Era miércoles. El día del funeral. William se sentía inquieto. Desde el momento de la muerte se había pasado la mayor parte del tiempo en la fábrica, planificando, ordenando y solucionando problemas. Había dormido un par de horas como mucho. Aún quedaba bastante por hacer.
¿Qué era un funeral aparte de estar sentado, cantando y rezando? Eso lo podía hacer cualquier tonto. Su eficiente mentalidad de trabajador le propuso delegar su asistencia unas cien veces, y lamentaba no poder aceptar la idea, pero no habría sido conveniente. Alguien debía llevar el luto, alguien debía presentarse en público, a la vista, como el nuevo señor Bellman de la fábrica. Probablemente Charles no había recibido la carta aún, y aunque hubiese podido recorrer aquella distancia a tiempo, su presencia no habría surtido el mismo efecto. Solo podía ser el señor William, el sobrino de Bellman. Había que hacerlo.
Tras cinco largas horas en la fábrica, William corrió a casa a cambiarse. El agua de la bañera llevaba una hora frente al fuego y había empezado a enfriarse; Rose, que le había sacado su mejor traje y una camisa recién lavada, estaba molesta. Pero el día de un funeral, no se hacen reproches al principal afectado por el duelo.
Cuando estaba casi listo, ella empezó a hacerle de nuevo el nudo de la corbata, que él había arrugado con sus dedos presurosos. Estaba crispado, su impaciencia era palpable.
—Te estás excediendo. —Lo miró durante unos segundos. Él pensaba en otra cosa, daba la impresión de que no la veía.
—Vuelve a casa después del funeral. ¿Me estás escuchando?
—Por supuesto.
—Bien. Ahora, ve. Vas a llegar tarde.
A punto estuvo. Una multitud de rostros nerviosos lo buscaban.
—¡Ahí está! —dijo la señora Lane, con una mezcla de alivio y contrariedad. Él ocupó su lugar en la fila de allegados y comenzó la ceremonia.
Durante el servicio, William se levantó, se sentó y se arrodilló con el resto de la congregación, murmuró amén cuando tocaba y cantó. Su voz cumplió su cometido, reunió y organizó las voces de los trabajadores de la parroquia. Se sabía las canciones de memoria, así que mientras cantaba iba pensando.
Stroud… Habían llegado noticias. Los informadores que había dispuesto en las tabernas de la carretera de Stroud no se limitaban a escuchar, además de orejas tenían bocas que regresaron susurrando todo lo que sabían. Los empresarios de Stroud volvían a tener pedidos. Pretendían volver a contratar a los obreros que habían echado y les ofrecían los mismos salarios que Bellman. «Y están tentados de irse con ellos. Al menos los que todavía tienen familia en los alrededores de Stroud.» William se sintió decepcionado, aunque no sorprendido. Se arriesgaba a perder algunos hombres valiosos.
La reacción natural era ofrecerles más dinero. Pero ¿qué les impedía a los empresarios de Stroud igualar aquellos sueldos? Era fácil aumentar los sueldos; mucho más difícil era lograr luego que se estabilizasen. Tenía que haber una solución mejor. La buscaría.
El estrés a causa del exceso de trabajo y la falta de sueño lo habían convertido en un hombre de aspecto demacrado y ojeroso. Tenía los ojos inyectados en sangre. Todos atribuyeron al dolor de la pérdida su conducta medio ausente durante el funeral.
A la salida de la iglesia, una multitud de asistentes formó fila frente a William. Este se encontraba sumido en sus cavilaciones, andaba a ciegas y, al chocar levemente contra un cuerpo, este se volvió. La cara enseguida le resultó familiar. Curiosamente, con la cabeza ladeada, el hombre le devolvió una mirada franca, irónica, interrogadora. William no fue capaz de situarlo. Fue un tanto inquietante.
En la casa de Paul, William se tomó unos tragos con los veteranos de la fábrica, los amigos y los vecinos del propietario.
—¿Quién era aquel tipo del funeral? —le preguntó a Ned—. Lo reconozco, pero no soy capaz de saber quién es.
—¿Qué pinta tenía?
William abrió la boca para describirlo, pero se sentía demasiado agotado para recordar sus rasgos con exactitud.
—¿No está aquí? —inquirió Ned.
—No.
—Usted tiene más trato que yo con los amigos del señor Bellman. Si usted no sabe quién es, me sorprendería mucho que yo lo supiera.
—Supongo que tiene razón.
William fue de los primeros en abandonar la reunión. No dio un rumbo concreto a sus pies, y estos, viéndose libres, se dirigieron por su cuenta hacia la fábrica. Ellos no le habían hecho ninguna promesa a Rose. El recinto estaba cerrado en señal de respeto hacia Paul. Era una oportunidad perfecta para ponerse al día con algo de papeleo, aprovechando la paz y el silencio.
No era habitual que la fábrica estuviese tan tranquila. William estaba acostumbrado al ruido, las distintas máquinas, los gritos, la rueda, cada elemento con su propio matiz y ritmo mezclándose en un fragor demasiado familiar para resultar molesto. Era extraño oír a los grajos a la luz del día. Podía escuchar el latido de su corazón, la circulación de la sangre en sus venas. Al abrir la puerta de la oficina, vislumbró algo negro posado sobre el escritorio. Le pareció que se alzaba, aleteando, y salía disparado hacia él.
Soltó un grito y se protegió la cara con las manos, pero la cosa retrocedió.
No era más que un pedazo de tela. Una ventana abierta, una corriente que habría provocado él mismo al abrir la puerta y una muestra de negro merino. Llevaba una nota enganchada, de puño y letra de su tío: «Will: ¿para Portsmouth?».
William cogió la tinta, y ya había apoyado la pluma sobre el papel para responderle cuando se dio cuenta de que su tío estaba muerto.
Yo he visto antes a ese hombre, pensó. Estaba en el funeral de mi madre.
Tuvo que agarrarse al respaldo de la silla para sostenerse en pie.
Muchas horas después, se levantó y salió de la oficina. El papeleo estaba aún por hacer. Se había pasado el resto de la tarde y la mitad de la noche clavado en la silla, conmocionado. Sus pensamientos estaban tan embrollados como una carretilla cargada de lana errando de camino a la hilandería. Mientras tanto, su pecho era un tumulto de latidos, respingos y pinchazos.
De camino a su casa, el cielo, que comenzaba a perder su luminosidad, parecía albergar una amenaza indefinida. Estaba deseando verse encerrado entre cuatro paredes, la cabeza protegida por un techo y entre los brazos de Rose. Se encogió al ver las frondosas copas de los árboles que crujían en la oscuridad y sintió un gran alivio cuando llegó a su puerta.
—William Bellman, ¿dónde has estado? Me diste tu palabra de que volverías a casa y te has pasado un montón de horas en la fábrica.
Rose estaba demasiado pendiente de que los niños no se despertasen para gritar, de modo que susurraba con furia sibilante:
—¿Te has olvidado de que tienes una casa? ¿Te has parado a pensar una sola vez en tus hijos últimamente? ¿Has pensado en algún momento en mí? Porque nosotros no pensamos en otra cosa que en ti, ¡y así es como nos lo pagas!
Aunque desvió la cara, con las manos sumergidas en un barreño de agua, Will vislumbró el brillo de las lágrimas corriendo por sus mejillas.
Echó una mirada a la mesa. Era muy tarde para estar fregando los platos de la cena.
—Te hemos esperado, a pesar de que los niños tenían hambre. ¡Te hemos esperado porque venías del funeral y queríamos consolarte!
William cayó de rodillas en un rincón de la cocina. Se llevó los puños a los ojos, como hacían sus hijos cuando lloraban, pero no lloró. Sus hombros se sacudieron y el dolor que sentía en el pecho subió y le apuñaló el fondo de la garganta, asfixiándolo, pero no fue capaz de desatar el llanto.
Oyó posarse suavemente los platos que Rose estaba lavando, y después ella se acuclilló a su lado, secándose las manos con un trapo. Sus brazos todavía mojados lo rodearon, y, sintió la mejilla de Rose apoyándose sobre su cabeza.
—Lo siento. Es el día del funeral… Era como un padre para ti. Lo lamento mucho.
Le dio de comer unos pedazos de pan con queso. Le cortó unas rodajas de ciruelas tardías. Lo acompañó a la cama, donde hicieron el amor con repentina intensidad. Después se durmieron al instante el uno en los brazos del otro.
Al día siguiente, William se escabulló de la cálida cama antes de que amaneciese y se fue a la fábrica.
La fábrica no perdió una sola hora de productividad. William se ocupó de las funciones de su tío sin descuidar la mitad de las tareas que él había llevado a cabo hasta entonces. Ned se hizo cargo de una buena parte del volumen de trabajo de la oficina, y contaba con Rudge, Crace y otros para lo demás. William se había fijado también en otros trabajadores más jóvenes, dignos de confianza, inteligentes, voluntariosos, y les hizo saber que tenían posibilidades. Apenas podía permitirse dedicar tiempo para enseñarles, pero lo consideraba una inversión. En pocos meses, cuando ocuparan los cargos que tenía pensados para ellos recogería el fruto. ¿Y quién más podía enseñarles? Hizo llamar a unos cuantos hombres y los despidió. Gandules, individuos que no generaban ninguna confianza, hombres de los que no podía fiarse. Si Stroud quería hombres, que se quedase primero con los que había seleccionado para ellos.
Se mostraba accesible a cualquiera que deseara verle. Era esencial que todos supiesen que aquel no era un barco sin capitán. La confianza era el quid de la cuestión. Así que se dejaba ver a todas las horas. Iba allí donde se le requería. Respondía preguntas, serias y triviales, breves y enrevesadas. Hablaba con capataces, oficinistas, tejedoras, tundidores, bataneros, tintoreros, porteros e hilanderas. Jamás pasaba por el lado de Greg el Mudo sin saludarlo con una inclinación de cabeza, y si estaba lo bastante cerca, también el burro recibía una palmadita reconfortante. Todos debían saber que la fábrica estaba en buenas manos.
Solo cuando la fábrica permanecía en silencio había un momento para enfrascarse en el papeleo, para hacer balances, marcar pedidos, escribir cartas. Y cuando terminaba tenía que ocuparse de las finanzas personales de su tío. Saldó pequeñas deudas de su propio bolsillo, se aseguró de que la señora Lane tuviese el servicio doméstico que necesitaba, pagó al jardinero, habló con el director del banco.
—¿Cuánto va a durar esto? —le preguntó Rose al final de una semana en la que William había trabajado diecisiete horas al día—. Vas a acabar reventando.
—Cinco semanas más —predijo él.
—¿En serio? ¿Con tanta precisión?
Él asintió. Se ocuparía de ello.
Atentos, porque William tenía en mente otros planes para cuando hubiesen transcurrido esas cinco semanas de estabilización.