Así es como sucedió.
Dora Bellman se sentía agotada. «Esto no es propio de mí», pensó.
Agarró un cuenco y salió a recoger moras. Tal vez el aire fresco la despabilaría. A lo lejos, más allá de los terrenos cultivados, estaban los bastidores de los secaderos: piezas de tela blanca en hilera y unos cuantos hombres diminutos y alargados paseándose entre ellas. Ninguno era William; incluso a aquella distancia lo habría reconocido. ¿Era un buen día para el secado? Una brisa intensa removía las copas de los árboles y los grajos graznaban con su grosero regocijo mientras revoloteaban y hacían acrobacias favorecidos por las corrientes de aire caliente.
Tenía el cuenco medio lleno de moras y las puntas de los dedos rojas cuando le sobrevino una fatiga inmensa. Se le cayó el recipiente; los frutos rodaron por el suelo. Sintió debilidad en las piernas y se agarró al seto para mantener el equilibrio, porque no quería caer sobre las moras desperdigadas, pero no pudo evitarlo y se hizo rasguños en las manos. Las moras sangraron sobre la tela de su vestido.
Consternación: por mancharse el vestido, por quedarse con las piernas descubiertas, por sentirse morir.
Piensa en William…, reza…
Pero primero tenía que colocarse la falda en su sitio…
Fueron las señoritas Young quienes comunicaron la noticia. Nunca habían tenido un motivo para ir a la fábrica, su aparición era tan inesperada que solo podía explicarse por algún suceso fuera de lo común. Las posibilidades eran escasas, la expresión de sus rostros las acotaba, y cuando preguntaron por William fue como si lo hubiesen dicho en voz alta: la madre del señor William había muerto. Pero William no lo sabía.
«¡Ay, William!» y «¡William, querido!», exclamaron afectadas las señoritas Young a coro al entrar en el cuarto donde se encontraba. William volvió hacia ellas un rostro sorprendido y medio socarrón. Las señoritas Young. En la fábrica. ¡Qué sería lo siguiente! Con sus vestidos a juego y sus sombreros emperifollados en exceso, con los ojos como platos y algo insondable en sus miradas. Por algún motivo, la más vieja de las Young sostenía en la mano un cuenco blanco manchado de rojo. ¿Venían directamente de la cocina? ¡Qué curioso!
—¿En qué puedo ayudarlas? —se ofreció.
Dos pares de ojos se clavaron en él. ¡Dejemos que lo comprenda por sí solo! ¡Por lo menos dejemos que comience a comprenderlo!
William se mostró cortésmente desconcertado. ¿Por qué lo miraban con los ojos desorbitados como si esperasen algo cuando era él quien esperaba una respuesta por su parte?
La vieja señorita Young abrió la boca para hablar, pero no supo por dónde empezar. Sin decir palabra, le tendió el cuenco a modo de explicación.
Él se quedó perplejo y no lo cogió.
Fue Paul quien lo comprendió. Percibió aquella compasión terrible que solo puede significar una cosa y se levantó de la silla.
—Dora Bellman —dijo.
Entonces contaron lo sucedido. Se turnaron para explicarlo, sus voces agitadas y titubeantes, interrumpiéndose y solapándose, pero el relato acabó tejiéndose. Un paseo por el sendero…, se levantó viento…, un viento de mil demonios, a Susan casi se le vuela el sombrero…, un atajo para llegar a casa…, al doblar la esquina…, algo en la cuneta…, ¡la señora Bellman! ¡Pobre señora Bellman!…, y las moras…, y aquel cuenco blanco…, ¡miren!…, no había sufrido ningún daño, milagrosamente no había sufrido ningún daño.
No mencionaron que habían tenido que recolocarle la falda a su vecina para que no se le viesen las pantorrillas. No les pareció adecuado aludir a aquel gesto en ese momento.
William presenció la escena como un espectador. Le parecía que el mundo había perdido el rumbo; solo hacía falta una palabra o un gesto suyo para que lo recuperase, pero estaba paralizado y su lengua petrificada, así que de momento era incapaz de devolverlo a su estado original.
Solo se le destrabó la lengua cuando la vieja señorita Young se volvió hacia él para enseñarle el cuenco de manera que pudiese comprobarlo por sí mismo.
—Sí —convino—. Ya veo. Ni una grieta.
Aquella tarde y los días siguientes Paul se encargó de proteger a su sobrino. Cedió a la insistencia de las señoritas Young en su deseo de ser de ayuda, ya que estaba claro que así el chico no pasaría frío, ni hambre, ni le faltarían camisas limpias. La tarea de Paul consistió en buscar ocupaciones para Will. No fue difícil. Había que tomar decisiones: el funeral, ¿miércoles o jueves? ¿A las once en punto? ¿Qué himnos se cantarían? Había que escribir cartas al hermano de Dora que vivía en Nether Wychwood y a otros parientes. Y luego estaban las visitas. Miembros del coro, obreros de la fábrica, compañeros de barra del Red Lion, hilanderas a quienes había solucionado algún problema, hombres con los que alguna vez había jugado a las cartas, carniceros, panaderos, fontaneros, titiriteros, las hermanas de estos y las hijas de las hermanas de estos. De hecho, Paul no se había percatado de que viviesen tantas chicas guapas en el pueblo. ¿Había alguna a la que su sobrino no conociera? Un centenar de manos querían estrechar la suya, un centenar de lenguas expresaban sus condolencias. «Gracias», decía William, y «Muy amable», repetía sin cesar.
Entre el apoyo de su tío y la ayuda de las señoritas Young y de toda aquella gente, William no estuvo ni una hora solo, excepto para dormir. Se fue a la cama con la esperanza vaga pero resuelta de que durante la noche el mundo volvería a su ser. Durmió largas horas: interminables, sin un solo sueño, unas horas que no le sirvieron para recuperarse; cuando despertó, el mundo lo aturdió persistiendo en su curso antojadizo. Se sintió apesadumbrado y su ánimo se ensombreció. Una niebla se instaló entre él y sus propias cavilaciones y, tras esa niebla, una pregunta sin respuesta: ¿Cuánto tardarían en volver las cosas a la normalidad?
Su madre estaba muerta: había visto el cuerpo; sin embargo, aquello no le entraba en la cabeza. La constatación iba y venía, lo sorprendía cada vez que se topaba con ella, y había miles de razones para no darle crédito. Su madre estaba muerta, pero fijaos: ahí estaban su ropa, sus tazas, su sombrero de los domingos en la estantería, encima del gancho del perchero. Su madre estaba muerta, pero atención: ¡la cancela del jardín! De un momento a otro aparecería por esa cancela.
La sensación de que todo aquello era una broma no se disipó, y el día del funeral lo que sentía, por encima de todo, era rabia. Se puso el traje de los domingos y los zapatos buenos, pero la esperanza de que la siguiente en llamar a la puerta fuese su madre persistió. «¿Vestidos de punta en blanco un miércoles? ¿Qué mosca os ha picado?» Mientras el cortejo de hombres se dirigía a la iglesia, en la casa, las señoritas Young preparaban té para que las mujeres pudiesen dedicarse a sus duelos femeninos en un entorno doméstico confortable. Cuando vuelva me la encontraré en casa, pensó Will.
Había cantado en muchos funerales. Se conocía el servicio al dedillo. De todas formas, ese día todo le parecía falso. Estaba en el primer banco en lugar de en el estrado del coro. La iglesia no era la iglesia que él conocía, sino un escenario: el reverendo Porritt iba disfrazado de sí mismo, el ataúd era un feo accesorio. La situación era inquietante. Cuando los labios del reverendo pronunciaron el nombre de Dora Bellman con una tristeza lánguida, a Will le entraron ganas de partirle la cara.
Durante el canto, se le quebró la voz.
La inquietud irrumpió en su pecho y se extendió dolorosamente por su interior, presionando contra su corazón, oprimiéndole los pulmones. Un cuerpo extraño en su pecho. Un sentimiento enraizado muchos años atrás. ¿Qué le estaba pasando?
Tras graznar unos compases, limitó su participación a un murmullo, y la voz de la congregación se descarrió y vagó desamparada al perder a su pastor.
Y, entonces, otra incomodidad. Necesitaba rascarse la nuca. Justo donde termina el pelo, ese punto del cuello, la primera vértebra de la columna, esa zona donde la médula palpita cuando alguien nos mira fijamente por detrás…
Will quería rascarse la nuca y volverse para ver quién lo observaba. «¡En la iglesia hay que estarse quietecito!» Podía oír la voz de su madre pronunciando aquellas palabras. Y aquel no era el mejor día para desobedecer. Reprimió su impulso.
De todas formas, ¿cómo había llegado a aquella situación? ¿Cómo había podido suceder algo así, una cosa tan estúpida?
Suspiró exasperado y le temblaron las manos por el ansia de rascarse, pero aquello que le oprimía los pulmones y le atenazaba el corazón transformó el suspiro en llanto; notó que Paul le pasaba el brazo alrededor de los hombros. Su tío continuó sosteniéndolo mientras salían de allí al aire libre.
Cerca de la tumba, los rayos de sol de aquel luminoso septiembre señalaban el ataúd y la fosa. ¿Cómo podían haberle parecido tan irreales un momento antes el reverendo Porritt y el ataúd? Los tenía ahí delante…
Aquella sensación dentro de su pecho se había extendido a la garganta y le impedía tragar. Se le había quedado la mandíbula rígida. Sentía como le empujaba por detrás de los ojos…
Grupos de asistentes al funeral rodeaban la tumba: el hermano de Dora y sus sobrinos estaban allí, también algunos primos, sus vecinos y sus amigos, gente a quien les caía bien y que la admiraban; algunos de ellos habían chismorreado, algunos habían escuchado los chismorreos y otros había permanecido al margen.
Los ojos de Will sorprendieron un movimiento casi imperceptible. Alguien a su espalda. Un atisbo. Algo vislumbrado de refilón que desapareció al instante; una impresión mínima… ¿Era aquel el hombre que lo había estado observando en la iglesia? Algo en él le resultaba familiar: una silueta negra debajo de un roble hacía ya muchos años.
Will basculó levemente, se inclinó hacia la izquierda tratando de verlo mejor. Nada. Aquel individuo debía de haberse movido. Se inclinó un poco hacia el otro lado. Se le hizo visible un hombro corpulento entre dos de los asistentes. ¿Era ese? ¿O aquel otro, la punta de aquel abrigo? Pero en medio de aquella masa negra, en medio de todas aquellas caras de abatimiento, era imposible distinguir a un hombre de otro.
Confundiendo aquel balanceo con un desmayo, Paul lo agarró del hombro con más firmeza.
Aquella sensación golpeaba en su interior. No era capaz de dejar los brazos quietos, las piernas le temblaban de manera preocupante. Sentía frío en el estómago, frío recorriéndole la columna vertebral, la caja torácica entumecida, la garganta sellada, no podía respirar…
William cerró los ojos para descansar la vista. Nada volverá a ser como antes, pensó.
Cuando abrió los ojos, el resplandor del sol y las lágrimas los colmaron. ¿Le señalaba alguien desde el otro lado de la tumba? Parecía que le hacían algún gesto. ¿Lo exhortaban? ¿Lo animaban? Will parpadeó y entrecerró los ojos. Un brazo alzado, pensó. La tela amplia de un abrigo negro, unos dedos extendidos que salían de la manga. Algo brillante. Deslumbrado, no pudo sostener la mirada por más tiempo. Sus ojos buscaron reposo en la oscuridad de la sepultura. Casi fuera de su campo de visión fue consciente del tremendo barrido del abrigo al ennegrecer el cielo, el sol, a todos los allí reunidos, todo, y por último a él mismo.
Algunas horas después. En virtud de un acuerdo tácito, fueron sus amigos de la fábrica quienes se encargaron de cuidar de él durante la noche. Will ya tenía la cabeza embotada y en blanco, así que no veía qué bien podían hacerle el whisky y la sidra, pero los demás sabían mejor lo que le convenía y se lo llevaron al Red Lion. Después de tres días del piadoso andar con pies de plomo de las señoritas Young, agradecía la rudeza de los trabajadores a la hora de proporcionarle consuelo. Sobre la mesa había una jarra de sidra que le llenaban en cuanto la vaciaba. Fred, el de la panadería, se pasó por allí para darle un abrazo y casi lo levantó del suelo. «Tu madre era estupenda. No me puedo quedar. Tengo que volver a casa. Ahora tengo un niño, ya sabes.» Hamlin y Gambin, los tundidores, se acercaron hasta allí expresamente para estrecharle la mano; sus palabras eran inaudibles en medio del barullo de la fonda, pero el sentido estaba más que claro. «Gracias, muy amables». Una súbita palmada en el hombro, la mano enguantada de Rudge, exudando una recia compasión. Greg el Mudo realizó todo un despliegue de compunción, las puntas de sus dedos y sus sienes expresaron por mímica una camaradería que emocionó profundamente al hijo de la difunta. Llegaban unos y otros se marchaban, y cada dos por tres se presentaba allí Poll, la dueña, llenando las jarras de sidra, dándole una palmadita o haciéndole una caricia como si fuese un perro extraviado que hubiesen adoptado como mascota en el Red Lion. En medio del tumulto los hombres sonreían, soltaban carcajadas. A Will se le tensó un músculo de la comisura de la boca. Estalló un griterío estridente, uno que acusaba a otro de estar exagerando… Will escuchó mientras los hombres se inclinaban uno hacia el otro para contarse historias obscenas e improbables sobre mujeres respetables. «Esta por cuenta de la casa, ¿vale?» Poll se ahuecó la melena mientras llenaba la jarra quién sabe por qué vez consecutiva.
La corriente era fuerte, Will se dejó arrastrar por ella.
La sidra hizo que su mente se deslizase hasta un lugar apacible, lejos de todo aquel escándalo. Cuando recuperó sus sentidos fue para descubrirse berreando la letra de una cancioncilla vulgar. Su voz gutural, un graznido oxidado.
Alguien se apoyó en su hombro para depositar un vaso de whisky frente a él.
—A ver si esto te aclara la voz.
Se sentía torpe. Iba unos segundos por detrás de todo el mundo. Ordenó unas palabras mentalmente y las pronunció dirigiéndose al hijo del herrero, con quien había jugado durante su infancia:
—¡Luke! Gracias. ¿No te vas a tomar uno conmigo?
Luke hizo una mueca.
—Poll solo me sirve si tengo dinero contante y sonante. —Llevaba el pelo grasiento, su piel era amarillenta y correosa. Se encogió de hombros—. No la culpo. ¿Estás bien? Esta mañana en la iglesia he visto que te tambaleabas.
—Ah, ¿entonces estabas allí?
—Yo cavé la fosa; la he cubierto con cuidado y mucho cariño. —Una sonrisa, dientes renegridos—. Bueno, ya me entiendes, lo mejor que he podido.
¿Qué podía decirse?
—Gracias. Muy amable.
—Era buena gente, tu madre. —Su ojo bueno vagó, tal vez a un lugar en el que la madre de Will estaba todavía abriendo la despensa para aquel muchacho hambriento, o tal vez a ninguna parte—. Bueno, me voy. Nada peor que ver cómo bebe la gente cuando uno tiene sed.
—Deja que te invite a algo. —Will se levantó de un salto, vacilante.
—No hace falta. —Se abrió la chaqueta y Will vio una botella. Alguna bebida nociva y barata.
—Eso te matará, lo sabes.
Una calurosa despedida, un nuevo atisbo de las raíces negras.
—Y si no es eso, será otra cosa.
Poll le llenaba la jarra de sidra. Risas. Un brazo que le rodeaba los hombros. Gente cantando. Poll le daba una palmadita y le volvía a llenar la jarra. Alguien que le sonaba vagamente decía: «¿Ahorasstá bien, o no, compañero?». Gente cantando. Poll le llenaba la jarra y le acariciaba el hombro. Gente cantando. Alguien le plantaba las manos en los hombros y lo sacudía un poco para comprobar si se desmoronaba. No. Risas. Gente cantando. Poll le llenaba de nuevo la jarra.
Todo estaba en silencio. Will abrió los ojos. Nadie. Estaba tumbado en el banco que había bajo la ventana del Red Lion; la manta gris con la que lo habían cubierto se había caído al suelo y tenía frío. Fuera el cielo palidecía. Apoyó los pies en el suelo y se levantó con un gruñido.
Se abrió una puerta. Apareció la cabeza de Poll, mechones de cabello ensortijado sobresalían de su gorro de dormir.
—¿Todo bien?
Él asintió.
—¿Te vas?
Otro gesto afirmativo.
—Entonces me llevo otra vez esta manta.
Cruzó la sala para entregársela y la besó. En su diminuta cama ella se levantó el camisón. Al momento Will estaba dentro de ella y en un par de embestidas había terminado.
—Vamos. Coge un pedazo de pan para comértelo por el camino. Hay un poco en el estante, encima del barril grande, por la parte de atrás.
Will siguió la cerca de setos de camino a su casa. Partió un trozo de pan, lo trituró en la boca y se lo tragó. Hambriento, se comió otro pedazo, luego vomitó líquido en una zanja. Bien, pensó. Esperaba que algo abominable saliera de aquella cascada de manzana fermentada, algo pútrido y sanguinolento, un grumo medio descompuesto, asquerosamente fétido y viscoso; pero solo era aquel chorro dorado de zumo de reinetas y un pegote de espuma dulce que tuvo que escupir. Entonces notó algo más en la garganta. Duro y doloroso. Eso debía de ser lo que le oprimía el pecho. Volvió a abrir la boca, pero no era más que un eructo estrepitoso —¡BROOP!— que se abrió paso.
Desde las ramas de un olmo, un grajo miró hacia abajo de soslayo.
Tras una hora de sueño, William fue a la fábrica. Sudó a fuerza de trabajo duro el resto de alcohol de su organismo. En medio del estruendo y del griterío no había cabida para el pensamiento. Al día siguiente se pasó trece horas encerrado en el despacho sin moverse excepto para toquetear sin parar el ábaco con los dedos, y recuperó un retraso de cálculos en los libros de contabilidad.
La fábrica poseía su propia energía, su propio ritmo, y un hombre podía abandonarse a su inercia. De la misma manera que la lanzadera del telar tiraba de la lana, a él lo arrastraba la exigencia del trabajo en sí. Como un engranaje de la maquinaria, como una rueda que girase gracias a la fuerza del río, hizo lo que tenía que hacer. En ningún momento se sintió cansado, rara vez desfalleció, pasaba de una tarea a otra sin pausa. Dormir era fácil: jamás se acordaba del instante en que había apoyado la cabeza en la almohada, y en cuanto el sol aparecía en el cielo, él ya estaba en pie.
Se aseguró de que entre la fábrica y su cama distasen las menos horas posibles. A veces jugaba a las cartas. Ganaba algo, perdía otro poco. A veces iba al Red Lion. En una o dos ocasiones se quedó después de que todos se marchasen. «No lo tomes por costumbre», le advirtió Poll. Los domingos cantaba en el coro —su voz clara y natural— y alguna tarde iba a pescar con Paul.
—¿Las señoritas Young todavía te cocinan y te hacen la limpieza?
—Sí.
—Mmm.
Sabía a qué se refería Paul. Las señoritas Young tenían ciertas esperanzas. Las esperanzas tienden a convertirse en expectativas.
—Me buscaré una mujer que limpie. Alguien que me tenga la cena lista.
—Buena idea —respondió Paul.
A principios de adviento William rompió una tetera. Ni siquiera la estaba usando, de hecho apenas la había tocado; sin embargo, se volcó y cayó sobre las baldosas como si un espíritu vengativo estuviese atrapado dentro y no se le ocurriera otra forma de salir. Barrió los pedazos y los enterró; entonces se abrió un abismo en su corazón y lo dominó un vértigo tremendo.
No era la primera vez que le sucedía. Para que lo entendáis: la tetera de su madre, un entierro, los recuerdos de una pérdida que prefería olvidar… Pero aquella sensación —presión del diafragma, náusea creciente, una oscuridad que se apoderaba de él— también lo atenazaba en otras ocasiones. No podía predecir esas crisis, lo mismo podía motivarlas una interrupción inesperada que lo dejaba exhausto, como el intervalo entre dos tareas; o podía ser, simplemente, por despertarse demasiado temprano y encontrarse solo a oscuras.
Era difícil expresarlo con palabras: un enorme vacío, la nada universal y eterna. Al observar a otras personas —Paul, Ned, Fred o Jeannie— llegó a creer que él era el único que lo notaba. Otras veces, aquel ánimo sombrío crecía hasta adquirir una entidad propia amenazadora. Algo corrompido, monstruoso, envenenaba su sangre y sus pensamientos, estaba avergonzado de ello y contento de que el resto de la gente no lo percibiese.
Recordar una época en la que el mundo parecía un lugar del todo inofensivo le generaba una gran perplejidad. Pocas veces había estado enfermo, y nunca por demasiado tiempo; nunca había pasado hambre; siempre lo habían recibido en todas partes con sonrisas y los brazos abiertos; sus esfuerzos se habían visto recompensados, sus fallos sobradamente perdonados. Tenía tanta facilidad para meterse en problemas como para salir de ellos. Lo poco que le había aterrorizado o le había hecho daño quedaba atrás, en los olvidados días de su infancia; como adulto, no encontraba ninguna razón para tener miedo. Ahora, una mano portentosa había arrancado la benévola superficie de aquel cuento de hadas dejando al descubierto el abismo bajo sus pies.
Aun así, no se hallaba indefenso. Conservaba una tríada de armas: el sueño, la bebida y el trabajo (la más poderosa de todas).
William jamás había holgazaneado en la fábrica, pero ahora saturaba de actividad cada uno de los minutos de la jornada. Vivía con miedo a estar desocupado, buscaba tareas con las que rellenar cada grieta de tiempo y cada recoveco del día, y si terminaba una labor cinco minutos antes de lo esperado se subía por las paredes. Se acostumbró a llevar una lista de pequeñas tareas para llenar aquellos peligrosos espacios libres. Un día que acompañaba a Paul a una reunión con un comerciante de tejidos de Oxford, se detuvo en Turl Street para comprar un cuaderno de notas forrado en piel. Lo tenía siempre cerca: en el despacho siempre estaba sobre su mesa, mientras viajaba lo tenía a mano en el bolsillo, dormía con él junto a la cama y lo cogía al despertarse por la mañana. Cuando el monstruo tendía sus garras hacia él, a veces bastaba con tocar la piel del forro para mantenerlo a raya mientras se acorazaba con una serie de tareas.
Esas crisis iban y venían, y él se protegía lo mejor que podía. Cuando una comenzaba a remitir, dejándolo sin aliento, con el corazón golpeándole en el pecho como un badajo, siempre esperaba que fuese la última.
De cara al exterior, a los tres meses del funeral, William era el hombre que siempre había sido: activo, sonriente, lleno de vida. Solo Paul, que lo observaba más de cerca, percibió un cambio en su comportamiento: ahora trabajaba con una entrega un tanto excesiva. Le animó a tomarse un descanso, tumbarse a leer un libro junto al río, ir a visitar al hermano de su madre, salir de pesca, pero William no soportaba ni la soledad ni el ocio. En la superficie, era todo efervescencia y actividad; por dentro, avanzaba por la vida como si hubiera descubierto que el suelo que pisaba estaba lleno de socavones y de un momento a otro podía ceder bajo su peso.