¿Así que habían llevado a William Bellman a la fábrica?
Un sobrino era un blanco irresistible para los cotilleos, y su llegada dio mucho que hablar.
La primera consecuencia fue que volvió a salir a la luz el viejo escándalo de su padre. Lo que se sabía era esto: Phillip, el hermano de Paul, se había escapado para casarse con Dora Fenmore contra la voluntad de sus padres. Ella era lo bastante hermosa para justificar la conducta de él, y lo bastante pobre para que se explicase la de ambos. Un año después, Phillip se escapó de nuevo, abandonando esta vez a una esposa y a un bebé.
Como diecisiete años no son ni mucho ni poco tiempo, a Phillip se le recordaba e idealizaba a partes iguales. La propia historia había pasado por un proceso de pesado, cribado, lavado, ensimaje, trenzado, tejido y bataneo con excremento de cerdo hasta guardar con la realidad el mismo parecido que un gorro de fieltro y una oveja en medio del campo. Después de haber sido contada cien veces, Phillip Bellman podría haber escuchado su propia historia sin reconocerse en ella. Cada vez que se relataba, se intercambiaban los papeles del héroe y el villano, del traidor y el traicionado, y la compasión del oyente se adaptaba en consecuencia.
Lo que sucedió en realidad es lo siguiente:
Es posible que Phillip no estuviese tan enamorado como creía cuando se casó, sino únicamente deslumbrado por la belleza y acostumbrado a coger lo que quería cuando lo quería. Su padre siempre había sido severo con él, y Phillip daba por sentado que lo sería aún más con su pareja. Sin embargo, había contado con que su madre intercediera por él. La señora Bellman era una mujer un tanto estúpida que, para compensar los métodos de su marido y por otros motivos, había mimado en exceso a su hijo. Ahora bien, la sorpresa del joven fue mayúscula cuando la madre no mostró ni una pizca de indulgencia en lo relativo a aquel matrimonio. No había previsto los celos de su madre. Cuando su padre los envió a vivir a una casita situada en las afueras del pueblo, con el engorro que ello suponía, Phillip se sintió herido en su orgullo.
Confiaba en que la severidad de los padres se suavizaría con el nacimiento de su hijo. Pero no fue así. Su reacción fue de despecho; en la familia Bellman había tres nombres de varón: Paul, Phillip y Charles. Sin preocuparse por el precio que su hijo pagaría por aquel acto de venganza familiar, Phillip no escogió ninguno de esos tres: le puso William, porque sí, y sin que guardase relación con nadie.
Desterrado de la comodidad de la casa paterna y atravesando penurias económicas, descubrió que había pagado un precio demasiado alto por la belleza. ¿Amor? No se lo podía permitir. Tres días después del bautizo, mientras su mujer y el niño dormían, salió de su casa a hurtadillas por la noche, robó el caballo favorito de su padre y abandonó Whittingford dirigiéndose quién sabe adónde y a hacer quién sabe qué. Desde entonces nadie lo había vuelto a ver ni se había sabido nada de él.
No hubo reconciliación entre Dora y sus suegros. Crió sola a su hijo. Ninguna de las partes interesadas se preocupó por difundir los detalles de la separación y, dado que la única persona que conocía los entresijos del caso había desaparecido, se abrió la veda para los chismorreos.
Una cosa es la verdad y otra la imaginación de cualquier charlatán de la fábrica. «Si un padre le da a su hijo un nombre que no pertenece a la familia, tiene que haber un motivo», decía la gente. Era tentador atribuirle a Dora el papel de esposa descarriada. Siempre hay hombres dispuestos a ver la perversidad en una mujer discreta y hermosa. Sin embargo, existía un serio impedimento para esta versión: William tenía las manos inquietas y cuadradas de Phillip Bellman, el andar a zancadas de Phillip Bellman, la inclinación a sonreír de Phillip Bellman y los ojos escrutadores de Phillip Bellman. El chico era, innegablemente, hijo de su padre. Tal vez no llevaba el nombre que uno hubiera esperado para un Bellman, pero sí su apellido escrito en la frente.
—¡Como dos gotas de agua! —proclamó uno de los viejos operarios, y ninguna voz se alzó para contradecirlo.
Cuando el relato se hubo repetido con tanta frecuencia que los narradores agotaron todas las variaciones posibles, el cotilleo cambió de rumbo. Se propuso, y se aceptó de inmediato, que un sobrino no era un hijo. Un hijo era algo fácil de comprender. No admitía dobles interpretaciones. Una relación directa. Un sobrino, en cambio, se situaba al bies, sesgado, y era difícil saber cuáles eran las implicaciones. El nuevo señor Bellman había tomado a su sobrino bajo su protección, eso estaba claro como el agua, pero el viejo señor Bellman, por lo que se decía, no tenía muy buena opinión del muchacho. Bien mirado, un sobrino era una incertidumbre ambulante. Podía ser cualquier cosa o podía no ser nada.
Las teorías proliferaron por todas partes, y al final lo único que se podía afirmar con todas las de la ley era lo que dijo el señor Lowe, el tintorero, que aún no había conocido al chico: «No es un heredero. No está por encima de nosotros».