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Seis días a la semana, la zona que comprende la carretera de Burford retumbaba con el traqueteo, los ecos, el repicar y las sacudidas del estruendo de la fábrica Bellman. El movimiento súbito de un lado a otro de las lanzaderas de los telares era lo de menos: se oía también el rugido turbulento y devastador del río Windrush al hacer girar la noria que ponía en funcionamiento aquel ir y venir frenético. Era tal el estrépito, que al terminar la jornada, cuando las lanzaderas descansaban y la noria se detenía, aquella vibración continuaba resonando en los oídos de los trabajadores. Ese repiqueteo los acompañaba de vuelta a sus casas, permanecía con ellos cuando se metían en la cama por la noche y a menudo continuaba sonando en sus sueños.

Los pájaros y otros animalillos se mantenían alejados de la fábrica Bellman, por lo menos durante los días laborables. Solo los grajos tenían la osadía de sobrevolarla; parecía que disfrutaran de su estruendo e incluso le añadían la nota áspera de su propio canto.

Aquel día, sin embargo, como era domingo, la fábrica estaba en calma. Al otro lado del Windrush, al final de High Street, los humanos se entretenían con otra clase de ruidos.

Un grajo —o un cuervo, es difícil distinguirlos— se posó con aplomo sobre el tejado de la iglesia, ladeó la cabeza y escuchó.

Ven y habita en mí,

lléname de gracia,

y trae la gloriosa liberación

del pesar, del temor y del pecado.

En los primeros versos del himno, la congregación desafinaba, todo un desbarajuste, como un rebaño de ovejas en día de mercado. Para algunos era como una especie de competición en la que ganaría quien más alto berreara. Otros, que tenían mejores cosas que hacer que perder el tiempo cantando, se apresuraban a terminar cuanto antes, mientras que otros aún, temiendo anticiparse a la letra, se quedaban rezagados cómodamente en una semicorchea. A los lados y detrás de estos cantores había muchos trabajadores de la fábrica cuyo oído ya no era el que había sido. Sus voces componían un bajo continuo de fondo, como si uno de los pedales del órgano se hubiera atascado.

Por fortuna había un coro, y por fortuna ese coro contaba con William Bellman. Su voz de tenor, clara y natural, marcaba un ritmo que permitía a los fieles situarse y comprender hacia dónde iban. Eso los aglutinaba, los disciplinaba y les proporcionaba un objetivo al que dirigirse. Las vibraciones de Bellman incluso conseguían estimular los tímpanos de los más duros de oído, y que la monótona salmodia de los sordos terminara elevándose hasta alcanzar algo que se acercaba a lo musical. Así que, aunque en «del pesar, del temor y del pecado» la congregación balaba desordenadamente, al llegar al siguiente verso, «que llegue pronto el jubiloso día», se había puesto de acuerdo en el tempo; en un par de versos más, «en que toque a su fin todo lo antiguo», había encontrado el tono y al alcanzar la «dicha eterna», en el último verso, la melodía era, gracias a William, tan agradable al oído como cualquier congregación pudiera desear.

Las notas finales del himno se disiparon, y poco después las puertas se abrieron y los feligreses salieron al patio de la iglesia, donde se quedaron charlando y disfrutando del sol otoñal. Entre aquella multitud había un par de mujeres, una joven y otra mayor, ambas emperifolladas con ramilletes, cintas y adornos. Eran tía y sobrina, o eso se decía, aunque corrían rumores en otra dirección.

—Tiene una voz preciosa, ¿verdad? Casi desearía que cada día fuera domingo —decía la joven señorita Young a su tía con cierta melancolía.

Cazando esas palabras al vuelo, la señora Baxter replicó:

—Si quieres oír cantar a William Bellman todas las noches de la semana, no tienes más que quedarte escuchando junto a la ventana del Red Lion. Aunque —y a pesar de hablar en voz baja, la madre de William la oyó— lo que es grato para el oído puede serlo menos para el alma.

Dora escuchó el comentario con una expresión de benigna neutralidad y dirigió su rostro al hombre que se le acercaba en aquel momento, su cuñado.

—Dime, Dora, ¿a qué se dedica William últimamente cuando no está ocupado ofendiendo a las almas que vagabundean junto a la ventana del Red Lion?

—Trabaja con John Davies.

—¿Le gusta trabajar de granjero?

—Ya conoces a William. Siempre está contento.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse con Davies?

—Mientras haya trabajo. Está deseando aprovechar cualquier oportunidad.

—¿No preferirías algo más estable para él? ¿Algo con futuro?

—¿Qué me propones?

La mirada que dirigió entonces a su cuñado Paul contenía toda una historia, una vieja y larga historia, y la mirada que él le devolvió decía: Todo eso es cierto, pero…

—Mi padre ya está viejo, y yo estoy al frente de la fábrica. —Ella protestó, pero Paul la interrumpió—. No voy a hablar por otros si eso te molesta, pero ¿te he perjudicado yo alguna vez, Dora? ¿Os he causado algún daño a William o a ti? Conmigo en la fábrica William puede labrarse un porvenir, estabilidad, un futuro. ¿Te parece correcto negárselo?

Hizo una pausa.

—Nunca me has perjudicado, Paul. Imagino que si yo no te doy la respuesta que deseas irás a pedírsela a William directamente, ¿no es así? —dijo ella por fin.

—Preferiría que nos pusiésemos todos de acuerdo.

Los miembros del coro se habían cambiado de ropa y salían de la iglesia, William entre ellos. Muchas miradas se posaban sobre él, porque tanto mirarlo como oírlo era un placer. Tenía el pelo oscuro de su tío, un semblante inteligente, una mirada aguda, y movía su vigoroso cuerpo con gracia y soltura. Más de una jovencita presente ese día en el patio de la iglesia se preguntaba qué sentiría al estar entre los brazos de William Bellman…, de hecho, más de una ya lo sabía.

Divisó a su madre, su sonrisa se volvió más franca, y alzó un brazo para saludarla.

—Se lo propondré —le contestó Dora a Paul—. Será él quien decida.

Se despidieron. Dora se dirigió hacia William y Paul hacia su casa.

En lo que se refiere al matrimonio, Paul había tratado de evitar los errores de su padre y de sus hermanos. No le interesaban ni una esposa boba con los bolsillos repletos de oro ni el amor y la belleza que no tienen nada que ofrecer. Su esposa, Ann, había sido sensata y afable, y su dote había dado para costear el edificio del departamento de teñido. A fuerza de sensatez y sentido común, había conseguido una vida doméstica armoniosa, una relación de cordial compañerismo y un departamento de teñido. Pero, pese a su sentido común y a sus sólidos razonamientos, se reprochaba algunas cosas. No lamentaba el fallecimiento de su esposa como se suponía que debía hacerlo, y en algunos momentos de dolorosa franqueza tenía que reconocer que pensaba en su cuñada más de lo que se consideraría adecuado.

Dora y William volvieron a casa.

El grajo del tejado de la iglesia aleteó con parsimonia, se elevó sin esfuerzo y se alejó surcando el cielo.

—Me gustaría aceptar. ¿Te importaría? —le dijo Will a su madre en la diminuta cocina.

—¿Y si te digo que sí?

Él sonrió y le pasó con delicadeza un brazo sobre los hombros. Con diecisiete años aún le sorprendía gratamente comprobar que era mucho más alto que su madre.

—Sabes que siempre trataré de evitar cualquier cosa que te haga daño.

—Ahí está el problema.

Un rato después, en una zona aislada y oculta por los matorrales y los juncos, el delicado brazo de Will se cerraba en torno a otro hombro. Su otra mano se encontraba oculta bajo los pliegues de unas enaguas, y de vez en cuando la chica posaba encima la suya para indicarle que fuese más despacio, más deprisa, que variase la presión. Estaba mejorando a todas luces, pensó. Al principio ella le dejaba todo el tiempo la mano encima. La blancura de sus piernas todavía se apreciaba más en contraste con el musgo, y no se había quitado las botas: si los importunaban tendrían que salir corriendo. Su aliento le llegaba entrecortado. A Will le seguía sorprendiendo que el placer fuera tan parecido al dolor.

De repente, la chica enmudeció y su rostro se contrajo fugazmente como si estuviese muy concentrada. Su mano presionó tan fuerte sobre la de él que casi le hizo daño, sus blancas piernas se estremecieron. Él la miró de cerca fascinado. El rubor de sus mejillas y de su pecho, el temblor de sus párpados. Luego se relajó, cerró los ojos y en su cuello comenzó a latir un pulso sereno. Un minuto después los abrió.

—Te toca.

Will se tumbó boca arriba con los brazos cruzados detrás de la cabeza. No hacía falta que su mano le enseñase nada. Jeannie sabía muy bien lo que hacía.

—¿Nunca te entran ganas de sentarte encima de mí y hacerlo como Dios manda?

La chica se detuvo y meneó juguetonamente un dedo frente a él.

—William Bellman, tengo la intención de ser una esposa honrada un día. ¡No voy a perder mi oportunidad por quedarme preñada de un Bellman!

Volvió a su tarea.

—¿Por quién me tomas? ¿Crees que no me casaría contigo si tuvieras un bebé en camino?

—No seas bobo. Por supuesto que lo harías.

Le acarició con la suavidad y la firmeza precisas.

—¿Y entonces?

—Eres un buen chico, Will; no digo que no lo seas.

Él le agarró la mano y la detuvo, se incorporó apoyándose en los codos para verle bien la cara.

—¿Pero?

—¡Will! —Al ver que no se conformaría con una respuesta, se explicó, reacia y vacilante, con las primeras palabras que le vinieron a la cabeza—: Tengo claro qué clase de vida quiero. Estable. Corriente. —Él asintió para que continuase—. ¿Cómo sería mi vida si me casase contigo? No hay forma de saberlo. Podría pasar cualquier cosa. No eres mala persona, Will. Simplemente…

Él se echó hacia atrás. Le pasó algo por la cabeza y volvió a mirarla.

—¡Tienes a otro en el punto de mira!

—¡No!

Pero el sobresalto y el sonrojo la delataron.

—¿Quién es? ¿Quién? ¡Dímelo! —La agarró, le hizo cosquillas y por unos instantes fueron de nuevo niños, chillando, riéndose y peleándose en broma. La madurez volvió a adueñarse de ellos enseguida y se afanaron en terminar el asunto que les había llevado allí.

Cuando pudo distinguir de nuevo con claridad las hojas y el cielo, Will se dio cuenta de que su cerebro había dado con la respuesta por su cuenta. Jeannie quería respetabilidad. Era una trabajadora, la vida fácil no la impresionaba. Y si estaba matando el tiempo con él mientras esperaba, eso quería decir que se trataba de alguien que aún no se había fijado en ella. Tampoco había tantos candidatos de la edad adecuada, a la mayoría podía eliminarlos por un motivo u otro. De los restantes, destacaba uno.

—Es Fred, el de la panadería, ¿verdad?

Se quedó pasmada. Se llevó la mano a la boca y al instante, aunque demasiado tarde, la puso sobre la de él. Conservaba entre los dedos el olor de ambos.

—No se lo cuentes a nadie. ¡Por favor, Will, no digas ni una palabra! —Y se echó a llorar.

Él la rodeó con los brazos.

—¡Calma! No voy a decir nada. A nadie. Lo prometo.

Ella sorbió e hipó y al momento se serenó; él le cogió una mano.

—¡Jeannie! No te desesperes. Estoy convencido de que antes de que termine el año estarás casada.

Se lavaron las manos en el río y se marcharon, tomando direcciones distintas para llegar a casa por caminos diferentes.

Will emprendió el camino más largo, río arriba, cruzando el puente hasta descender al otro lado. Eran las primeras horas de la tarde. El verano daba los últimos coletazos. En cierto modo, lo de Jeannie era una lástima, reflexionó. Era de la clase de chicas que valían la pena. El rugido de su estómago le recordó que su madre tenía en casa un buen queso y un cuenco de ciruelas confitadas. Echó a correr.