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Es como si hiciera un siglo desde que estuve en uno de los hoteles grandes, pensaba Sanada Chiaki mientras levantaba la vista al grupo de rascacielos en Shinjuku oeste. Los hoteles de sadomasoquismo, con el suelo salpicado de endurecidos globos del esperma de las velas, le quitaban todo el romanticismo a las cosas. Para el cliente de esta noche, al que el encargado había descrito como un caballero, llevaba puesto su mini de una pieza Junko Shimada con medias negras y un abrigo beis de cachemir, y se había esmerado con el maquillaje. Para no llegar tarde, se subió a un taxi a la puerta de su edificio en Shin-Okubo a las seis menos veinte. El tráfico estaba un poco congestionado en el gran paso elevado, pero aun así llegaría a la entrada del Keio Plaza con cinco minutos de adelanto.

Había una cola de gente en la entrada esperando taxis y, por suerte, el portero estaba ocupado en conducirles a los taxis y no se dirigió a ella. A Chiaki siempre le ponía nerviosa que un portero grande con galones sobre los hombros se le acercara y le dijera «Bienvenida al hotel Tal y tal, ¿me permite la bolsa?». Le había quitado las pilas al vibrador y todos sus juguetes estaban metidos en bolsas de vinilo opacas por si acaso alguien miraba en su bolso, pero así y todo… Era algo en la forma de mirarte que tenían los porteros.

El vestíbulo estaba atestado de gente que salía de un banquete de boda. Llevaban puestos trajes formales, vestidos y kimonos, y en la mano tenían bolsas con el nombre del hotel; sus voces reverberaban de tal forma en el techo y las paredes, que Chiaki ni siquiera podía oír sus propios pasos. Se dirigió a los teléfonos públicos para llamar a su oficina, habiendo decidido que si el cliente era un novato, como le había dicho el encargado, hacer esa llamada delante de él podría desalentarlo. «He llegado a la habitación del caballero», sonaba tan frío y mercenario.

Las cuatro cabinas verdes estaban ocupadas. Al acercarse, cogió su cartera y sacó una tarjeta de teléfono, la del conejo de dibujos animados. Se paró a poca distancia de los teléfonos y estaba intentando adivinar quién terminaría primero, cuando se dio cuenta de que el hombre del segundo teléfono le sonreía impúdicamente. Tenía treinta y pico largos o cuarenta y pocos, llevaba puesto un abrigo visiblemente manchado y la miraba de arriba abajo mientras sonreía. Apenas se fijó en él, y de improviso empezó a chillar al auricular, tan alto que los que estaban a ambos lados se encogieron de miedo y se volvieron para mirar. «¡Cállate y encárgate de eso, puta!» gritó, y colgó de un golpe como si quisiera romper el auricular.

Chiaki se quedó allí de pie pasmada, petrificada por la transformación instantánea de sonrisa impúdica a rabia violenta y cara roja. Cuando el hombre giró sobre sus talones y avanzó hacia ella, sólo tensando todos los músculos de su cuerpo logró no gritar. No se dio cuenta de que la tarjeta telefónica se le había resbalado de los dedos hasta que el hombre se inclinó delante de ella para recogerla. Cuando él se agachó, ella se dio la vuelta y se alejó tambaleante con el cuerpo rígido debido a la tensión.

No es alguien que conozca, nunca lo he visto antes, no hay nada de qué preocuparse, se decía a sí misma, reprimiendo el ansia de correr. ¿A dónde ir? Ya no sabía en qué hotel estaba ni por qué estaba allí. Tras veintiún pasos se paró y miró hacia atrás. Estaba rodeada de gente vestida con trajes y vestidos y tuvo que ponerse de puntillas para buscar por toda la sala al hombre del abrigo. Al no verlo por ningún sitio, empezó a respirar otra vez y buscó los aseos. Quería estar sola, en algún sitio donde calmar las palpitaciones del corazón.

Se metió en un cubículo de los aseos y, sin quitarse el abrigo, se sentó sobre la tapa cerrada del inodoro. No entendía qué ocurría. Una y otra vez se recordaba a sí misma que no conocía al hombre del abrigo, que nunca lo había visto. Pero su estallido la había llevado al borde de algún recuerdo. Era como si todos los pequeños grupos de recuerdos dormidos, ocultos en distintas partes de su cuerpo, hubiesen cobrado vida al mismo tiempo.

El pulso no se le calmaba. Se puso de pie y se quitó el abrigo de cachemir, colgándolo de un gancho en la puerta. Cerró los ojos e intentó deshacerse de la imagen del hombre del teléfono tocándose el traje en la zona que cubría el aro del pezón. La tela de Junko Shimada era demasiado gruesa para coger el aro con los dedos, pero logró constatar su sensación dura y metálica, un débil recuerdo del dolor que había sentido la noche en que se hizo el piercing. Ayúdame, gimió Chiaki, acariciando el contorno del aro. Esto es lo que pasaba siempre cuando perdía su impulso sexual durante un tiempo: algo hacía que esos recuerdos dormidos despertaran y ponía en marcha una secuencia terrible de sucesos. Seguía acariciándose el aro y pensó: Quiero estar en otro lado. Y en el momento en que pensó esto, recordó dónde estaba.

Es el Hotel Keio Plaza y hay un caballero esperándome en el piso veintinueve.

Miró el reloj. Eran casi las seis y veinte. Tal vez, pensó, el joven la ayudaría a recuperar su impulso sexual y todos esos recuerdos se dormirían otra vez.