15

William Bellman ya no iba a beber al Red Lion. Ya no participaba en timbas detrás de los batanes. Había saldado sus deudas. Aquella parte de su vida estaba olvidada. A sus veintiséis años, el muchacho tenía unos ingresos regulares, salud y la aprobación y el respeto de sus compañeros. Tras cinco años de matrimonio había descubierto más motivos para estar enamorado de su esposa de los que conocía el día que se casó con ella, y cuando discutían lo hacían con rapidez, de un modo funcional, y hacían las paces de buena gana. Su hija Dora era una niña sana, curiosa y con facilidad para aprender; y el bebé, al que siguiendo la tradición de los Bellman habían puesto el nombre de Paul, se reía con todo y crecía fuerte.

La vida trataba bien a William Bellman. Incluso aquellos que no lo conocían más que de verlo por la calle se quedaban asombrados por la impresión que daba de sí mismo: sus andares proclamaban que ahí tenían a un hombre saludable, feliz y exitoso; e incluso su ropa, del sombrero a las botas, parecían tener ganas de añadir un par de adjetivos a las virtudes de su propietario.

A William no le pasaba desapercibida su buena fortuna, pero al ser más proclive a la acción que a la contemplación, se dedicaba a disfrutar de su felicidad más que a pensar en ella.

Otros no tenían tanta suerte.

Una mañana de invierno, muy temprano, se oyó un golpeteo en la puerta de la casa. William abrió y la nevada entró en el recibidor. Era Greg el Mudo, con los hombros cubiertos de nieve, tiritando y con la angustia escrita en los ojos.

¿Se trataba de un incendio? ¿Alguien había entrado en la fábrica? No podía ser por el descontento de ninguno de sus trabajadores: lo hubiese sabido. Otros obreros, las envidias…

William se puso la ropa sobre la camisa de dormir y corrió con Greg el Mudo a la fábrica. Cuando se dirigía hacia los edificios, Greg le agarró del brazo y tiró. Por ahí no. Dibujó un círculo con una mano en el aire: la rueda.

No se distinguía dónde comenzaba el cielo y dónde el suelo. Solo había nieve. Los robles interrumpían el blanco que lo cubría todo. En las ramas más altas se veían negras marañas construidas con ramitas, los nidos de los grajos del año anterior. Le esperaban unos cuantos trabajadores. Eran los que no tenían casa y dormían en la fábrica, hacinados alrededor de la estufa que calentaba las planchas durante la primera parte de la noche. Si el frío era implacable se instalaban junto a los barriles de ensimaje, soportando el repugnante hedor, buscando el calor de la fermentación.

William se unió al grupo y observó la rueda. Algo la había atascado. Una rama, lo más probable. Tal vez el peso de la nieve la había hecho caer; o a alguien se le había caído una pila de maderos al agua, el río los había arrastrado e incrustado contra la rueda; o algún pobre diablo había robado un barril de cerveza y después de beberse su contenido lo había lanzado al río por miedo a que lo descubrieran.

Se quitó el abrigo y la chaqueta. La indecisión solo podía empeorar las cosas. Se sumergió en el agua de golpe y se limitó a endurecer la expresión ante el helado contacto. Rápidamente, antes de que el frío lo aturdiese por completo, vadeó el río hasta llegar a la rueda y observó una forma oscura a través del chapoteo y la espuma, intentando hacerse una idea de su tamaño y posición. Tenía que agarrarlo con firmeza desde el primero momento, antes de que sus manos se entumecieran demasiado. Hundió los brazos hasta los hombros, aferró el objeto y tiró.

El primer tirón no sirvió de mucho. Al segundo, el elemento que obstruía la rueda se soltó. Una mano se agitó fuera del agua y le dio un golpe en la boca. Por un instante, William pensó que era su propio puño, agarrotado por el frío. Arrastró el cadáver hinchado hasta la orilla; los hombres agarraron al ahogado por la ropa mientras Greg le tendía una mano a Bellman. Salieron del agua helada chorreando, el muerto y el vivo.

—¿Qué sucede? —Era Paul, que llegaba corriendo, alertado por un mensajero—. ¡Dios mío! ¿Quién es? ¿Alguien lo sabe? —Y, enseguida, en tono más apremiante—: Llevad a William a casa, rápido, antes de que se muera congelado. Que se seque. Que entre en calor.

A William le ardía todo. No era capaz de soportar el peso de su propio cuerpo y necesitó la ayuda de dos hombres para caminar.

A su espalda, le dieron la vuelta al cadáver.

—Es Luke, uno de los hijos de Smith. Será mejor que enviéis a alguien a la forja a contárselo a sus hermanos —dijo alguien.

—No querrán saber nada. Nunca ha tenido demasiado trato con ellos. Ni con nadie.

—Debe de haberse emborrachado de lo lindo y se ha caído, seguro.

—Es el que cava las fosas, ¿no? —dijo Paul—. Pobre muchacho.

William se volvió para mirar por encima del hombro.

En medio de la nieve, un resplandor brillante. Pelo cobrizo lavado por el Windrush. Desde la copa de un árbol, un grajo impaciente graznó un ronco mensaje que solo el muerto podía escuchar.

Rose desnudó a su marido, lo secó con una toalla y lo envolvió en mantas. Atizó el fuego. Hirvió agua y se la dio a beber con miel y reforzada con licor. Calentó más agua para la bañera y Will se sumergió hasta la cintura mientras ella le derramaba un cubo tras otro sobre los hombros. Lo volvió a secar y lo vistió con más capas de ropa de las que jamás había llevado encima. Finalmente, empujó la butaca hacia el fuego y lo sentó allí.

Al principio tenía calor, luego mucho, muchísimo frío.

El bebé dormía, pero Dora, curiosa ante aquel inusual despliegue de actividad, se plantó allí en medio. Rose la regañó y le pidió que se fuese a otra parte. La oyeron llorar.

—Deja que venga —le dijo Will.

La niña se subió a su regazo y los dedos doloridos de William se las arreglaron para taparla con la manta. Encantada por la novedad de la nieve y por tener a su padre en casa durante el día, Dora se acurrucó tranquilamente contra él. Will sintió que su respiración se volvía constante y regular. El peso sólido de la criatura sobre los muslos y el estómago. ¡Qué caliente estaba!

Sintió que se le cerraban los ojos. Su cuerpo estaba paralizado por la extenuación y, cuando rozaba el umbral del sueño, un recuerdo resurgió en su mente indefensa: Luke en el Red Lion, «Era buena gente, tu madre». En otro momento, a altas horas de la noche, en medio de la calle: «¿Te acuerdas?».

De pronto lo desveló un malestar, una presión en el pecho. Al abrir los ojos pudo percibir un oscurecimiento momentáneo: algo había estado allí en la ventana, tapando la luz. Lo había visto… o al menos lo había vislumbrado. Una silueta oscura que lo observaba. Miró alarmado hacia la ventana. No había nadie. Solo un paisaje blanco, interrumpido únicamente por los robles, que estiraban sus ramas negras a lo largo del cielo pálido. Levantarse para echar un vistazo significaría despertar a Dora, y a fin de cuentas tenía las extremidades entumecidas por el sueño.

Dora se removió levemente en su regazo.

Al bajar la vista, Will se cruzó con la mirada soñolienta y franca de su hija. Esta alzó una mano con gravedad y él sintió el tacto misterioso de la punta de sus dedos cerrándole los párpados. ¡Qué dulzura de niña! Su corazón recuperó el ritmo habitual. Qué bien se estaba así calentito. Oía el fuego chisporrotear y henchirse, olía la agradable fragancia que le llegaba de la cocina.

Se acomodó en los cojines con la certeza de que él, William Bellman, era inmune a cualesquiera que fuesen las desgracias y los problemas que atormentaban a otros.

Mientras se hundía en el sueño recordó que en otros tiempos había grajos en los robles que rodeaban la casa. Durante toda su infancia se había despertado con sus graznidos. A lo largo del invierno se veían nidos como los que había junto a la rueda aquella madrugada. Pero ahora se habían ido. Se habían esfumado.

Luke fue enterrado. Su familia no se molestó en rascarse los bolsillos, así que Paul llegó a un acuerdo con el reverendo Porritt. «Alguien tiene que hacer algo por este pobre muchacho». Dado que William estaba en cama, resfriado tras la inmersión, Paul creyó que sería el único asistente; le sorprendió comprobar que Fred, el joven panadero, también estaba allí.

Después de que bajasen al enterrador a una de sus propias fosas y el asunto quedase liquidado, Paul y Fred se estrecharon las manos.

—He oído que fue William quien lo sacó —dijo Fred.

—Así es.

—¿Se lo puede comentar a su hijo, si no le importa, cuando le escriba a Italia?

Paul sintió curiosidad.

—¿Se conocían?

Fred vaciló.

—Quizá no. En realidad, no. Solo cuando éramos niños.