Tras el funeral de Dora Bellman transcurrieron los meses. Luego más meses. Cuando había pasado casi un año, para llenar el tiempo libre de una tarde de domingo, William recorrió las siete millas que lo separaban de Nether Wychwood, donde el hermano de su madre tenía una granja. Por el camino ensayó una conversación que se suponía debía sostener la semana siguiente con el proveedor de planchas sobre las condiciones de transporte: ¿qué objeciones se le ocurrirían al hombre y qué le respondería él para lograr que cambiase de opinión? Cuando entró con el traqueteo de su carro en el patio de aquella casa cuadrada de piedra estaba satisfecho, porque había dado con la forma de plantearle el asunto al proveedor de modo que apreciase los beneficios que le reportaría no solo a la fábrica, sino también a él. Perfecto.
Ya había dado una vuelta por la granja de su tío y estaban sentados a la mesa bien provista de pan, mantequilla y bizcocho cuando oyeron abrirse la puerta de la cocina y el ruido de unos pies correteando. Apareció un niño de seis o siete años, sin aliento:
—Nuestra mejor vaca se ha caído en una zanja y no la podemos sacar. ¿Puede venir el señor Thomas? Pero deprisa, por favor.
Will se levantó al mismo tiempo que su tío y dejaron de nuevo el pan con mantequilla en el plato sin haberle dado más que un mordisco.
Era una zanja bastante profunda, con un pie de agua en el fondo. Un talud se había desmoronado, y no era de extrañar: estaba formado por tres cuartas partes de piedra, la poca tierra que contenía era fina y sin sustancia; nada que pudiese mantener el talud unido había querido arraigar en ella. Will observó los alrededores para hacerse una idea de la situación. Habían construido una valla —por lo visto, tras algunos desprendimientos anteriores—, pero un segundo corrimiento de tierras se había llevado la mitad de la valla por delante. La vaca, caída sobre el flanco y encajada en el suelo por dos lados y en el otro extremo, agitaba la pata delantera que le quedaba libre, dificultando considerablemente los esfuerzos que hacían por salvarla.
Dos hombres más o menos de la edad de Will excavaban entre la tierra desprendida y las piedras; cuando se acercaban al inquieto animal se veían obligados a trabajar con las manos. Otro mayor que ellos, de pie en la zanja, palmeaba la grupa de la vaca para calmarla. Era un individuo de complexión robusta, hundido en el agua fangosa parecía de corta estatura, y su pelo rubio se oscurecía alrededor del rostro, empapado por el sudor.
—No podemos moverla —dijo.
Era difícil distinguir quién estaba más angustiado, si el hombre o la vaca.
Will se quitó la chaqueta y entró a zancadas en la zanja.
—¿Estáis sacando las piedras del desprendimiento para poder meter algo debajo de la vaca y tirar de ella?
—Es la única manera, creo yo.
Will se volvió hacia el niño.
—¿Tenéis más palas?
El niño salió corriendo de nuevo.
Trabajaron. Durante la primera hora les estorbó la propia vaca, agitando la pata sin parar, incapaz de comprender que la estaban ayudando. Después de atarle la pezuña —se las arreglaron con un arnés—, el animal se quejó, pero pudieron avanzar con mayor rapidez.
El niño volvió con más palas. A continuación, Will lo envió a que golpease la valla rota para arrancar los postes mientras los hombres sacaban primero la tierra y después despejaban, con las manos sumergidas en el agua fría y fangosa, la grava desprendida y las piedras de debajo de la vaca. Se aplicaron a ello en silencio, no así el vecino, que cada dos por tres estiraba la espalda con una mueca, removía los hombros y le murmuraba al animal:
—Tú tranquila, preciosa. Todo va a salir bien. Ya verás.
Un grupo de niños, olfateando el drama en el ambiente, aparecieron en lo alto del talud y se quedaron fascinados. «¡Atrás!», les ordenaron, y a los cinco minutos otra vez: «¡Atrás!». Pero la curiosidad podía más. Se acercaban cada vez más al borde, hasta que la tierra que pisaban amenazó con desmoronarse y hacer que todo el esfuerzo de los hombres se fuese a pique.
En un murmullo, Will le hizo una sugerencia al dueño de la vaca y este asintió.
—Chicos —dijo el hombre—. Id corriendo a la granja. Necesito que saquéis de sus goznes la puerta de la bodega y la traigáis hasta aquí tan rápido como podáis. Decidle a mi mujer lo que quiero que hagáis, que ella os dará las herramientas.
¡Una tarea! ¡Había que sacar una puerta de sus goznes! Allá que fueron.
A las tres horas, los hombres habían conseguido introducir los postes de la valla debajo de la vaca y una puerta maciza culebreaba por el campo caminando sobre doce patitas. Seis hombres alzaron la vaca, dos por cada poste. No había ni que pensar en depositarla en el lado del campo del que venía: el talud se desmoronaría bajo sus patas. Así que la levantaron hacia el otro lado, tendieron la puerta sobre la zanja como si fuera un puente, y la vaca —«¿Ves, preciosa? ¿No te lo decía yo?»—, al hacer pie, no necesitó que la azuzasen demasiado para cruzarlo y volver a su campo.
Miró a su alrededor con aire sorprendido, luego bajó el hocico hacia la hierba y se puso a pastar.
—Yo diría que está como un roble —comentó el tío de Will.
Los hombres soltaron un bufido y arquearon la espalda.
—Will, este es Thom Weston. Thom, mi sobrino Will.
—Encantado de conocerle.
Las manos estaban demasiado sucias y enfangadas para un apretón, y de todas formas después de lo sucedido estaba de más.
—¿Vienen un rato a casa? —Thom Weston se llevó una jarra imaginaria a la boca. Una invitación.
Al llegar a la granja de Thom Weston, una mujer corrió a su encuentro. Tenía unos bonitos ojos azules enmarcados por las arrugas propias de un carácter afable y una melena rubia sin una sola cana. Una mujer atractiva, pero preocupada.
—¿Ha sobrevivido?
Sí, sí, había sobrevivido y estaba fuera de peligro, se recuperaría de inmediato. No habían sufrido ningún daño, la cosa se había saldado con algo de tiempo perdido y seis hombres sedientos. Ah, y aquel era William Bellman, el sobrino de Geoffrey, de Whittingford. La mujer sonrió aliviada, luego dedicó la misma sonrisa a Will; tenía los dientes bien alineados pero separados. Eso la hacía aún más encantadora.
—¡Rose! —gritó hacia el interior de la casa—. Pon la mesa. Pan, mantequilla, y saca el jamón curado. ¡Y pastel de frutas!
En la cocina, los hombres se quitaron las camisas y se desataron los cordones de las botas embarradas. La mujer atizó el fuego y Thom hizo honor a su palabra y vertió generosamente en unos vasos algo que les permitió entrar en calor.
—No tendrá intención de conducir de vuelta a Whittingford esta noche, señor Bellman, ¿verdad? —le preguntó la esposa de Thom mirando las prendas mojadas que colgaban alrededor de la chimenea. Cuando él respondió afirmativamente, volvió a dar un grito—: ¡Rose! Hay un joven empapado de pies a cabeza que tiene que viajar hasta Whittingford esta noche. Trae enseguida sus botas. A ver si podemos secarlas un poco antes de que se marche.
El tintineo de platos y cubiertos del cuarto contiguo se detuvo y una chica apareció y se apoyó en el marco de la puerta. Cabello rubio, ojos azules, la viva imagen de su madre.
—¿Hacemos que se pruebe algo del abuelo, Rose? ¿Le servirá?
Las mujeres le tomaron las medidas mentalmente.
—Diría que sí. —Le clavó la mirada en los ojos, directa y firme—. Si no le importa el olor a naftalina.
—No me importa.
La chica se fue a por la ropa.
—Se lo devolveré el próximo domingo —le dijo al señor Weston.
Desde la habitación de al lado, la chica le lanzó una mirada por encima del hombro y sonrió. También tenía los dientes graciosamente separados.
El día anterior, Paul le había dicho todo lo que necesitaba saber sobre el pedido de paño fino de la Compañía General de las Indias Orientales, y ahora veía claramente que no se había enterado de nada. Se lo repitió.
—Vale. Ahora lo entiendo.
Y se concentró de nuevo en su cuaderno de notas.
—¿Tienes algún problema? —le preguntó Paul.
—No.
Pero estaba claro que William no tenía buen aspecto. Algo lo perturbaba. Tal vez era hora de volver a llevárselo de pesca. Quizá en la paz de una tarde de domingo su sobrino decidiera revelarle qué le preocupaba. Sin embargo, cuando le propuso una excursión al río, Will lo miró alarmado. No podía ir, tenía algo que hacer.
Bueno. Lo había intentado. Fuera lo que fuese, se le pasaría. De todas formas, incluso funcionando a medio gas, William continuaba desempeñando un buen trabajo.
El cuaderno de William llevaba cerrado toda la semana. No había minutos sueltos que rellenar con tareas porque cada minuto lo colmaba Rose. Sus ojos, su pelo, sus dientes…; era capaz de dedicarse media hora a fantasear con pasarle la lengua por los dientes. Y, además, el resto de su cuerpo era exactamente como a él le gustaba. Tenía buen tipo, la miraras por donde la mirases. Después de aquella primera mirada franca no había vuelto a alzar los ojos hasta que se despidieron. No era recato: estaba demasiado ocupada para mostrarse recatada, llenándole las botas de arroz viejo para que se secasen, amenazando con un dedo a sus hermanos, que se peleaban por un trozo de pastel. Y, con todo, se dio cuenta por la manera en que evitaba mirarle de que le agradaba que él la estuviese observando.
La separación entre los dientes de Rose era tan deliciosa al tacto de su lengua como había imaginado.
—Cada vez que sonríes veo ese hueco y tengo que besarte otra vez —le dijo.
—¡Entonces te hartarás de besarme, porque siempre estoy sonriendo! —replicó ella. Y era cierto. Sonreía al decirlo. La besó de nuevo.
¿Cuántos domingos habían transcurrido? Tres, contando el primero. Solo un par de semanas, entonces; un universo nuevo.
En un campo, bajo un árbol, se besaban, se abrazaban y se acariciaban. Los dedos de él habían encontrado el camino hasta su ropa interior, y viceversa. Estaban extasiados por la excitación que podían procurar y recibir aquellas manos, pero ansiaban placeres más íntimos.
—Me muero de ganas —dijo él.
—Y yo también.
El problema era que, a pesar de haber sacado la vaca de sus padres de una zanja, estaba en deuda con ellos. ¿Ofender a aquella buena mujer, tan bondadosa, tan atenta al pensar enseguida en sus botas? Era inimaginable. Pensó en aquel hombre afectuoso, en cómo le había hablado con serenidad a su vaca aterrorizada. No. Aquel era un hogar feliz, y William no pensaba llevarles ninguna complicación.
Pero, pero, pero. No podían continuar por aquel camino. Éxtasis, catástrofe, llámese como se quiera: la cosa terminaría sucediendo tarde o temprano, no serían capaces de refrenarse. Era una situación complicada.
El jueves, en los secaderos, se le ocurrió la solución.
—¡Tío Paul!
Paul estuvo a punto de dar un bote ante el estallido de su sobrino.
—¿Qué sucede?
Se preparó para encajar la noticia de algún accidente: alguien se había quemado o ahogado, las telas se habían chamuscado, desgarrado o se las había llevado el viento.
—Tengo que coger el caballo. Tengo que ir a Nether Wychwood.
—¿Ahora? ¿Por qué?
—Es por una chica. Tengo que casarme con ella.
—¿Justo ahora? Esas no son maneras. Siéntate.
William permaneció de pie. Ni siquiera soltó el pomo de la puerta, sino que se quedó preparado para salir disparado en cuanto le diesen permiso. Pero respondió a las preguntas de su tío. ¿De qué familia venía? ¿A qué se dedicaba esa Rose? ¿Por qué había elegido a esa chica para casarse?
Cabalgaron juntos hasta Nether Wychwood. Paul comprobó que los Weston eran buena gente. A los Weston les agradó conocer a Paul. Will y Rose permanecieron sentados, pálidos y apretándose las manos inquietas. Se decidió que la fecha de la boda sería un par de semanas después.