tiró el vestido de Rose al suelo, se tumbó sin desnudarse y cayó enseguida en un profundo sueño.

La noche anterior. Un apretón de manos —o lo equivalente— sobre la tumba, a oscuras, con un individuo al que apenas veía. Hoy. Su hija regresaba de entre los muertos.

En el sueño no se abría ni la más mínima rendija que permitiese iluminar las elucubraciones de la mente de William Bellman.

Algo había terminado. Algo estaba a punto de comenzar.