—¡Perfecto!
Bellman, el jefe de obra y el ingeniero contemplaban juntos cómo la corriente de agua desviada iba llenando el depósito. El líquido penetraba salpicando y haciendo espuma, sorprendido por la nueva dirección a la que se lo forzaba; al otro extremo se serenaba, se volvía quieto y manso. Era un espectáculo imponente. Miles de galones de agua almacenados en previsión de una futura sequía que permitirían a la fábrica continuar produciendo sin preocuparse del nivel del agua. Constituía una garantía contra la casualidad, el azar, la incertidumbre.
Un chico llegó corriendo desde la fábrica, sin aliento.
—Tendrá que esperar. Estoy ocupado —le dijo Bellman.
Veinte minutos después el chico estaba de vuelta, pidiendo disculpas.
—La señora Bellman insiste en que vaya cuanto antes. Me ha pedido que no vuelva sin usted.
Bellman lo miró contrariado. Deseaba quedarse y contemplar aquello más que nada en el mundo. Era un sueño que llevaba alimentando muchos años. La primera vez que habló con el supervisor de la fábrica se había quedado allí plantado observando el giro de la rueda, consciente de lo que había que hacer. ¡Y ahora estaba allí!
Pero si Rose le pedía que fuese, sabiendo lo que iba a suceder ese día, debía de tener un buen motivo.
En cuanto entró en el vestíbulo, un olor acre, a requemado, le inundó la nariz y le obligó a hacer una mueca.
Antes de que pudiera localizar el origen, una Rose completamente trastornada bajó corriendo las escaleras. Iba desgreñada, el pelo se le escapaba de las horquillas; tenía la cara blanca y crispada.
—¡Gracias a Dios que has venido! —dijo la extraña Rose con una extraña voz—. Lucy tiene el tifus.
—¿Has mandado a buscar al médico?
—Acaba de irse. Tenemos que ponerla en cuarentena —dijo indignada—. Hay que mantener a los demás alejados de ella. —Hasta ese momento había sido capaz de contenerse, pero ahora las lágrimas corrieron por sus mejillas—: ¡Ay, William! ¡Le hemos cortado el pelo y lo hemos echado al fuego!
Así que de ahí venía aquel olor tan desagradable.
Rose se secó las lágrimas furiosamente con la manga del vestido y él le hizo un fugaz gesto de consuelo.
—Le volverá a crecer. ¿Dónde está?
Al enterarse de que ni siquiera él podía tener contacto con su hija, Bellman apoyó la escalera contra la pared y subió hasta el nivel de la ventana del cuarto. Dentro, la señora Lane, que se había ofrecido a cuidar a la enferma para que Rose pudiese ocuparse de los otros niños, se inclinaba sobre la cama.
Dio unos golpecitos en el cristal con las uñas y la señora Lane se volvió.
La niña echada en la cama no era la Lucy que él conocía. La palidez de su rostro le cogió por sorpresa, parecía más delgada, pero desde luego eso no era posible: la había visto el día anterior. Sus ganas de vivir todavía eran lo suficientemente intensas para que clavase la mirada en su padre con asombrada satisfacción al advertir su presencia, pero cuando se dio cuenta de que no entraría y el dolor de cabeza se intensificó, hizo un mohín y gimió de nuevo.
Fue un gemido alto y potente. Sus padres habían engendrado niños vigorosos, con corazones fuertes y grandes pulmones. Lucy lo superaría. ¡Ánimo, pequeña!
Descendió un peldaño de la escalera, se obligó a apartar los ojos del rostro implorante de su hija y volvió abajo.
Rose se encogió de hombros.
—No soporto verla sufrir así. Tengo que estar con ella.
—Vamos a hacer lo que ha ordenado el médico. Lucy es una niña fuerte. La señora Lane es buena enfermera. Todo irá bien.
—¿Tú crees?
Él cogió las manos de Rose entre las suyas y la miró a los ojos —sereno y firme— hasta que su tremenda angustia disminuyó.
—Sí —dijo ella, respiró hondo y sonrió levemente—. Por supuesto que irá bien.
El doctor Sanderson volvió aquella noche. Visitó a la paciente y habló con la señora Lane. Se reunió con William y Rose en el salón.
—He hecho todo lo posible. Lamento no poder hacer más. Todavía nos queda rezar.
Ahora no hubo manera de disuadir a Rose, que entró a ver a su hija. A William aquello le había pillado desprevenido. Siempre había pensado que Sanderson era un buen médico. Era el más reputado entre todos los doctores de Whittingford. De inmediato mandó llamar a otro, pero le devolvieron su nota: en la ciudad había mucha gente enferma de tifus, y el médico estaría ocupado toda la noche. No le sería posible atender a Lucy antes de la mañana del día siguiente.
Mientras William leía esto, la hija de su ama de llaves entró en el cuarto. Era evidente que había estado llorando, aunque hacía esfuerzos por contenerse.
—La señora Bellman dice que ya no durará mucho. Es hora de rezar.
Él asintió lacónicamente y la acompañó hasta la habitación de la enferma.
—¿Por qué no han venido a decírmelo Susie o Meg?
—Se han marchado, señor. Les daba miedo el tifus.
En cuanto entró en el dormitorio, William empezó a interrogar a la señora Lane. Que si había hecho esto o aquello otro, y con qué frecuencia y durante cuánto tiempo…
—No insinúo que haya cometido usted ningún error. Al contrario, estoy más que seguro de que sus cuidados han sido los adecuados, solo lo pregunto para saber en qué ha consistido el tratamiento —se explicó.
Las preguntas eran enrevesadas, y la señora Lane se veía compelida a responderlas mientras contemplaba a la niña moribunda.
—William —lo reprendió Rose en un susurro, y al no lograr ningún efecto—: ¡William!
Él la miró sobresaltado.
—Lo único que podemos hacer ahora es ayudarla a pasar este trance. Deja de molestar a la señora Lane y arrodíllate junto a mí. Vamos a rezar por su vida eterna.
Nunca había oído hablar a su mujer con tanta autoridad, así que se arrodilló a su lado, juntó las manos y se unió a sus plegarias.
Mientras tanto, no dejaba de observar. Aquella apenas era ya su Lucy. El tifus había fundido su carne. Lo que quedaba de ella era una criatura huesuda, macilenta, con los ojos hundidos, sacudida por convulsiones e indiferente a la presencia de sus padres. William estudiaba cada detalle.
Se percató de que su esposa tampoco le quitaba ojo de encima a la niña, pero en su mirada había algo distinto. Apenas parpadeaba, y sus ojos revelaban un poder que iba más allá de la mera observación. Por la intensidad de aquella mirada atenta comprendió que algo sucedía, pero no supo qué era.
La niña murió.
Aturdido, William, se levantó y salió de la habitación. Al llegar al salón aflojó el paso. Se apoderó de él una inquietud insoportable. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que tenía que hacer algo. Lucy se había ido, continuaba pensando, y él tenía que ir y traerla de nuevo. No podía haber ido muy lejos, no estaría a más de una hora de camino. ¡Tenía que ensillar su caballo de inmediato! Reprimió un centenar de veces el impulso de dirigirse al establo, un centenar de veces tuvo que reafirmarse en su intención. Y cuando no era el establo, era esta otra idea: Lucy se había roto. Alguna parte de su cuerpo se había estropeado, necesitaba reparación. Había ido a buscar al experto y este no había dado la talla. Tendría que hacer el trabajo él mismo. ¿Cuándo se había equivocado él? ¿Dónde estaban sus herramientas? Enseguida la tendré funcionando otra vez, como nueva.
Está muerta, se repitió sin descanso, pero su cerebro continuaba obstinándose. Nada es imposible. Todo se puede recuperar, las cosas rotas se reparan. Si había una manera de conseguir que el sol brillase durante la noche, William Bellman la encontraría.
Anduvo de aquí para allá buscando una solución. No la encontró, pero no pudo dejar de devanarse los sesos hasta que amaneció, y entonces surgió otro problema: Paul y Phillip estaban enfermos.
Ahora su presencia sería de alguna utilidad.
William condujo su carro hasta Oxford para consultar con los médicos de allí. Cuando regresó, traía nitrato de potasio y de plata, bórax, sales y acetato de amonio. Desenvolvió unos cepillos de pelo de camello. Sacó aceite de limón y de caqui. Un ungüento de textura cerosa que hacía que todo oliese a clavo. Explicó a Rose y a la señora Lane cómo debían mezclar, dosificar y aplicar aquellos preparados.
—Afeitadles la cabeza por completo. A la pequeña no la afeitamos del todo. Hay que mantener la cabeza elevada, envuelta en un paño de seda empapado en aceite de limón. Los pies hay que calentarlos aplicándoles la pomada de clavo y cubriéndolos con paños calientes. Nada de sanguijuelas, nada de sangrías. Durante los primeros tres días, dadles de comer únicamente cebada y agua de arroz. Después de eso, solo pueden comer caldo de carne y pollo, y el pollo debe cocerse sellado en un tarro y al baño María. Tienen que aliviar la vejiga cada seis horas y los intestinos cada veinticuatro. Cada noche habrá que restregarles nitrato de plata en las úlceras de la garganta…
Lo apuntó todo. Elaboró listas y horarios en su cuaderno de piel. Una marca cada vez que uno de sus hijos hacía de vientre u orinaba. En el dormitorio no sucedió nada que pasase inadvertido a su registro.
A los chicos la enfermedad les cogió con la guardia baja. Miraban a su padre desde el otro lado de un muro de dolor, desconcertados al ver que se limitaba a tomar notas en su cuaderno cuando lo único que tenía que hacer era atravesar aquella pared y sacarlos de allí. Lucharon, se retorcieron, agonizaron.
William analizó sus anotaciones en busca de patrones, indicadores de mejoría. Probó a alterar los tiempos, las dosis. ¿Suponía alguna mejoría? ¿Era demasiado pronto para decirlo?
Cuando no se encontraba en el cuarto de los convalecientes, estaba entrando y saliendo de cualquier rincón de la casa. ¿Qué cosas habían pertenecido a Lucy? ¿Cuáles eran sus juguetes? ¿Qué mantas había usado? ¿Sobre qué cojín había dormido?
—¡Quémenlo!
Encendieron una hoguera en el jardín que no se extinguió, porque no dejaban de recordar una cosa u otra que había que quemar. La ropa de los chicos. Sus libros. Sus colchones. ¿Qué llevaba puesto la última vez que los había abrazado y besado? ¡Quémenlo! Y Rose, ¿qué vestido llevaba? Pusieron patas arriba cada una de las habitaciones de la vivienda, se inspeccionó cada armario y cada cajón; esa muñeca, ese sombrero, esa cinta, ¡quémenlo! ¡Quémenlo todo!
En el dormitorio de sus hijos, tiró de unas cajas guardadas bajo las camas. Enterradas entre libros, juguetes y pelotas, todo los adorados cachivaches de la vida de un niño, encontró un tirachinas. Se lo lanzó por la ventana al asombrado jardinero, que atizaba las llamas.
—¡QUÉMELO!
Temblando, se quedó quieto con las manos apoyadas en el marco, recuperando el resuello. Cuando pudo respirar de nuevo, volvió al cuarto de los enfermos y cogió su cuaderno forrado.
Lo primero es observar. Únicamente observando es posible comprender. Solo una vez que se ha comprendido se puede intervenir. La enfermedad era un mecanismo como cualquier otro: la observación atenta bastaría para dilucidar su funcionamiento. Era cuestión de tiempo.
William fue a enterrar a Lucy. El servicio fue breve; tenía que serlo: había demasiada gente a quien enterrar. El desconocido de negro le dirigió una inclinación compasiva, pero él apenas advirtió su presencia. Regresó a casa para enterarse de que sus hijos habían muerto, con una diferencia de minutos entre uno y otro.
Rose, que rezaba a los pies de la cama, alzó la mirada con ojos extremadamente brillantes y una rojez en la garganta.
—Amor mío, estás enferma.
—Entonces será mejor que vayas a buscar las tijeras.
Se quitó los alfileres del pelo. Sacó las tijeras de su funda de cuero y se cortó el cabello. Lo tiró al fuego y se fue a la cama.
Un día después, William la dejó al cuidado de la señora Lane para asistir al funeral de sus hijos. Fue un entierro extraño. Había muchos muertos. El servicio no solo se dedicó a Paul y a Phillip, sino también a muchos otros, personas que él conocía o de las que había oído hablar. Todos tenían que ser enterrados ese día, porque al siguiente habría más. Los asistentes eran escasos: la gente estaba enferma, o cuidando de los enfermos, o tenía miedo de contagiarse. Los hombres que se levantaban, se sentaban y rezaban —nadie cantaba, porque no había coro ni ánimos para cantar—, llevaban su duelo por separado, individualmente, este por su esposa, aquel por su hermano, aquel otro por su hijo. No se consolaban entre ellos, cada uno necesitaba para sí mismo el poco consuelo que fuese capaz de conjurar. Alguien debía de estar haciéndose de oro vendiendo crespón negro, rumió lúgubremente.
William se perdió en complicados cálculos. ¿Cómo medir el duelo? ¿Cómo contabilizar, pesar, evaluar el dolor? En el pasado había disfrutado de muy buena fortuna, él era el primero en admitirlo. Entonces no era consciente, pero tendría que pagar un precio por ello. Lo estaba pagando ahora. En algún lugar, elucubró, un ecuánime espíritu de la justicia, al ver que ahora las cosas estaban… ¿cómo?, ¿equilibradas?…, comenzaría a enviarle buena suerte de nuevo. Un cálculo oscuro se desprendió de su ábaco interno: había perdido a Lucy, había perdido a sus dos hijos. Eso hacían tres. Todavía tenía una esposa y una hija. No parecía absurdo confiar en conservarlas. Sería un reparto de sesenta-cuarenta. Era un trato generoso para la otra parte. Sesenta-cuarenta. Demasiado bueno para rechazarlo. En los números encontraba cierto consuelo.
A William no le sorprendió encontrarse al hombre de negro en el cementerio. A pesar de la curiosa pulcritud de su atuendo funerario, no tenía el aspecto de alguien que atravesase un duelo. No presentaba el aspecto de alguien cuya esposa está agonizando en casa, ni el aire demacrado de quien lleva días junto a la cama de un niño moribundo. Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Por William? El hombre cruzó con él una mirada de familiar reconocimiento. Fue demasiado para William, que aquel día no tenía la fuerza para resistirse al desparpajo de aquel hombre. Lo saludó con una inclinación de cabeza. El individuo le devolvió el saludo con una expresión atenta de triste solicitud.
¿Sesenta-cuarenta?
Conoce a tu adversario, ese es el secreto de una negociación fructífera. ¿Y si sus negociaciones quedaban en nada? William sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Si una cosa te falla, prueba con otra. Siempre hay una salida.
Respiró hondo. Se recompuso.
Volvió junto a la cama de la enferma, a colocarle paños fríos en la cabeza, a aplicarle nitrato de plata, a darle cucharadas de caldo, baños de agua tibia en los pies, a mezclar aloes y sales con melaza… Estaba abriéndose paso a través de aquella enfermedad. Observar. Comprender. Intervenir. Encontraría una salida.
Durante aquel período William no tocó la cama ni durmió como Dios manda, pero a veces, junto al lecho de Rose, entre un ataque convulsivo y otro, daba cabezadas en la silla. Algo irrumpió en la ensoñación y se despertó mirando a su alrededor en busca de una pista. Todo estaba como de costumbre en la habitación de la enferma. No se apreciaba ningún cambio significativo.
Entonces se dio cuenta: del pasillo le llegaba un olor acre. En otra parte de la casa alguien estaba quemando pelo. Se levantó alarmado y corrió a buscar a Dora. Se la encontró vestida con un camisón blanco, junto a la chimenea de su dormitorio. Una pequeña fogata: debía de haberla encendido ella misma. Se pasaba las tijeras por el largo cabello oscuro y dejaba caer los mechones en el hogar.
—¿Te he despertado? El olor es tan penetrante… ¿Voy a tumbarme en mi cama o es mejor que vaya al cuarto de los chicos? Todo lo del botiquín está allí.
Él le arrebató las tijeras. Su hermosa cara ofrecía un aspecto peculiar. La cabeza rapada solo por un lado, una marca roja en la garganta y en el cuello.
—No hace falta que te lo cortes. No veo que sirva de nada —le dijo.
—Ah. Bueno, ya que he comenzado, terminaré.
Se lo cortó él mismo, dejando caer los mechones en el fuego mientras lloraba al revelar la blancura del cráneo. Cuando pasó de la parte posterior al lado, la mirada de ella era firme. Le dirigió a su padre una leve sonrisa, como tratando de disculparse.