18

El hombre que descabalgó en el patio ofrecía un curioso espectáculo, embutido en sus ropas extranjeras y con aquellos modales vacilantes. Desde la ventana de su despacho, William lo vio saludar a uno de los porteros.

No sabe ni por dónde se entra, pensó.

Pocos minutos después, Charles estaba en la puerta de la oficina.

—Cuando la carta me llegó… He venido en cuanto me ha sido posible. Demasiado tarde, claro está.

William le dio el pésame de rigor y Charles lo recibió agradecido.

—También yo debería darte el pésame. Durante estos últimos años has estado más cerca de él de lo que yo lo he estado nunca, a pesar de que fuera mi padre —lo dijo sin rencor, constatando un hecho, sencillamente.

William le ofreció asiento a su primo, pero Charles parecía reticente a aceptarlo. Era alto y recio, tan bien alimentado como de costumbre; sus músculos no estaban muy curtidos por el trabajo. Esas piernas deben de ser perfectas para pasear colina arriba a contemplar mejor el paisaje, pensó William. Cuando abrió el cuaderno de cuentas para mostrarle los beneficios de la fábrica, Charles ni se acercó a las páginas, sino que se entrelazó las blancas manos tras la espalda. Se inclinó hacia delante para parecer bien dispuesto, aunque no tanto como para aparentar un verdadero interés. Su primo señalaba aquí y allá —manos callosas, suciedad bajo las uñas—, exponiendo de un modo comprensible a cualquiera lo que se había hecho, lo que se estaba haciendo, para que la fábrica continuase siendo productiva.

—Sí. Ya veo —comentó Charles.

No pudo disimular la inseguridad en la voz. Dejó vagar la mirada por las tablas, las cifras y el registro de pedidos, y aunque William se esforzó en ser breve y usar un lenguaje llano, se dio cuenta de que Charles ni oía ni veía nada.

—Lo cierto es que tengo varios compromisos en Venecia…

Sonaba como si fuese algo ensayado, algo que había estado musitando entre dientes en el trayecto desde Italia. Debía de sonar natural en su cabeza, en los carruajes, a caballo o en el mar. Las palabras mágicas que lo librarían de aquellas complicaciones. William supuso que solo en aquel instante, al pronunciarlas en la oficina, se le hizo patente a Charles lo frívolas que parecían.

Los primos se miraron.

—No hace falta que te quedes si no quieres —dijo William—. Todo está bajo control. Te puedo mantener informado en Italia o donde estés. No es necesario que hagas cambios sustanciales en tu vida.

—No, no… Mientras a ti te parezca bien.

William asintió.

—Me pondré un salario.

Mencionó una cifra.

—Estos son los beneficios de los últimos cinco años. Los dividiremos al cincuenta por ciento. En el futuro, me gustaría reinvertir más de lo que lo hemos hecho últimamente, pero estoy de acuerdo con poner para ello mi parte y darme un aumento más adelante respecto al sueldo actual. Puedo garantizarte unos ingresos de… —Garabateó la cantidad y se la pasó—. ¿Qué te parece?

Aquella suma representaba más que la asignación que recibía Charles de su padre. Era más de lo que necesitaba. Podría vivir exactamente como le viniese en gana.

—Eso suena…

Trató de recordar qué clase de comentario habría pronunciado su padre, con su juicioso y amplio vocabulario para tratar temas de dinero y negocios, pero no lo logró. Charles era capaz de hablar de poesía, de historia y de mobiliario Luis XV; y podía hacerlo en inglés, italiano o francés; pero la jerga empresarial inglesa le resultaba ajena. Así que se limitó a asentir.

Los primos se dieron la mano.

El rostro de Charles comenzó a recuperar su color habitual. Estaba salvado. William lo había salvado.

Charles esperó cinco minutos mientras William redactaba el acuerdo al que acababan de llegar. Superado el temor de verse encarcelado el resto de su vida en aquel lugar, contemplaba la oficina como un forastero observa el lugar de trabajo de otro, admirado por el ambiente industrial que desprende, pero sin entender nada. Estaba claro que William sabía lo que hacía. Dos veces llamaron a la puerta para hacerle una pregunta ininteligible, y las dos veces su primo resolvió el asunto en media docena de palabras que nada significaban para Charles. Dos veces se apuntó algo en un cuadernito forrado en piel, luego continuó redactando el contrato sin vacilar.

La pluma con la que firmó fue el único objeto que tocó Charles durante todo el tiempo que estuvo en la fábrica. William firmó también y se estrecharon de nuevo las manos.

—Gracias —no pudo evitar decir Charles—. Vaya, ¿qué es esto?

Un boceto de aspecto infantil en una página en blanco del cuadernito. Un burro. William sonrió.

—Mi hija se entretiene haciendo dibujos en mi cuaderno cuando no encuentra otro sitio donde dibujar.

Charles mostró más interés en el dibujo del burro que en cualquier otra cosa que hubiese visto desde que llegó. Hojeó el cuaderno y encontró otros esbozos: una flor, una puerta, un gato.

—¿Cuántos años tiene? ¿Le dan clases? —quiso saber.

William advirtió que su primo era un hombre conversador. No estaba acostumbrado al trabajo, al reloj, a la habilidad para contabilizar las horas que uno tiene por delante y dividirlas en función del número de tareas que debe completar.

—Pásate por casa. Ven a comer con nosotros hoy. A Dora le encantará decirte cuántos años tiene. Si te portas bien, te dibujará un retrato —sugirió.

Una vez su primo se hubo marchado, William cogió la pluma y una nueva hoja de papel. Llevaba mucho tiempo dándole vueltas a cierto proyecto. Paul, sabedor del nivel de inversión que requería, se había mostrado cauto. Will había estudiado a fondo la energía hidráulica. Conocía los principios en profundidad y los detalles suficientes para elaborar los planes preliminares por su cuenta. Había evaluado el terreno y había buscado expertos en la materia. Con el hombre adecuado no tendría que preocuparse del riesgo; y él sabía quién era ese hombre. Mientras el asunto con Charles no estaba resuelto no había podido actuar, ¡pero ahora…!

Le escribió al ingeniero, sumido él mismo en el placer de realizar bocetos explicativos. Transcurrieron muchas horas.

Miró el reloj. Hora de cenar. Tenía que volver a casa.

Por otro lado, era el momento ideal para encontrar a Turner en su granja y hacerle una oferta que no podría rechazar por aquel pedacito de tierra suya.