Las esperanzas de las señoritas Young, que jamás habían llegado a transformarse en expectativas, se desvanecieron. Poll le alborotó el pelo a William como si fuese un perrito cuando Ned lo llevó al Red Lion para tomarse las últimas copas de soltero. «¿Es buena chica? —Y, tras oír la respuesta—: Muy bien, entonces.» Las hilanderas flirteaban en broma una y otra vez hasta conseguir que William se ruborizase, porque una vez casado ya no podrían bromear de aquella manera. Y en cualquier parte de la fábrica donde se presentaba los hombres le estrechaban la mano y le daban la enhorabuena o le hacían joviales advertencias. Greg el Mudo le regaló un par de figuritas, una novia y un novio, que había hecho él mismo retorciendo briznas de paja.
William se encontró con Fred y Jeannie del brazo en la calle mayor, ella pechugona como una gallina, él gordo a base de pan y buena vida: «Cómo me alegro, William. ¡Ahora viene lo bueno!».
«Y esto es de parte de Charles», dijo Paul. Era una carta felicitándole e informándole de que le enviaba un regalo para él y su esposa: una pintura de Venecia para que la colgasen en la pared.
El día antes de la boda, de camino a casa hacia la medianoche, le pasó desapercibido un bulto encorvado contra una pared. Solo lo vio cuando tropezó con un pie y tuvo que utilizar las manos para evitar la caída. La cosa se tendió en el suelo, gruñó y produjo un ruido: cristal, una botella inclinándose.
—¿Luke? ¿Eres tú, Luke?
—¿Quién lo pregunta?
—Soy Will Bellman.
La silueta tanteó en la oscuridad, se oyó un levísimo tintineo y un murmullo de satisfacción. La botella no se había roto, por suerte. Luke olía mucho a alcohol, y William no estaba seguro de que le hubiese reconocido ni de que fuera consciente de su presencia. Colocó una mano en el hombro de Luke —más delgado incluso que de niño, si eso era posible— y lo sacudió con suavidad.
—¿Luke? ¿Estás bien? ¿En qué andas últimamente?
Se hizo un largo silencio; Will llegó a pensar que la bebida lo había dejado fuera de combate antes de que el borracho volviese a la vida y se pusiera a hablar:
—Recuerdo…
Como no encontraba las palabras, Luke recurrió a una mímica ineficaz agitando las manos. Se escupió en la palma (bueno, o ese era el gesto que hacía) y se frotó las yemas del índice con el pulgar en un delicado gesto de borracho, un aspaviento, nítido, acariciador, absurdo. Luke profirió todavía algunas sílabas más («tirachinas», o algo parecido) y soltó una risita tonta, satisfecho.
William aguardó, pero no hubo ninguna explicación.
—Me caso mañana.
Luke no dio señales de haberle oído. Tras un nuevo silencio, William decidió marcharse, pero la voz de Luke se dejó oír otra vez:
—¿Te acuerdas? Yo me acuerdo…
William se volvió. Regresó a casa caminando para pasar su última noche solo en la cama.
«Me caso mañana», le dijo a la casa al entrar. «Me caso mañana», le dijo a la vela al soplarla. Se tumbó en la cama y susurró a la almohada: «Me caso mañana». Y luego, justo antes de quedarse dormido, irrumpió el recuerdo de una noche de borrachera en el Red Lion: «La he cubierto con cuidado y mucho cariño».
Pero eso no logró desvelarlo. Se casaba al día siguiente. Solo podía pensar en el mañana.