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—Me pregunto si no nos convendría enterarnos de qué se cuece por las fondas de la carretera de Stroud —insinuó William.

Podría haber empleado un tono mucho más autoritario con total tranquilidad: «Vamos a enviar a nuestros espías», o «Tenemos que enterarnos de qué traman los de la fábrica de Stroud», pero en lugar de eso optó por «me pregunto si», sometiendo la idea a la aprobación de Paul.

Al hombre le conmovió este tanteo verbal. Su sobrino era tan consciente como él de que estaban a la par en conocimientos, comprensión y visión empresarial. En cuanto a la propiedad, eso ya era otra cosa, claro. En las pocas ocasiones en que no se ponían de acuerdo, primaba la propiedad. «Es tu fábrica, tío», solía decir William alzando las palmas de las manos, esbozando una sonrisa sin rencor. Pero no era muy frecuente que Paul no aprobara las ideas de su sobrino. Últimamente, cuando llegaban a un punto muerto, prefería inclinarse por el discernimiento de William.

Hacía ocho años que era su secretario y la fábrica había prosperado a un ritmo constante desde entonces. Los libros estaban repletos de pedidos. Los obreros eran eficientes y ordenados. Los beneficios habían aumentado y seguían haciéndolo. Estaban invirtiendo en nueva maquinaria, investigando métodos para explotar la energía del vapor, se estaban expandiendo. No lo habría conseguido solo. Si ahora a William le preocupaba que los de la fábrica de Stroud estuviesen tramando algo, no sería sin motivo.

—¿Quieres que vaya alguien en concreto?

—Tengo un par de personas en mente.

—Que se pongan a ello.

William le echó una mirada al reloj. Eran las cinco.

—Lo organizo de camino a casa.

Y William también se sentía a gusto en casa. Atrás habían quedado los días en que trabajaba hasta las tantas en la fábrica, forzando la vista para leer los libros de contabilidad hasta que se quedaba sin luz. Ahora llevaba otra vida.

—¿Qué planes tienes para el domingo, Will? Tráete a Rose y a los niños a comer. Me vendrá bien un poco de vida familiar.

—Muy bien —respondió William—. Hasta mañana.

Paul podría haber deseado que William fuese su hijo, y que Dora y los dos niños, Paul y Phil, fueran sus nietos. Pero tenía cuidado con lo que deseaba. Más sagaz de lo que había sido su padre, sabía que Charles no se casaría ni volvería jamás a Whittingford. Con independencia de las noticias que llegasen a sus oídos sobre él, siempre lo querría. Mejor para su hijo si los rumores se daban en una lengua extranjera y las murmuraban foráneos que no lo habían conocido desde niño. Paul Bellman amaba a su hijo y a su sobrino, pero lo que sí admitía en su fuero interno era esto: amar a William era más fácil.

Después de cenar, William tenía sentado sobre el regazo a Paul y al pequeño Phil, y Dora se recostaba en su brazo. Estaban jugando con un rompecabezas, tres piezas de madera de fresno talladas que, con un poco de astucia, podían ensamblarse unas con otras. William hacía reír a sus niños fingiendo que era incapaz de unir las piezas.

Fue Rose quien abrió la puerta. Era una niña de la edad de Dora, jadeante, calada hasta los huesos.

—Mi madre pregunta si podría venir el señor William.

—Eres Mary, la hija de la señora Lane, ¿verdad?

Rose fue a buscar a su marido.

—Te necesitan en casa de tu tío.

Le dio su abrigo con expresión preocupada.

—Me pregunto qué habrá sucedido.

A William no parecía preocuparle.

Seguro que no era nada.

En la casa anexa a la fábrica, el ama de llaves de Paul se explicó atropelladamente. Demasiadas palabras, demasiado rápidas y en el orden incorrecto: algunas cosas que se habían hecho en cuanto había sido posible, aunque demasiado tarde, demasiado tarde. William seguía sin comprender nada cuando entró en el estudio y se encontró a su tío Paul sentado a la mesa.

—¿De qué se trata, tío? —preguntó.

La señora Lane dio un respingo y se paró en seco. Will la miró fijamente.

—Pero si está muerto. Es lo que vengo diciéndole. Está muerto.

Will meneó la cabeza a punto de reírse.

—Vamos, si hace dos horas que he estado con él. Se encontraba perfectamente.

—Eso es —dijo la señora Lane. El señor Bellman había llegado de la fábrica hacía dos horas y se encontraba perfectamente. Y ahora estaba muerto. ¡Ni un susurro!

La mujer trató de guiarlo hacia el interior de la habitación para que mirase, para que viese. William se negó.

—La señora Meade va a venir para amortajarlo, pero tenemos que llevarlo al piso de arriba. ¿Cree usted que seremos capaces de subirlo entre los dos?

La espalda de Paul estaba muy rígida, William se dio cuenta en ese momento: había algo antinatural en su forma de sentarse. No se mantenía enderezado por sí solo, la gravedad lo sostenía en un delicado equilibrio y la muerte le había sobrevenido con tal suavidad que no había caído ni hacia delante ni hacia atrás, ni hacia la derecha ni hacia la izquierda, sino tan solo hacia abajo. Bastaría con posar una mano sobre su hombro para desequilibrar el cuerpo y hacerlo caer…

William buscó algo que lo mantuviese cuerdo, algo a lo que aferrarse. Lo encontró: una lista de tareas.

—Traeré a algunos hombres para que lo trasladen. Mandaré avisos a la señora Meade y al vicario. Enviaré a buscar a Charles.

Mucho mejor. Sintió cómo remitía el vértigo.

—Está usted muy pálida, señora Lane, se ha llevado un buen susto. Haré que la criada le prepare una taza de té. Debe usted sentarse un rato hasta que lleguen los demás.

Salió del cuarto, pero giró sobre sus talones para entrar de nuevo.

—¿Dónde está la llave?

—¿La llave?

—La de la fábrica.

—A ver… En su bolsillo, supongo…

William atisbó la chaqueta de tweed de Paul. No era capaz de tocarlo, no se veía capaz.

—En el bolsillo de su chaquetón, en el armario del vestíbulo.

Eso ya era otra cosa. William encargó a la criada que preparase té, recuperó la llave y se marchó.

Una pareja de grajos maltrechos sobrevolaron su cabeza filosofando y riéndose.

Se dirigió en primer lugar a la casa de los oficinistas. Allí localizó a Ned y a su hermano y los envió a casa de su tío. Al enterarse de la noticia, la madre de Ned se ofreció a ir a casa de la señora Meade, y Will le agradeció su amabilidad. Dejó una nota en la puerta de la vicaría pidiendo al reverendo Porritt que se dirigiera a la casa de la fábrica en cuanto volviese. Una vez liquidados estos asuntos, corrió de vuelta a la fábrica. Jamás había abierto la puerta principal; lo hizo ahora.

En el despacho de su tío encontró la dirección de Charles y le escribió una carta sencilla, informativa. Sacó a Greg el Mudo de su cama junto al burro y le puso el sobre en las manos.

—Llévale esto a Robbins. Tiene que salir ahora mismo; esta noche, sin retraso.

A continuación estudió los gráficos y las listas clavadas en la pared, mientras subrayaba los pedidos y la producción de las próximas semanas. Fue a la habitación contigua y colocó su propio programa junto a la agenda de su tío. Obviamente, el trabajo del gerente recaería sobre él. Perdería menos tiempo si usaba la agenda de Paul que si trasladaba aquellas anotaciones a la suya. Añadió todas las tareas que no podía delegar a la carga de trabajo de su tío en una caligrafía ágil, rápida y apretada entre las notas más pulcras de Paul.

¿Y el resto de las funciones? ¿En quién delegarlas? Hizo un rápido repaso de los hombres que merecía la pena tener a mano, que sabían cómo pensaba y en quienes podía confiar. Puso todo su empeño. ¿Qué cosas eran urgentes? ¿Qué podía dejarse para más adelante? ¿Qué había que cancelar, posponer o reorganizar? Elaboró listas, notas, las juntó en riguroso orden.

Perdió la noción del tiempo, su mente se dejó arrastrar por los vértigos propios de la gerencia de una fábrica y por la preocupación por los detalles insignificantes. Las horas se le pasaban volando. Había que informar de lo ocurrido al abogado de su tío. A los proveedores locales y los clientes de la fábrica tendría que explicárselo William en persona y convencerlos de que todo estaba bajo control, antes de que se enteraran por otras vías y comenzasen a ponerse nerviosos. El vicario: mejor que el funeral se celebrara el miércoles. No era necesario que justificase esta decisión. ¿Era apropiado organizar el funeral de un hombre dependiendo del correcto funcionamiento de una fábrica? Tal vez no. Sin embargo, a un cura lo mismo le daba un día de la semana que otro; William no veía ningún problema en organizar las cosas de manera que se minimizase la interrupción.

Greg el Mudo regresó. William le entregó una docena de cartas más que había escrito.

—Ahora estas, Greg. Lo más rápido que puedas.

Trabajó sin confesarse lo cómodo que le resultaba dejarse llevar por un proyecto como aquel. Su mente se desplazaba con satisfactoria eficacia de un detalle a otro priorizando, organizando, planificando, decidiendo, dando órdenes, calculando.

Cuando salió de aquel estado de profunda concentración, amanecía. Fue a despertar a los que dormían junto a la estufa en el departamento de planchado y les dio instrucciones.

—Esperad en la puerta, y cuando lleguen estos hombres —los enumeró: Crace, Rudge y unos pocos más— decidles que vengan a verme directamente.

Hacia las siete, estaban en su despacho. William se dio cuenta por sus caras de que la noticia se había difundido. Expuso el hecho y ellos le dieron el pésame. Aquello era tan inesperado; el señor Paul era un buen hombre; los caminos del Señor son inescrutables; ayer mismo parecía que estaba perfectamente, etcétera, etcétera.

Una vez se hubo dicho todo lo que había que decir sobre Paul, William sugirió que el trabajo de la fábrica debería verse interrumpido lo menos posible por aquel desafortunado suceso e indicó a cada trabajador lo que tenía en mente para asegurar la continuidad. «Sí —respondieron uno tras otro—, con eso bastará».

—Y ahora sois mis hombres de confianza. Necesito vuestra ayuda para que los trabajadores no pierdan la constancia y lograr que la actividad prosiga sin incidentes durante este período. Es natural que nuestros compañeros se preocupen, un cambio siempre es fuente de inquietudes, pero os aseguro que no hay nada que temer. Vuestra misión es trasladarles esto mismo a los obreros de forma que se convenzan de que les decís la verdad. ¿Os veis capaces?

Los hombres lo miraron. Era una persona sensata, segura de sí misma y en quien se podía confiar. Era imposible pensar que algo fuese a salir mal.

—Sí, señor William —asintieron—. Sí, señor Bellman.