—¡La próxima vez podría avisarnos usted con un poco de tiempo! —exclamó Rudge al entrar en la oficina de Paul.
—¿Avisarles de qué?
—¡De que iban a poner a secar ese rojo tan vivo! Ese color taladra el cerebro, se lo aseguro. Se puede ver desde la otra punta del valle. Es deslumbrante, creía que iban a estallarme los ojos.
Paul salió a verlo por sí mismo.
Era un día perfecto para el secado. El sol era cálido pero no demasiado intenso, en el aire flotaba una temperatura equilibrada y corría una suave brisa. Paul estaba tan acostumbrado al estrépito de los batanes, que apenas lo distraía del placer con que admiraba el cielo azul y los irregulares campos verdes y dorados en el horizonte.
Al doblar la esquina del edificio que albergaba el departamento de teñido y desplegarse ante él la vista de los tendederos, Paul se detuvo en seco. De izquierda a derecha, una larga hilera de bastidores se extendía en la distancia y, tendidos sobre ellos, de un rojo vivo como la sangre brotando, se extendían yardas y yardas de tela carmesí. Durante unos segundos, Paul no fue capaz de ver otra cosa, y se dijo que Rudge no exageraba al decir que sus ojos estaban a punto de estallar. Una grata emoción se adueñó de su mente y se le aceleró el pulso; sus labios no pudieron reprimir una sonrisa. Entonces se dio cuenta de que no era el único.
Crace, el capataz de los secaderos, recorrió la hilera de tendederos parándose aquí y allá como si ajustase la uniformidad de la tensión a lo largo y ancho de las barras cruzadas, pero resultaba evidente que no era más que una pantomima en honor del patrón: el hombre estaba allí por una sola razón, para disfrutar de aquel color.
Paul lo saludó con un gesto.
—¿Ha visto alguna vez un carmesí mejor que este, señor Crace?
—Desde luego que no.
—Ni yo. Ni aquí ni en ninguna parte.
Apoyado en la entrada del departamento de teñido, el propio Lowe había salido a contemplar cómo se secaba su color.
—¿Le parece lo suficientemente vivo, señor Bellman?
—Deslumbrante, señor Lowe.
Lowe le dirigió una inclinación de cabeza y entró de nuevo en el edificio.
La llegada de Paul había hecho que alrededor de una docena de empleados subalternos se escabullesen de nuevo a cumplir sus tareas, pero era evidente que aquel carmesí era la comidilla de la fábrica entera y que quien pudiera se acercaría a echar un vistazo. Y no solo los trabajadores. A lo largo de la valla la gente se arracimaba para curiosear, los que pasaban en carro por delante de la fábrica reducían la marcha, todos atraídos por el espléndido espectáculo de aquel nuevo color.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó William, impaciente.
—Enhorabuena. Nos vamos a hacer de oro —le respondió Paul.
La expresión de su sobrino se relajó.
—Has hecho bien al no atribuirte el mérito. Lowe finge que no se da cuenta de que hoy es el protagonista, pero está disfrutando a lo grande. ¿En qué piensas ahora, Will?
—Los bastidores.
—¿Los del secadero? ¿Qué pasa con ellos?
—Tenemos espacio para colocar uno de mayor tamaño al fondo, pero el terreno desciende en ese punto y la arboleda de la esquina proyecta sombra, así que no nos sirve; y no creo que el señor Gregory nos vaya a vender ningún solar de la zona este por nada del mundo…
Paul se rió.
—Pero ¿qué importa? Rara vez usamos los cinco que tenemos.
—Sí, pero cuando comiencen a llegar los pedidos del carmesí…
—Alto ahí, William. No sabemos cuántos pedidos nos van a hacer.
Pero William no le escuchaba.
—Yo solo veo dos opciones: o compramos un terreno en el otro lado, ya que no hay nada que dé sombra en esa zona de la propiedad del señor Driffield y él nos lo vendería a un precio razonable, o construimos otro edificio de secado y secamos más en el interior. Con la calidad del color y contando con la suavidad del secado de interior podemos aumentar los precios. Yo me inclinaría más por esta opción si no fuese por el tiempo que nos llevará construirlo. A menos que el señor Driffield nos alquile el terreno durante el tiempo que empleemos en levantar el nuevo secadero…
—¿No te estás precipitando?
—¿Qué hora es?
Paul miró su reloj.
—Las tres menos diez.
—Debe de estar de camino.
El comerciante estaría acercándose por Burford Road. Dejarían que se pasease a su antojo diez minutos por las instalaciones para examinar la tela carmesí.
A las cinco en punto, Paul tenía pedidos para mil yardas de tela carmesí que debían entregarse a finales de septiembre y la misma cantidad para el mes siguiente.
Fue directamente a ver al señor Driffield de camino a casa y acordó alquilar su terreno.
Un año. Todo esto es lo que les había traído aquel chico en un año. ¿Qué no sería capaz de hacer si le diesen libertad total?