El día de su partida, Charles se reunió con el abogado de su padre.
—No voy a quedarme en Inglaterra, tengo compromisos en el extranjero. He llegado a un acuerdo con William Bellman en lo que se refiere a la administración de la fábrica.
Le entregó una copia del contrato que habían firmado y el abogado lo leyó. Al llegar a la sección relativa al salario de William, se llevó una mano al mentón y se acarició la barba.
—Un sueldo generoso. No obstante —le dirigió una mirada a Charles—, es un hombre muy capaz. No sería buena idea arriesgarse a que se lo llevara la competencia.
A Charles le dio un vuelco el corazón. Eso ni se le había pasado por la cabeza.
El abogado continuó leyendo.
—Los beneficios se repartirán al cincuenta por ciento…
Frunció el ceño.
—¿Sí?
—No es lo habitual.
Charles no sabía lo suficiente para tener una opinión formada.
—Y más adelante su primo invertirá en la fábrica, pero se embolsará cualquier beneficio adicional resultante. Nada ortodoxo…
Charles estaba reflexionando sobre lo que implicaría que William dirigiese una fábrica de la competencia.
—Es mi primo. No debemos pasar por alto los lazos familiares. —Esbozó una sonrisa para sí mismo. Eso es lo que habría dicho su padre.
El abogado caviló.
—Su padre tenía mucha fe en William Bellman, queda bastante claro en el acuerdo que firmaron cuando lo nombró su secretario. Por supuesto, si tuviese usted intención de replantearse lo referente al reparto de beneficios no supondría ningún problema revisar el contrato con el señor Bellman. Da la impresión de haberse finiquitado con cierta precipitación, y usted acababa de llegar de un largo viaje y sin duda todavía estaba afectado por el fallecimiento de su padre. Si cuando lo relea en frío no está de acuerdo con este párrafo, se puede presionar al señor Bellman para que lo reescriba…
¿Presionar? ¿Presionar a William? Charles rechazó la idea de plano. En cualquier caso, quería estar en Oxford hacia las tres, un cochero lo esperaba allí para llevarlo a la costa e iniciar la travesía al día siguiente.
—No tengo ninguna queja sobre el contrato.
Al percibir aquel nuevo tono en la respuesta de su cliente, el abogado alzó la vista.
—Bueno…
No había más que hablar. Charles había obtenido lo que quería por medio de aquel contrato y, fuera lo que fuese, no iba a soltarlo. Pues muy bien. El abogado tampoco es que se muriese de ganas de pelear contra William Bellman. Cuando más tarde reflexionaba sobre el asunto llegó a la conclusión de que había actuado en el mayor beneficio de su cliente. «No es que vaya ser mucho más, digo yo. Unas ganancias que superen con creces el nivel actual…», meneó la cabeza. La fábrica ya estaba funcionando a pleno rendimiento. ¿Se le podía sacar más provecho?
Charles se encontró con que estaba listo para marcharse antes de lo que había planeado. El cochero estaba allí, ¿por qué esperar? No le daba pena marcharse. Ahora Italia era su hogar. La persona a la que amaba estaba allí. Nada le ataba aquí, ni la fábrica ni la casa. Estaba contento de poder decir adiós a ambas. De todas maneras, era curioso pensar que no tendría necesidad de volver nunca más.
De camino hacia Whittingford, el carruaje recorrió la carretera que llevaba a la casa de su primo. Apenas había visto a William, pero había comprobado que la fábrica se quedaba en buenas manos. William estaba en buenas manos con Rose. En la vida de su primo había muchas cosas dignas de admiración, aunque Charles no la soportaría ni un solo día. No obstante, había disfrutado de una hora de inesperada felicidad en aquel lugar mientras dibujaba grajos con la niña. Le invadió el deseo —la idea era de una novedad pasmosa para él, el deseo y la imposibilidad simultánea de materializarlo— de ser padre de una chiquilla como Dora y sentarse los domingos por la tarde en el jardín y enseñarla a dibujar.
Al recordar el grajo que habían dibujado se volvió y echó una mirada al campo y al robledal, tan frondoso como cuando tenía diez años. Una piedra trazó un arco perfecto en el cielo, con William y su tirachinas en un extremo y un joven grajo posado en una rama al otro. En aquel entonces les había parecido un suceso milagroso. Aún ahora le parecía un milagro. Fred había estado ahí. Y Luke, que ahora estaba muerto; su padre le había escrito para contárselo. Luke fue el que desplegó un ala del grajo y reveló aquellos colores deslumbrantes destacando entre la negrura. Continuaban deslumbrándole hoy, tanto que tuvo que secarse una lágrima.
Como llegó temprano a Oxford, tuvo tiempo para ir a Turl Street y comprar unos cuadernos de dibujo y lápices. Lo dispuso todo para que se los hiciesen llegar a Dora. Pronto estuvo preparado su coche y emprendió la siguiente etapa de su viaje.