Según he oído decir a aquellos que de ninguna manera pueden saberlo, en los instantes que preceden a la muerte, uno ve pasar la vida entera ante sus ojos. Si eso fuera cierto, un cínico podría dar por hecho que William Bellman dedicó sus últimos momentos a contemplar de nuevo la extensa serie de cálculos, contratos y acuerdos que habían llenado su vida. Lo cierto es que, al acercarse a la frontera con ese lugar —frontera con la que todos nos toparemos tarde o temprano—, pensó en aquellos que ya la habían cruzado: su mujer, tres de sus hijos, su tío, su primo y varios amigos de la infancia. Tras recordar a aquellos seres queridos, y cuando aún le separaban unos instantes de la muerte, tuvo tiempo para un último acto de memoria. Lo que exhumó, enterrado en el fondo de su mente desde hacía casi cuarenta años, fue un grajo.

Permitidme que os lo cuente:

Will Bellman tenía diez años y cuatro días, y aún estaba fresco en su memoria el gran acontecimiento que había significado su cumpleaños. Había ido con sus amigos al llano que se extendía entre el río y el bosque, un campo sobre el que los grajos descendían aleteando en picado para acribillar el suelo en busca de larvas de zancudos. Charles, futuro heredero de la fábrica de tejidos Bellman, era primo suyo. Sus padres eran hermanos, algo que, aunque pueda parecer de lo más natural, no lo era. Fred, en cambio, era el mayor de los hijos del panadero. Su madre venía de una familia de lecheros. Se decía de él que era el chico mejor alimentado de Whittingford, y desde luego tenía aspecto de haberse criado a base de pan y nata. Sus dientes eran blancos, la carne compacta le recubría los recios huesos y le gustaba hablar de la panadería de la que un día se haría cargo. Luke era uno de los hijos del herrero. A él no le quedaría nada en herencia: tenía demasiados hermanos mayores. Su brillante pelo cobrizo se veía a más de una milla; eso cuando lo llevaba limpio. Se mantenía a una distancia prudencial del colegio; no le encontraba sentido. Según él, si lo que querías era una buena tunda, te la podían dar por el mismo precio en casa, de donde también se mantenía lo más lejos posible, a no ser que estuviera más hambriento de lo habitual. Cuando no lograba gorronear algo que llevarse a la boca, robaba. Uno tiene que comer. Sentía una devoción extrema por la madre de William, que de vez en cuando le daba pan con queso, y en una ocasión le dio incluso la carcasa de un pollo para que la apurase.

Aquellos chicos llevaban vidas muy distintas, y sin embargo todos habían nacido en el mismo mes de agosto. Era como si aquel cumpleaños compartido los dotara de una especie de fuerza física extra. Hacían carreras, trepaban a los árboles, se enzarzaban en batallas figuradas y torneos de pulsos. Cada yarda recorrida los volvía más veloces, cada rama alcanzada suponía para ellos la conquista de un horizonte más amplio. Se animaban unos a otros, jamás se echaban atrás ante un desafío, afrontaban riesgos cada vez mayores. Se reían de los rasguños, los moratones eran medallas de honor y las cicatrices trofeos. Se pasaban todo el rato midiéndose entre sí y con el mundo.

A sus diez años y cuatro días, Will estaba satisfecho con ese mundo y consigo mismo. Todavía le faltaba mucho para ser un hombre, lo sabía, aunque ya no era un niño. En el transcurso del verano, al despertarse temprano con el áspero graznido de los grajos posados en los árboles de la parte trasera de la casita rural de su madre, había sentido crecer cierta energía en su interior. Había superado la frontera de la cocina y del jardín: los campos, el río y el bosque eran ahora su territorio, y el cielo le pertenecía. Aún le quedaba mucho por aprender, pero sabía que lo haría como siempre: con facilidad. Y mientras aprendía, podía disfrutar de aquella nueva y exultante sensación de dominio.

—¿Qué te apuestas a que le doy a aquel pájaro? —dijo ese día Will, señalando la rama de un árbol lejano. Era uno de los robles que rodeaban su casa; la vivienda se divisaba desde donde estaban, medio oculta por los setos.

—¡Venga ya! —respondió Luke, y llamó al resto enseguida, se encaramó a un banco y señaló a lo lejos—: ¡Will dice que es capaz de darle a aquel pájaro!

—¡Imposible! —gritaron los otros dos, pero se acercaron a la carrera de todas formas para presenciar el intento.

El pájaro, un grajo o un cuervo, estaba bastante lejos de su alcance, posado en una rama a una distancia como de medio campo de fútbol.

Will sacó el tirachinas del cinturón y se puso a buscar una piedra con gran cuidado. Existía todo un misticismo en torno a la selección de los mejores proyectiles para tirachinas. Todos codiciaban la reputación del buen entendido capaz de elegir la piedra adecuada, y sostenían largas conversaciones en las que se comparaban tamaño, suavidad, textura y color. Las canicas las superaban a todas, por supuesto, aunque era raro que algún chico quisiera arriesgarse a perder una de ellas. En el fondo, William creía que lo mismo daba una piedra que otra con tal de que fuese redonda y pulida, pero era tan consciente del valor de la mistificación como todos los muchachos, así que se tomó su tiempo.

Entretanto, lo que suscitaba el interés de sus amigos era el tirachinas. Se lo había confiado a su primo mientras escogía un proyectil. Al principio, Charles sostuvo el arma con indiferencia; luego, al percibir su armonioso equilibrio, la estudió más de cerca. Las dos prolongaciones de la horquilla en forma de Y eran casi demasiado perfectas para ser naturales. Se podría poner patas arriba un bosque entero antes de encontrar una Y como aquella. Will tenía buen ojo.

Fred se acercó también a observarla. Frunció el ceño y las comisuras de la boca se le torcieron hacia abajo como si estuviese inspeccionando un pedazo de mantequilla echado a perder.

—No es de avellano.

Will no desvió la atención de lo que andaba haciendo.

—El avellano es fácil de cortar, pero no os lo recomiendo.

Él había afilado la navaja, había trepado al árbol y había serrado pacientemente la rama para agrandar el hueco que había divisado. Se trataba de un saúco de edad suficiente para ser robusto y lo bastante joven para conservar toda su elasticidad.

La honda resultaba familiar. Will había aprovechado una antigua, cortada de la lengüeta de un zapato que se le había quedado pequeño. Unas rendijas diminutas y pulcras, practicadas con una cuchilla afilada, permitían que el cuero se estirase para acoger en su interior el pequeño proyectil. Pero uno de los elementos del tirachinas era del todo nuevo. En el punto en que iba atada la honda, Will había tallado unas ranuras superficiales de una pulgada. En el centro de cada ranura se insertaban los extremos estrechos de la tira de cuero que sujetaba la honda. Por encima y por debajo de aquel nudo se apreciaba un cordón que los mantenía atados. Caía exactamente sobre la ranura, por encima y por debajo de los lazos de cuero. Charles pasó con admiración los dedos sobre la cordonadura. El acabado era una prueba de la gran habilidad del autor, pero no entendía la utilidad.

—¿Para qué sirve esto?

Luke se inclinó hacia él y, con ademán apreciativo, deslizó un dedo por el cordón enrollado.

—Impide que la honda se desplace, ¿verdad?

Will se encogió de hombros.

—Es lo que quiero comprobar. De momento no se ha movido.

Hasta aquel día los chicos no sabían que pudiera haber un tirachinas tan perfecto. Para ellos, que los tirachinas fuesen buenos o malos dependía de la voluntad de los dioses, de cosas que tenían más que ver con la casualidad, con el azar. El tirachinas de Will, en cambio, no dejaba opción a la suerte. Era un objeto construido, modelado, diseñado.

Luke comprobó la elasticidad de las tiras de cuero. Eran lo suficientemente flexibles, pero no pudo resistirse a contribuir con algo suyo en aquel envidiable tirachinas. Se escupió en la punta de los dedos y aplicó la humedad al cuero con delicadeza.

Cuando Will dio por fin con la piedra que le parecía más adecuada, le sorprendió que el pájaro estuviera todavía allí. Recuperó el tirachinas y lo cargó. Era un experto. Su vista era aguda y su pulso firme. Practicaba muchísimo.

El pájaro estaba demasiado lejos.

Los chicos sonreían y meneaban la cabeza mientras paseaban la mirada del arma al objetivo y viceversa. La fanfarronada de Will era tan ridícula que casi se le contagiaba la risa de los demás. Pero de pronto los diez años de observación, crecimiento, fuerza y vigor acumulados se tensaron en su interior y se volvió sordo al murmullo de los compañeros.

Mientras su ojo trazaba una parábola —la parábola imposible— entre el proyectil y el objetivo, su cerebro calculaba, calibraba y daba órdenes a sus mecanismos. Acomodó los pies, equilibró el peso, los músculos de las piernas, espalda y hombros preparados; los dedos modificaron minuciosamente su punto de sujeción en el tirachinas y las manos comprobaron la tensión. Tiró de la honda hacia atrás.

En el momento en que lanzó la piedra —no, justo antes: en el segundo exacto en que ya era demasiado tarde para detenerla— alcanzó un instante de perfección. Chico, tirachinas, piedra. Cerebro, ojo, cuerpo. Le invadió una especie de certidumbre y el proyectil salió disparado.

La piedra tardó un buen rato en cubrir la trayectoria predeterminada. Al menos esa fue la impresión que dio. El rato suficiente para que a William le diera tiempo a desear que el pájaro, aleteando despabilado, alzase el vuelo y abandonase la rama. Que la piedra cayese al suelo sin provocar ningún daño y que la risa resuelta del grajo se burlase de ellos desde el cielo.

El pájaro negro no se movió.

La piedra alcanzó el culmen de su parábola e inició el descenso. Los chicos enmudecieron. William también. El universo entero permanecía en silencio. Solo la piedra se movía.

Todavía me da tiempo, pensó William. Puedo pegar un grito y espantar al pájaro para que salga volando. Pero su lengua no respondía, y el instante se dilató en el tiempo, largo, lento, paralizado.

La piedra completó su recorrido.

El pájaro negro cayó.

Los chicos se quedaron contemplando confusos la rama vacía. ¿Era posible? ¡De ninguna manera! Pero acababan de presenciarlo… Tres cabezas se volvieron simultáneamente para clavar la mirada en Will. Sus ojos estaban fijos en la rama. Todavía lo veía caer, trataba de hacerse a la idea.

Fred rompió el silencio con un tremendo berrido y tres chicos salieron disparados a través del campo en dirección al árbol, Luke tropezando con las raíces y los repliegues, siempre el último. Aunque con retraso, William también corrió hacia allí. Llegó a donde estaban los muchachos, acuclillados al pie del árbol. Se apretujaron y le hicieron sitio para que pudiese ver.

Allí, en la hierba: el pájaro. Un grajo. Joven, todavía con el pico negro.

Entonces era cierto. Había logrado lo imposible.

Sintió moverse algo en su pecho, como si le hubiesen sacado un órgano para colocarle en su lugar un cuerpo extraño. En su interior brotó un sentimiento cuya existencia jamás había sospechado. Del pecho se extendió a cada una de las venas y a las cuatro extremidades. Se expandió al llegar a la cabeza, le embotó los oídos, le acalló la voz y se concentró en los pies, en los dedos. Al no dar con las palabras para expresar aquello, el chico guardó silencio, pero sintió cómo echaba raíces y se convertía en algo que lo acompañaría el resto de su vida.

—Podríamos enterrarlo. Una ceremonia —propuso Charles.

La idea de organizar un ritual para conmemorar el extraordinario acontecimiento halló una acogida inmediata, pero antes de que consiguiesen ponerse de acuerdo sobre qué debían hacer, con un titubeo un tanto cómico, Luke agarró la punta de una de las alas y la extendió con cuidado. Un rayo de sol que se filtraba entre el follaje cayó sobre la criatura muerta y de pronto el negro dejó de ser negro: se desplegó un crisol de renegridos matices de azul, violeta y verde. Era un color raro. Cambiaba y refulgía, animado por una vivacidad que confundía el ojo y la mente. Por un momento, pensaron que quizá el pájaro no estuviese muerto… Pero lo estaba. Seguro.

Los muchachos murmuraron y se volvieron de nuevo para mirar a Will. También aquella belleza se la debían a él.

Luke alzó el pájaro, envalentonado.

—¡CRAA!

Arremetió con el cadáver, primero sobre Fred, luego sobre Charles —nunca hacia Will—, y los dos retrocedieron de un salto, profiriendo gritos de terror y riéndose aliviados. Luego fue Fred quien trasteó con el bicho muerto, manipulando sus alas, imitando el vuelo, graznando y soltando chillidos con deleite. Will se reía con reservas. En su interior sentía las consecuencias de aquel trajín. Sus pulmones estaban exhaustos.

Fred no tardó mucho en percibir algo desagradable en la flojedad de aquel cuerpecillo. A todos les sucedió lo mismo. Era la flacidez con que colgaba la cabeza, el ver cómo las plumas no volvían a su lugar. Fred lo arrojó a un lado con asco.

Abandonaron cualquier intención de enterrarlo y enseguida dirigieron su atención hacia la piedra asesina. Ahora aquella piedra tenía un gran valor. Se pasaron un buen rato buscando, cogiendo una piedra redonda tras otra.

—Demasiado grande —convenían.

—El color es distinto.

—No tenía esa marca aquí.

No encontrarían la piedra. Una vez cumplido el milagro, se había despojado de su carácter único y estaría por allí, no muy lejos, imposible de distinguir entre el montón de piedras similares.

En cualquier caso, sugirió Charles, y por una vez estuvieron todos de acuerdo, lo importante no era la piedra. El autor de la proeza era Will.

Contaron la historia una y otra vez, representándola cada uno para los demás. Aniquilaron bandadas enteras de grajos imaginarios con tirachinas imaginarios.

Will se limitaba a acompañarles. Como a cualquier héroe de diez años, le tocó una cuota de bromas y empellones superior al resto. Sonreía angustiado, orgulloso, azorado, culpable. Sonreía y devolvía los empujones sin convicción. Tuvo el mal presagio de que algo había despertado en su conciencia pero no sabía ponerle nombre.

El sol se ocultó y comenzó a hacer fresco. Se acercaba el otoño, y estaban hambrientos. Era hora de volver a casa. Los chicos se marcharon. Will era el que vivía más cerca, en un par de minutos estaría en la cocina de su madre.

Estaba subiendo la pendiente de un talud cuando algo le hizo mirar a su alrededor. Volvió la vista hacia donde había caído el pájaro. En el poco tiempo transcurrido desde que los muchachos se fueron, habían aparecido unos quince o veinte grajos. Volaban en círculos sobre el roble. Seguían llegando de todas partes. Un reguero surcaba el cielo, marañas dispersas de manchas oscuras que convergían en aquel lugar. Uno a uno, descendieron hasta posarse en las ramas del árbol. Por lo común, una congregación así iría acompañada por la algarabía del áspero parloteo de los pájaros, que se lanzan graznidos unos a otros como si fueran piedras. Aquella reunión era distinta: tuvo lugar en medio de un silencio abstraído y deliberado.

Los pájaros lo miraban desde las ramas.

Will saltó del talud y corrió hacia su casa como alma que lleva el diablo. Solo cuando puso la mano en el pomo se atrevió a mirar a su espalda. El cielo estaba despejado. Se fijó en las ramas del árbol, pero a aquella distancia y con el sol del ocaso dándole directamente en los ojos era difícil saber si lo que veía eran grajos o el follaje. Tal vez se había imaginado aquella mirada múltiple.

Por un instante le pareció que uno de sus amigos estaba de nuevo junto al roble. Un chico, allí de pie donde él mismo estaba hacía un momento, a la sombra del árbol. Sin embargo, la silueta era demasiado corta de estatura para ser Charles, demasiado delgada para ser Fred y no tenía el cabello rojo de Luke. Además, a menos que fuera un efecto de la luz y las sombras, aquel chico iba vestido de negro.

En un abrir y cerrar de ojos el chico ya se había esfumado, probablemente de camino a su casa a través del bosque.

Will hizo girar el picaporte y entró.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó su madre.

Aquella tarde William se mostró taciturno y a su madre le pareció que estaba pálido. Sus preguntas no lograron arrancarle nada cercano a una respuesta y comprendió que su hijo ya tenía edad para guardar secretos.

—Párate a pensarlo. Dentro de una semana estarás lejos de aquí, con Charles en el colegio.

El chico se apoyó en su cadera con disimulo cuando ella se acercó para servirle la sopa, y cuando lo rodeó con un brazo él se dejó hacer en lugar de recordarle que ya tenía diez años. ¿Aquel hijo suyo, tan intrépido, estaba intranquilo por dejarla allí y marcharse a Oxford? Aquella noche, a pesar de que no hacía frío, le calentó la cama y dejó una vela encendida en su dormitorio. Cuando una hora más tarde fue a darle un beso, se quedó contemplando su rostro dormido. Qué palidez. ¿De verdad era su hijo? Los niños cambian tan deprisa.

Solo tiene diez años y ya lo estoy perdiendo, pensó. Y luego, con una punzada de dolor: si es que no lo he perdido ya.

Al día siguiente William se despertó con fiebre. Guardó cama durante media semana, cuidado por su madre. A lo largo de ese lapso, mientras la fiebre iba en aumento y él sudaba y gritaba de dolor, puso todo el ingenio y la energía de sus diez años al servicio de la mayor hazaña que jamás había acometido hasta el momento, una constante que marcaría el resto de su vida: olvidar.

Y creyó que lo había logrado.