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William tendió una mano. La que estrechó parecía un guantelete, una palma llena de durezas, de piel rígida como el cuero. Seguramente que aquel hombre apenas podía flexionar los dedos.

—Buenos días.

Estaban en el patio donde descargaban la materia prima e incluso al aire libre el hedor procedente de las cajas de madera era intenso.

—Descargar, contar y pesar: de esto es de lo que se trata aquí —informó Paul—. El señor Rudge es quien está al cargo, lleva con nosotros…, ¿cuántos años son ya?

—Catorce.

—Hoy tiene a seis hombres. Unos días tiene más y otros menos. Depende de las remesas.

Los dos hombres hablaron durante diez minutos: cajas que no llegaban al peso estipulado, decisiones, el proveedor de Valencia, el proveedor de Castilla… Paul hizo un seguimiento de las tareas: las cajas se abrían con palancas y se volcaban, se sacaban las marañas de lana —y con estas el hedor— para colgarlas del gancho; luego venía el control de los pesos, se alzaban los vellones, suspendidos como nubes grumosas, y cuando encontraban el punto de equilibrio, Rudge apuntaba el peso y señalaba la siguiente caja. Luego las vedijas acababan de nuevo en el suelo y las cargaban en carros para llevarlas a lavar. William observaba el trabajo, todo ojos, concentrado en retener cada detalle. Y mientras observaba, era observado a su vez. Nadie lo miraba directamente, todos aparentaban atender a su trabajo, pero él percibía las miradas que le dirigían con el rabillo del ojo.

Paul y su tío siguieron al burro hasta la siguiente fase.

—Te presento a mi sobrino, William Bellman. William, este es el señor Smith —dijo Paul Bellman.

Estrechó una mano áspera.

—Buenos días. —William observó. William fue observado. Y así prosiguió todo el día.

Había que lavar, secar y ahuecar la lana. William puso sus cinco sentidos en las explicaciones. Abrir, esponjar, rociar con el ensimaje, cardar, trenzar; trató de aprendérselo de memoria.

—A veces pasamos de aquí al departamento de teñido para que tiñan la lana, pero como también puede llegar aquí la tela al final del proceso, lo dejaremos para más tarde.

A continuación siguió una presentación sin apretones de manos. En la hilandería los ojos que lo escrutaban (y no con timidez, precisamente) eran femeninos. Le dedicó una reverencia indecisa a Clary Rigton, la más veterana de las hilanderas, y en la sala estallaron unas risitas que fueron reprimidas de inmediato.

—¡Adelante! —le conminó Paul.

A los telares, donde las lanzaderas corrían a tal velocidad que el ojo apenas era capaz de seguirlas y donde las telas crecían tan rápido que cualquiera creería que bastaba aquel ritmo trepidante para que el tejido brotase de la nada. A los batanes, con su tufo a orina y estiércol de cerdo: porquería para limpiar la porquería. A los secaderos, las telas tendidas sobre bastidores, un campo tras otro, secándose al aire libre.

—A no ser que estén húmedas, en cuyo caso… —Después continuaron caminando con brío. Paul abrió la portezuela de la secadora—. No hay mucho que explicar, como ves. —Y permitió que el muchacho vislumbrase un cuarto largo y estrecho con las paredes repletas de agujeros—. Una vez están secas, las telas pasan… al final del proceso. —Siguieron pasillo adelante.

Pero ni por asomo estaban terminadas, porque por terminadas se entendía lavadas, pasadas de nuevo por los batanes, secadas y vueltas a tender, punto en el que William se sintió demasiado abrumado para hacer otra cosa que no fuese contemplar cómo entraba la tela por el extremo de una máquina y emergía por otro con una pelusa de fibra recubriendo la superficie, como una especie de fieltro.

A William le ardían las fosas nasales por culpa del olor y los oídos le zumbaban a causa del ruido. Le dolían los pies, porque habían atravesado la planta cientos de veces, de norte a sur, de este a oeste, del campo al patio, de la casa al almacén, de un edificio a otro, siguiendo las telas.

—Los tundidores —dijo Paul abriendo otra puerta.

La puerta se cerró tras ellos y William se quedó asombrado. Por primera vez en todo el día se encontraba en un lugar tranquilo. Había tal silencio en la habitación que le pareció que le vibraban los tímpanos. Ninguna mano que estrechar. Los dos hombres —iguales en talla y estatura— apenas le dirigieron la mirada, tan profunda era su concentración. Pasaban sus cuchillas de un extremo al otro de la tela, en medio de un ballet sosegado y coreografiado con minuciosidad; y allí por donde pasaban las hojas no dejaban más rastro que la pila que se iba formando debajo. Separaban del tejido la borra, que flotando con lentitud caía al suelo, y el resultado era consistente, impecable y flamante: tela perfectamente acabada.

William perdió la noción del tiempo que llevaba contemplando aquello. Se vio inmerso en una ensoñación letárgica.

—Es hipnótico, ¿verdad? —comentaron los señores Hamlin y Gambin.

Paul observó a su sobrino.

—Estás cansado. Bueno, diría que por hoy ya es suficiente. Después de esto ya solo nos queda el planchado.

William quería verlo.

—Señor Sanders, este es mi sobrino, William Bellman.

Apretón de manos.

—Buenas tardes.

Entre lienzos de tela doblada habían insertado láminas de metal caliente que ahora se iban enfriando. Contra las paredes se alineaban metros y metros de tejido embalado a la espera de su expedición.

—Bueno, pues ahora ya lo has visto todo —dijo Paul mientras salían.

William tenía los ojos vidriosos de tanto observar.

—Vamos, ve a por tu abrigo. Estás para el arrastre.

El chico sostuvo el abrigo entre las manos. Tela. Fabricada a partir de vellones. Algo casi milagroso.

—Buenas tardes, tío.

—Buenas tardes, William.

Pero antes de salir del despacho giró sobre sus talones.

—¡El departamento de teñido!

Paul manoteó en el aire.

—¡Otro día!

—Entonces, ¿qué tal ha ido?

De la respuesta de su hijo, Dora no fue capaz de comprender de la misa la mitad. El muchacho tragaba sin apenas masticar, pero hablaba a toda velocidad y la boca se le llenaba de ruecas e hiladoras, cuartos de desmotado, dobles vueltas, batanes y quién sabe qué más.

—Rudge se encarga de los pedidos y Bunton controla el lavado. La hilandera más veterana es la señora Rigton, y…

—¿Estaba el señor Bellman? Bellman padre, quiero decir.

Will negó con la cabeza, la boca llena.

—El señor Heaver vigila los batanes y el señor Crace está en los secaderos…, no; ¿era así?

—No hables con la boca llena, Will. Mira, tu tío no espera que lo aprendas todo el primer día.

La chuleta con patatas ya se le había enfriado, pero no pareció importarle mucho. Comía sin saborear. Su mente seguía en la fábrica, contemplando lo que sucedía, descubriendo de qué modo encajaba todo, cada proceso, cada máquina, cada hombre y cada mujer, cada cosa parte de un mismo engranaje.

—¿Y el resto? ¿Todos los demás? ¿Crees que les has caído bien?

El chico se señaló la boca con un gesto y la madre tuvo que esperar.

No obtuvo respuesta. Will tragó, cerró los ojos y dio una cabezada.

—A la cama, Will.

Se desveló de golpe.

—He quedado en pasarme por el Red Lion.

Ella miró a su hijo. Los ojos enrojecidos, pálido de agotamiento. No recordaba haberlo visto nunca tan feliz.

—A la cama.

Will obedeció.