A Charles, la mujer de su primo le pareció una persona encantadora y con talento, la clase de esposa que un hombre como William necesitaba. Los niños eran vivarachos, alegres y curiosos. Estuvo en el diminuto salón que recordaba de su infancia. Su abuela nunca vio con buenos ojos que visitase la casa de su primo, pero su padre no lo desaprobaba. Le vinieron a la mente recuerdos de su tía, la madre de William, y contó algunas historias sobre ella.
Rose se dio cuenta de que el primo de su marido se quedaba sorprendido al comprobar la atención con la que escuchaban esas anécdotas.
—Nos está contando usted más cosas en cuatro minutos de lo que nos ha contado mi marido en años —le comentó—. ¿Se quedará a comer? Dora le enseñará sus dibujos mientras cocino.
Hacía un día luminoso y el ambiente era agradable. Charles se sentó en el jardín con la joven artista en ciernes. Ella le fue enseñando páginas y páginas de bocetos, apenas unas pocas líneas entrecortadas, interrumpidas, abortadas, inconclusas, y sin embargo, para Charles por lo menos, de naturaleza claramente aviaria.
Dora rebuscaba entre sus papeles con rapidez, arrugando las hojas con desagrado.
—Cuidado. —Interpuso una mano para detenerla—. ¿Qué es esto?
—Un grajo. Siempre está por el jardín, por allí. Lo veo desde mi ventana.
Charles acercó más el cuaderno. Tenía algunos fallos. Nadie le había enseñado a la niña la manera correcta de coger el lápiz y aplicaba demasiada presión sobre el papel. Ponía un empeño cándido a la hora de dibujar plumas. El pájaro no tenía ojos; no obstante, no cabía duda de que era un córvido. La garra aferrando la rama, el ángulo de las patas, el equilibrio y el peso del cuerpo: todo estaba ahí con la suficiente claridad para resultar convincente, pese a la inexperiencia.
—Aquí hay una parte que falla —le decía ella—, y aquí lo mismo —indicando con el lápiz los defectos que había descubierto en su propio trabajo. Bueno, que supiese cuáles eran sus fallos era prometedor. Con solo diez años, tenía buen ojo.
Charles era consciente de sus propios defectos. Tenía uno inmenso: amar a quien no debía. Un defecto que lo apartaba de todos y le reportaba muchas satisfacciones, y que no se atrevía a odiar. Luego tenía otros de menor importancia, entre los que se contaba el no haberse convertido en un gran pintor. Alguien le había dicho una vez que el deseo de hacer algo bien es un buen indicador del talento. En su caso, había comprobado que no era cierto. No era un artista. Amaba aquello, podía juzgar de manera aceptable una obra de arte, pero sus propios esfuerzos eran poco convincentes, con independencia del potente deseo que hubiese detrás. Sabía cómo mirar el mundo y era capaz de concebir una obra de arte que plasmase lo que contemplaba, pero carecía de la habilidad para llevarla a cabo. Como mucho, podría haber sido un buen profesor. Sin embargo, un hombre de su clase no se dedicaba a enseñar a pintar a las chicas. Eso habría sido algo ridículo. Solo podía ser lo que era: un coleccionista. Comprando arte posibilitaba que otros con más talento que él pudiesen mantenerse y, por lo tanto, pintar. Vivía separado hasta cierto punto de su pasión, pero del todo reconciliado con ella.
Tal vez Dora tuviese lo que a él le faltaba. Su perspectiva era antiacadémica y fruto del azar, pero era observadora, tenía un trazo pulcro y no le daba miedo el papel.
—Mira. —Cogió el lápiz y le enseñó cómo sostenerlo—. Así puedes hacer esto… y esto…
Ella le quitó el lápiz de las manos e hizo un intento.
—Entiendo. ¿Así?
—Eso es.
Y en ese instante, invocado por su gemelo dibujado en la hoja, el grajo apareció descendiendo más bien con poca gracia, aunque aterrizó con cierto aplomo. A Charles le pareció curioso, y se volvió a tiempo de ver cómo el rostro de Dora se tornaba serio y quedaba absorto analizándolo. Lo observó de cerca mientras el pájaro picoteaba insistentemente las raíces del césped, nada receloso de aquel par de humanos.
No trató de dibujarlo, sino que se limitó a contemplarlo hasta que, agotada su curiosidad, el ave aleteó con displicencia y se elevó en el aire haciendo alarde de su potencia muscular. Entonces la niña se dispuso a esbozarlo.
El grajo apareció de nuevo en una página en blanco. Charles se dio cuenta de que ya había asimilado la nueva manera de sostener el lápiz y se podía apreciar la mejoría en una mayor soltura del trazo. Cuando terminó, ladeó la cabeza para evaluar el resultado.
—Ha quedado mejor, ¿verdad? Para dibujar un pájaro —comentó mientras le tendía el dibujo— hay que empezar por observarlo con atención. Luego, una vez ha salido volando, lo retienes en la memoria.
—Muy buen método, doy fe.
—¿Vas a regresar a Italia mañana?
—Sí.
La niña se volvió y le lanzó una mirada larga y grave.
—Señorita, ¿está usted reteniéndome en su memoria?
—Antes de que salgas volando —asintió—. Ya está. Ya te tengo.