28

El día del funeral de Rose, la presencia del desconocido no contribuyó a animar a William. Estaba furioso cuando el individuo le cedió el paso al llegar a la iglesia, y después al encontrárselo fuera, junto al cementerio. Miraba a su alrededor, con la satisfacción de quien disfruta de una merienda de domingo.

Mientras el cura recitaba las palabras que darían reposo a su mujer, el tipo no estaba por allí, lo que fue un alivio, pero volvió a verlo cuando le pasaron la pala para que dejase caer el primer puñado de tierra sobre el ataúd. Que me aspen si no acababa de pasar por el lado de Ned en el extremo opuesto de la tumba. ¡Qué descaro! Allí estaba, contemplando la escena como si se tratase de una obra de teatro que representasen para su regocijo. ¡Aquello era acoso!

A William le hubiese gustado enfrentarse a aquel hombre, dejarle las cosas claras, pero no era el momento adecuado. Decidió ignorarlo. Sin embargo, como si adivinase lo que estaba pensando William, el individuo lo encaró en la distancia. Incluso hizo una inclinación de cabeza, como si le dijese «¿cómo te va?», señalándole, además, la puerta para indicarle que le gustaría que charlasen más tarde. William alzó la pala y se preparó para lanzar la tierra por encima del hoyo y directamente al rostro de aquel tipo despreciable vestido de negro, pero el hombre se escabulló rápidamente hacia un lado, desapareció de su vista y solo quedó Ned, mirándole con expresión alarmada.

William echó la tierra en la tumba y se alejó enseguida de allí.

Ya estaba hecho. Había enterrado a su mujer. Había enterrado a tres de sus hijos. Su trabajo ahora consistía en volver a casa y ayudar a su cuarta y última hija a morir.

—No reconoce a nadie —dijo la señora Lane en la entrada del cuarto de la enferma.

Ya nada podía sorprenderlo junto al lecho de muerte. Todo se desarrollaba como las otras veces. Le habló a su hija y observó que ella no parecía reconocerle. La señora Lane le ponía un paño sobre la frente de vez en cuando; había dejado de murmurar las palabras afectuosas que la niña ya no era capaz de oír. Los minutos se dilataban y él medía la longitud hueca de cada largo segundo que se rellenaba al transcurrir. El ama de llaves rezaba. William murmuró «amén».

Ni uno ni otra abrigaban las esperanzas que en las otras ocasiones suponían una carga. Conservaban el hábito de protestar interiormente, aunque mucho más debilitado. El padre que había sido todavía montaba en cólera mientras se ocupaba de su hija, pero ahora se sentía como una mosca encolerizada golpeando contra el cristal de una ventana en una mansión vacía. La muerte se había enseñoreado de él. Se tambaleaba obediente a su servicio.

En cuanto a Dora, era bastante normal que William no reconociese aquella silueta tendida en la cama. La cabeza rapada, la piel pálida tensa sobre el puente de la nariz, los ojos hundidos; aquella criatura echada en la cama no parecía guardar ninguna relación con la niña de mejillas sonrosadas de dos semanas atrás. Se le pusieron los ojos en blanco y su respiración se hizo más dificultosa. Ya pertenecía más al otro mundo que a este.

Bellman estaba preparado. Reconocía cada estadio de aquella enfermedad; cada momento le informaba de qué sería lo siguiente. Minuto a minuto, hora tras hora, sin hacer otra cosa: de brazos cruzados mientras sus niños morían. Conocía tan bien el proceso que era capaz de prever cada paso del declive. Y ahora un jadeo profundo, predecía, y la moribunda jadeaba profundamente. Y ahora empiezan esas convulsiones tremendas, y las convulsiones comenzaban. La muerte lo tenía tan bien aleccionado que William podría haber supervisado la labor en su lugar. Él mismo era una especie de director de orquesta, dado que se conocía todos los movimientos, todos los ritmos, los arpegios y las cadencias de su melodía.

Se fijó en Dora y se percató de que el fin estaba todavía lejos. Diez horas. Doce, como mucho.

—¿Por qué no duerme un rato? —sugirió la señora Lane—. Está usted agotado.

Salió del cuarto y se dirigió a su dormitorio. El vestido de Rose estaba a los pies de la cama, donde lo había dejado después de quitárselo para morir. El tejido recio conservaba el volumen de los pechos incluso cuando no lo llevaba puesto. Cuando alargó la mano para cogerlo, la tela se hundió y el pecho de su mujer exhaló su último suspiro. Le dio la espalda. No podía dormir allí. De hecho, no iba a ser capaz de dormir.

Se fue al Red Lion.

Poll le dio la bienvenida y le sirvió una jarra de sidra sin hacer ninguna alusión a los viejos tiempos ni a los actuales. Se sentó en silencio y bebió un vaso tras otro. Bebía metódicamente, sin esperar nada de ello. La sidra oscurecía los contornos más definidos de su dolor, sin rebajar el temor.

En cierto momento de su borrachera, William comprendió unas cuantas cosas de las que hasta entonces se había evadido. El mundo, el universo, también Dios, si es que existía, estaban aliados contra la humanidad. Desde aquella recién descubierta atalaya vio que su vieja buena fortuna no era más que una broma cruel consistente en animar a un hombre, dejándole creer en su buena estrella, para a continuación humillarlo por completo. Fue consciente de lo diminuto que era en esencia, de la vanidad de sus esfuerzos por controlar su destino. Él, William Bellman, el dueño de la fábrica, no era nadie. Todos aquellos años creyendo en su propio poder, sin advertir ni una sola vez la presencia de un rival tremendo que podía destruirlo en un solo día si le daba la gana. Su felicidad y su éxito, que había tomado por cosas sólidas, resultado de su propio esfuerzo y habilidad, se habían revelado tan frágiles como la flor del diente de león; lo único que tenía que hacer su insospechado enemigo era soplar y las semillas se dispersarían. ¿Por qué, se preguntó, nunca se había percatado, él que lo sabía todo? ¿Qué le había mantenido en la ignorancia durante todos aquellos años?

Bebió. La lucidez de su pensamiento sobre aquel nuevo asunto le deslumbraba, pero cada vez tenía la cabeza más gacha, hasta que terminó apoyada en sus brazos sobre la mesa y se puso a roncar.

Poll lo sacudió. Le ayudó a ponerse en pie y lo acompañó hasta la puerta.

—A casa, William Bellman. No es el mejor sitio, pero es el único sitio al que puedes ir. Vete a casa.

Fuera estaba oscuro. No sabía si hacía frío o no, porque el alcohol aislaba su cuerpo y lo llenaba de una calidez trémula y artificial. Se puso en marcha, a trompicones entre las sombras. No sabía adónde se dirigía pero avanzaba un paso tras otro, porque si se detenía la tristeza caería con todo su peso sobre él. Durante toda su vida adulta había vivido con un propósito. Había invertido cada uno de los minutos de su existencia con un objetivo en mente. Ahora intentaba averiguar cuál era su propósito. No tenía nada que hacer en casa. Todo lo que se podía hacer se había hecho. Allí sobraba. En la fábrica no lo querían. Su trágica presencia arrojaba una sombra sobre los obreros. Le tenían miedo, porque tenían miedo de lo que le había sucedido a su familia. ¿Adónde ir, entonces?

Una zona del cerebro de William Bellman funcionaba de manera automática a la hora de solucionar problemas. No podía decir si se trataba de una costumbre, del resultado de ejercitarla o, simplemente, de un rasgo innato. Funcionaba con tal eficiencia que jamás se veía obligado a ponerla en marcha, porque estaba activada y a pleno rendimiento en cuanto se la requería. De hecho, era tan veloz que a menudo le proporcionaba las soluciones antes de que se diese cuenta de que tenía un problema. Marchaba como un reloj, con un tictac repetitivo en un segundo plano de su mente, mientras en primera línea lidiaba con lo inmediato, lo superficial, lo mundano. Aquella tarde observó que la maquinaria de su cerebro barajaba un gran número de probabilidades tratando de enfrentarse a un rival muy poderoso. La muerte; el inexorable paso del tiempo.

Primera opción: llegar a un acuerdo. Tanto para ti, tanto para mí, y los dos salimos ganando… Había probado con esto y no había dado resultado. Segunda opción: vender. Pero se trata de Dora. Así que, aun en el caso de que su rival pareciese dispuesto a comprar —y teniendo en cuenta que hasta el momento no había hecho sino destruir y robar—, Bellman no podía vender. Nada de ventas, entonces. Tercera opción: esconderse. Pasar desapercibido, no llamar la atención y esperar que al rival le pareciese demasiado insignificante para preocuparse. Demasiado tarde. Ya estaba en el punto de mira de su rival. ¿Qué le quedaba por probar? Cuarta opción: colaborar. Pero ¿cómo podía esperar que se diese tal circunstancia? Era imposible. De vuelta a la primera opción. Llegar a un acuerdo. Pero lo había probado y…

La maquinaria mental dio vueltas y vueltas. Sus propuestas se hacían cada vez más desesperadas: ¡sabotearía la maquinaria de su enemigo! ¡Bajaría los precios radicalmente para obligarlo a cerrar su negocio! ¡Contrataría matones para pegarle fuego a sus instalaciones, le robaría a sus mejores hombres, extendería rumores maliciosos sobre el dudoso origen de sus propiedades! Ideas ridículas, dada la naturaleza del rival en cuestión. Cuanto más osadas se volvían sus ideas, menos se reconocía. No sabía que fuese capaz de elaborar medidas tan retorcidas y desesperadas. No era el hombre que siempre había creído ser. Estaba demasiado agotado para detener el mecanismo de su cabeza, y en cualquier caso no sabía cómo apagarlo. Nunca había tenido la necesidad de hacerlo.

¿Cómo podría seguir viviendo, con esas ideas en la cabeza… aquel empeño incesante en resolver algo imposible de resolver?

Llegar a un acuerdo, vender, esconderse, colaborar.

Le volvería loco. Ya le estaba volviendo loco.

¿Por qué no asumiría su cerebro que no había nada que hacer y que había perdido?

Y entonces, de repente, allí estaba. Cerca de la vieja casita en la que había crecido. Los campos se encontraban a oscuras, pero la casa era un rectángulo visible de sombras y el viejo roble estiraba la negrura de sus ramas hacia el cielo. Comenzó a avanzar hacia el árbol.

Allí se le presentaba un nuevo proyecto: ¿cómo podía apagar su mente?

Llegó hasta el árbol y se quedó junto al tronco. Aquel era el lugar donde tenía que estar. Lo intuía. Su cerebro estaba despierto y funcionaba con precisión.

Esa rama era lo suficientemente robusta y tenía la altura adecuada. Podía encaramarse desde el otro lado, trepar por ella y quedarse allí preparándose y, cuando todo estuviese listo, dejarse caer a plomo hacia su propio fin. Analizó el plan, lo repasó mentalmente para descubrir dónde estaban sus puntos débiles y, tras unas modificaciones mínimas… ¡Perfecto!

Lo único que necesitaba era un pedazo de cuerda, y sabía dónde encontrarla. Los ataúdes se bajaban a las tumbas con sogas, y debido a la cantidad de entierros que se llevaban a cabo en aquel momento —dos o tres diarios— las cuerdas no se guardaban, sino que se dejaban en un gancho, colgando junto a las escaleras de la cripta. Las había visto. No había peligro de que nadie las robase. Ningún ladrón quería una soga que hubiese servido para bajar muertos a sus sepulturas.

Bellman se encaminó hacia el patio de la iglesia. ¡Un objetivo factible! Ya se sentía mejor.

El cielo no estaba negro por completo, un fragmento de luna lo iluminaba, y los tejos del cementerio se recortaban contra la tenue claridad. Avanzó con lentitud, tropezándose al pasar del camino a la hierba irregular. Encontró la soga, y al regresar a la puerta, divisó la tumba de Rose.

Aminoró el paso y terminó deteniéndose.

Una presión en el pecho.

No estaba solo. Un poco más allá, el hombre de negro se encontraba recostado contra una vieja lápida. No hacía nada, se limitaba a contemplar con paciencia la hilera de árboles recortándose contra el cielo.

Si hasta entonces había corrido la brisa, en ese momento se cortó en seco. El aire dejó de correr, se quedó suspendido.

Daba la impresión de que el hombre esperaba desde hacía mucho tiempo, aunque no demostraba tener prisa. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo.

Al volverse hacia William, su mirada reveló una curiosidad cortés.

—Lamento lo de esta tarde, reconozco que podría haber llevado mejor las cosas —dijo, y su voz era corriente y afable.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó William.

—Un amigo.

Y le lanzó una mirada brillante para calibrar cómo encajaba la respuesta.

—¿Un amigo? No nos han presentado.

El hombre de negro ladeó la cabeza y caviló.

—Cierto. Y, sin embargo, mis intenciones son amistosas. He pensado que deberíamos charlar.

William se recolocó la soga en el hombro y reemprendió su camino.

—¿No le apetece? —sugirió el hombre.

—¡Así es como funciona, entonces! Ahora me quedo charlando con usted, y mañana a primera hora encuentran mi cadáver en este cementerio, ¿verdad?

Los ojos del desconocido se pasearon un momento por la soga que cargaba William. Luego su mirada, cortés e irónica, se dirigió hacia su cara.

Lo sabe, pensó William.

Pero el hombre de negro esbozó un gesto, como si espantase una idea puesta sobre la mesa.

—No, no, no. Ya veo que me ha malinterpretado. Estoy aquí para ayudarle…, o más bien para pedirle ayuda. A fin de cuentas, es lo mismo. ¿Por qué no deja eso en el suelo —le señaló la cuerda con la cabeza— y se sienta?

Extenuado, William soltó la soga y se dejó caer sobre una losa, lejos de la tumba de Rose.

—Fíjese, señor Bellman. —El hombre alargó un brazo embutido en su abrigo y abarcó con un gesto el cementerio entero—. Dígame lo que ve.

—¿Qué veo?

Ante él solo había tumbas. Las más viejas tenían estatuas, losas, ángeles, cruces, urnas. Las más recientes estaban cubiertas por tierra y poco más. El blanco de unas flores resplandecía en la tumba de Rose. Nuevas fosas esperaban vacías, preparadas para el día siguiente y el siguiente. Una sería para Dora.

La rabia se apoderó de William a través de la bebida.

—¿Qué veo? ¡Le voy a decir lo que veo! Veo a mi esposa. Veo a tres de mis hijos. Los veo muertos. Veo esa tumba de ahí, fría y vacía, a la espera de mi última hija, que se está muriendo en este preciso instante. Veo miseria, sufrimiento y desesperación. ¡Veo la futilidad de todo lo que he hecho y de todo lo que haré! ¡Veo con claridad los motivos por los que debo quitarme de en medio, aquí y ahora, y terminar de una vez! ¡Para siempre!

William se desplomó sobre la tumba. Se hizo un ovillo y se tiró del pelo, el rostro sometido a tales convulsiones que era como si la piel quisiese separársele de los huesos. Aguardó a que el dolor lo engullese, lo arrastrase para depositarlo en cualquier otro lugar, pero no sucedió así. La agonía se prolongó, inalterable, interminable, insoportable, en el mismo lugar. Deseó ardientemente escapar, pero lo único que se escapó allí fue el llanto de entre sus labios, una expulsión de sentimientos, un aullido, un graznido. Una vibración agradable detonó en su cabeza.

El sonido fue desvaneciéndose en su cerebro. Tal vez el hombre se había ido ya. Tal vez no había estado nunca allí. ¿Era capaz de hacer lo que pretendía? Bellman levantó la mirada.

Aún estaba allí. De pie, las manos entrelazadas a la espalda, el pecho echado hacia delante, imperturbable.

Le devolvió la mirada a William.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —le animó.

William le dedicó un gesto de amargura. ¿Estaba hablando con un loco?

—Bueno. Es pronto para hacerse una idea. —Se soltó las manos, enseguida se lo pensó mejor y se las volvió a coger tras la espalda—. Yo veo las cosas de otra manera, como comprenderá.

—Ya me lo imagino. —La voz de William estaba debilitada después de tanto gritar.

—Sí. Lo que yo veo aquí —respiró hondo, como si le diese una calada a un puro especialmente caro y exótico, y exhaló el aire con deleite— es una oportunidad.

William lo miró fijamente. Aquel tipo era un desequilibrado. Entonces tuvo un instante de lucidez.

Una oportunidad.

¿De qué se trataba?

Llegar a un acuerdo, vender, esconderse, colaborar.

Colaborar.

Pensó en Dora.

Asintió.

—Cuente conmigo.