Entre bambalinas tenían lugar discusiones que William no podía ignorar.
—Padre, me hizo usted director de la fábrica. Tiene que dejarme que la dirija. Quiero nombrar secretario a William.
—¡Pero quien tiene que heredarla es Charles! ¡Tu propio hijo!
—Charles no tiene ningún interés en dirigir la fábrica. Eso lo tengo clarísimo, igual que debería tenerlo claro usted. Si insistimos en que acepte un trabajo que no le interesa lo más mínimo y para el que, seamos sinceros, no posee aptitudes, solo cabe esperar un resultado: la fábrica se hundirá. William es parte de la familia. Se muere de ganas de trabajar y es más que capaz. En dos años ha aprendido prácticamente todo lo que hay que saber para dirigir una fábrica, mientras que Charles apenas ha puesto el pie en ella desde que dejó el colegio.
—Charles no tardará en interesarse. Cuando la herede…
—Lo único que quiere Charles es viajar y pintar. No sabe tratar ni con los trabajadores ni con los clientes. Está aburrido del dinero. Cuando herede, lo primero que hará será contratar a un director. Velamos por los intereses de la empresa y por los de Charles; ya tenemos al hombre que necesitamos listo para ocupar el puesto. Charles no quiere estar en la fábrica. William no quiere otra cosa. ¿Por qué no dejar que lleven la vida que desean? Por el bien de ambos. Dejemos que la fábrica prospere.
Las opiniones del viejo Bellman sobre el asunto eran inamovibles, y Paul no tenía intención de dar su brazo a torcer. Era un empate. Al final acordaron que Charles se iría de viaje durante doce meses, tal como había pedido, y que se invitaría a William a adoptar el papel de secretario de Paul a lo largo de ese año. Al final del cual…
El padre de Paul solo accedió porque veía el futuro claro como el agua.
—Cuando Charles regrese estará preparado. Y cuando el joven William se dé cuenta de lo que nos jugamos aquí, no tardará en amilanarse. ¿Tanto trabajo para una fábrica que no va a ser suya? Se echará atrás. ¡Acuérdate de lo que te digo!
Tras doce meses, inspirado por los palazzi y las basílicas de Italia, Charles se negó a volver a casa; y William, lejos de «echarse atrás», emprendía nuevos proyectos y tentativas mientras la fábrica Bellman prosperaba como nunca.
Sin embargo, mientras tanto, el viejo Bellman había cogido un resfriado durante el verano, nada fuera de lo común, aunque acabó agravándose. Le encendían la chimenea en el dormitorio y allí se pasaba los días con una manta sobre las rodillas, contemplando los campos donde los grajos descendían para picotear la tierra con sus pétreos picos.
Fue la criada quien lo encontró.
Si en sus últimos instantes había hecho recuento de su vida —su desgraciado matrimonio, la infidelidad de su mujer, la venganza de que había hecho objeto a su segundo hijo— y si en el último momento había cambiado de opinión y se había dado cuenta de que su infelicidad familiar era, en parte, consecuencia de su propia aspereza, lo cierto es que no dejó huella en su cara. Rígido, resplandeciente, ceñudo, su rostro difería tan poco de como había sido en vida que la criada se dirigió a él tres veces antes de darse cuenta de que estaba muerto.
Cuando esto sucedió, William estaba en Londres por una serie de reuniones con la Compañía General de las Indias Orientales. «Envíame a Londres. Piensan que todavía estoy verde, y así dejarán de ponerse a la defensiva», le había implorado a su tío. Regresó con un buen puñado de pedidos y se encontró con que el viejo Bellman —nunca había pensado en él como su abuelo— no solo estaba muerto, sino enterrado.
—Lo siento mucho, tío.
—Enséñame esos pedidos.
Paul asintió.
—Bien hecho. Estas fechas encajarán a la perfección con los pedidos de Portsmouth. ¿Piensas alguna vez en tu padre, Will?
Will negó con la cabeza.
—¿No te preguntas dónde está? ¿Si está vivo o muerto?
Will le dedicó unos instantes a aquella pregunta, como si esforzándose pudiese descubrir entre sus recuerdos algún rastro pasado por alto de tal curiosidad.
Negó con un gesto.
—Nunca.