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A Paul no le preocupaban las hilanderas. Intuía que William llevaba a cabo sus escarceos románticos fuera de la fábrica. En cuanto a las timbas, bueno, era una estupidez por su parte. Tendría que darle una charla sobre eso, el chico comprendería por qué era necesario dejarlas. Lo único que deseaba Paul era que el asunto no hubiese llegado a oídos de su padre.

Precisamente aquella tarde surgió el nombre de William durante una de las conversaciones que sostenía el viejo Bellman con su hijo.

—Ese William tuyo no está dando la talla, ¿verdad? —comentó.

—A mí me parece que se está portando muy bien.

—Eso no es lo que yo he oído.

Una vez a la semana, el viejo Bellman hacía sus rondas, y por el cariz de sus preguntas era fácil adivinar que no le desagradaba oír críticas sobre William. Y había quienes, por lealtad o por malicia, estaban más que dispuestos a satisfacerle.

—¿Qué ha oído, padre? —Paul le dio un sorbo a su whisky.

—Que está de paseo todo el día, cruzado de brazos, papando moscas mientras los otros trabajan.

El padre le lanzó una mirada torva. Era una expresión que había aterrorizado a Paul de niño y le había hecho creer que su padre era todopoderoso. Ahora, la misma expresión trasladada sobre aquel rostro enjuto surcado de arrugas y de ojos legañosos, no lograba sino entristecerle.

—Y no me gusta lo que oigo de su comportamiento con las hilanderas. Además, distrae a los aprendices. Hace que se dediquen al chismorreo y ganduleen.

Paul tomó otro sorbo e intentó hablar con serenidad.

—Padre, ¿no será que ha estado usted hablando con personas que tienen algo en contra de William? Hay gente muy envidiosa en la fábrica, como en todas partes.

Su padre meneó la cabeza.

—Lo han visto pasarse una hora holgazaneando, con la mirada perdida en el Windrush como…, como una poetisa.

—Ah. —Le costó contener la risa—. Eso debió de ser el día que vino el supervisor técnico. Le dio una lección de ingeniería y Will estaba memorizándola.

—¿Eso es lo que te dijo? Lo de su insubordinación no lo podrá explicar tan fácilmente, tenlo por seguro.

—¿De qué insubordinación me habla?

—Ha sido descortés con el señor Lowe.

—¿Y el señor Lowe es quien se lo ha contado a usted?

A Paul le costaba creerlo. El señor Lowe era tan parco en palabras que sus aprendices competían por ver quién era capaz de arrancarle más de diez cada vez que se presentaba la ocasión. Las raras veces que uno de ellos lo conseguía se ganaba una jarra de sidra en el Red Lion a cuenta de sus compañeros. ¿Cuántas palabras le habrían hecho falta al señor Lowe para quejarse de Will a su padre? ¿Cuál sería el origen de aquel asunto?

—Es un elemento de distracción, Paul. ¿Cómo va a terminarse el trabajo dentro del plazo establecido si los aprendices no están por la tarea?

Paul frunció el ceño. El trabajo se había retrasado un poco en el departamento de teñido.

Al percibir la vacilación de su hijo, el viejo Bellman aprovechó la ventaja.

—¿Cuánto hace que no echas un vistazo al armario de las muestras? Estuve allí el viernes por la noche, pero ¡ve tú! Tienes que verlo con tus propios ojos. Te lo digo: ese chico no es trigo limpio.

Paul cerró los ojos para aplacar su impaciencia. Cuando los abrió contempló de nuevo lo viejo que estaba su padre. La fragilidad, la insensatez, y la autoridad en la que se empeñaba ahora que ya no procedía. La compasión lo obligó a hablar con más tacto del que le apetecía demostrarle.

—Lo de «chico» sobra, padre. Tiene nombre, es un Bellman.

El rostro del viejo se retorció con una cólera rayana en la repugnancia mientras manoteaba violentamente en el aire como si quisiera espantar las palabras de Paul.

El gesto y la expresión sorprendieron a su hijo. En sus mejores tiempos, su padre había sido capaz de apaciguar su ira, moderar el desagrado que le producía el menor de sus hijos. Ahora que era mayor, sus sentimientos lo dominaban con más frecuencia. Día tras día, el viejo se dedicaba a enumerar los defectos y las debilidades de William Bellman; Paul dejaba que el hombre diese rienda suelta a su obcecación y su voz fluía como el Windrush.

«Es un Bellman», había dicho, y su padre había desechado estas palabras como si no fuesen más que basura… Pero a nadie se le pasaba por alto que William era el hijo de Phillip, habría sido absurdo negarlo.

Existía otra posibilidad, que surgió en la mente de Paul y de pronto le cuadró a la perfección. Era tan obvio que ni siquiera le sorprendió; de hecho, se preguntó por qué había tardado tanto en ocurrírsele.

Su madre había sido una mujer hermosa y sentimental preocupada únicamente por sí misma. Aquella insensatez suya era una cuestión de carácter. La insensatez de su padre consistió en creer que, después de casarse con ella —por sus tierras y por el heredero que muy pronto le dio—, aquella mujer se quedaría sentada toda la vida a su lado, calladita, mientras la ignoraba y la ninguneaba. No era mala persona, pero era del tipo de mujer que se muere por un poco de afecto, que necesita ser adorada; y abocada al trato diario con un marido irascible que no ocultaba su falta de romanticismo, ¿era tan raro que su amor se hubiese transformado en rencor? El aburrimiento, la vanidad y el deseo de venganza: cualquiera de estos elementos hubiese sido suficiente para dejarse engatusar por otro hombre. Con los tres elementos reunidos, la cosa era casi inevitable. Y entonces nació Phillip. Mimado en todos los aspectos por una madre cariñosa y dispuesta a perdonárselo todo, pero rechazado por su padre por medio de mil gestos subrepticios. A partir de entonces, la familia había vivido bajo un mismo techo, pero dividida en dos bandos: Phillip con su madre por un lado y Paul con su padre por el otro. Los chicos desarrollaron una relación fraternal a escondidas. En la casa, en presencia de sus padres, caían fulminados sin decir palabra a uno y otro lado del campo de batalla.

A Paul le hubiera gustado que su padre fuera un hombre más cariñoso, le hubiese gustado que su madre fuera una mujer más sabia; pero no ganaba nada dándole vueltas al asunto. La gente es como es, y sus padres —no soportaba odiarlos, necesitaba perdonarlos— no se habían planteado hacerse infelices adrede el uno al otro.

En ese momento el gesto de rechazo de su padre contra la legitimidad de William como integrante de los Bellman le había dado la clave para descifrar el misterio de la infancia de Paul. No es que William no fuese hijo de su padre: es que no lo era Phillip.

A la luz de estos hechos, Paul pensó en su madre, cuya infelicidad no había comprendido de niño, y se arrepintió de no haberle prestado más atención mientras vivía. Pensó en su hermano —su medio hermano— y descubrió que lo quería y que desaprobaba sus actos en la misma medida que antes. Pensó en Dora, en que ojalá hubiese tenido la suerte de conocer a un hombre mejor que su hermano. (Estuvo a punto de pensar que ojalá lo hubiese conocido a él en lugar de a su hermano, pero tampoco estaba claro en qué podía haber mejorado eso la situación). Finalmente, pensó en William. Si no era un Bellman, ¿qué era?

Mientras Paul rumiaba todo esto, su padre terminó de recitar la retahíla de defectos y fallos de William. Estaba esperando la respuesta de su hijo.

—Me ocuparé de ello mañana —se oyó decir.

Se retiró a sus habitaciones.

William es mi sobrino, se está empleando a fondo en la fábrica y lo quiero, pensó. Es lo más natural del mundo.