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Sanada Chiaki estaba despierta, pero necesitaba quedarse en la cama un rato más. La temperatura de la manta eléctrica estaba alta, aunque debido al Halcion se sentía pesada y estaba congelada de pies a cabeza. El teléfono dejó de sonar y después del pitido agudo del contestador se oyó por el altavoz la voz baja de un hombre.

—Aya-san, ¿vas a venir hoy a la oficina? Hagas lo que hagas, llámanos, ¿vale? Si no te encuentras bien, puedes tomarte la noche libre, claro, pero necesitamos que vengas. Tenemos una cita para ti esta tarde a las seis, en el Keio Plaza, habitación 2902, un tal señor Yokoyama. Es un cliente nuevo pero parece joven y suena como un caballero. Lo más probable es que tengas que ir allí directamente, en vista de la hora, pero pasa por la oficina cuando termines, sea la hora que sea, ¿vale? Y por favor no apagues el…

Un pitido indicó el final del tiempo para el mensaje. Un momento después el teléfono volvió a sonar.

—Se cortó. Como te decía, necesitamos que dejes encendido tu localizador. Si recoges este mensaje desde fuera y no llevas los juguetes, tendrás que pasar primero por la oficina o por tu apartamento. Hagas lo que hagas, no vayas a la cita sin el equipo, ¿vale? Bueno, esperamos tus noticias. Si vas corta de tiempo, puedes llamar cuando llegues al Keio Plaza. No te ha venido la regla, ¿no? Si ya…

El contestador volvió a cortarse y esta vez el hombre no llamó otra vez. Chiaki decidió que lo mejor sería levantarse y comer algo. Miró el reloj y vio que ya eran las tres de la tarde. El Keio Plaza sólo estaba a doce o trece minutos en taxi pero después de dormir bajo el efecto de tres Halcion, iba a necesitar tiempo para hacer que le circulara la sangre otra vez. En los últimos tiempos había aumentado la dosis, y sabía que tenía que tener cuidado con eso. Las pastillas no eran baratas y alguien le había dicho que estaban investigando la tienda donde las compraba en Shibuya.

Se puso de lado y cogió el control remoto del reproductor de CD. Le dio a POWER, vio la lucecita verde encenderse y apretó PLAY. No era el CD que esperaba. Le gustaba la cuerda nada más despertarse y podría jurar que había puesto un disco de Mozart antes de dormirse, pero lo que salía ahora de los altavoces era la banda sonora de Corazón salvaje, con un saxo tenor que goteaba como melaza sobre sus nervios. Le gustaba oír esta música cuando se masturbaba. Qué raro que no me acuerde, pensó mientras apagaba la música, ¿y si no es sólo por las pastillas para dormir? La idea desencadenó una ola de ansiedad y decidió intentar recordar qué había hecho exactamente antes de acostarse. Según el reloj era viernes, lo cual quería decir que había dormido unas cincuenta horas seguidas. Había tomado el Halcion a última hora de la mañana del miércoles, después de un trabajo de toda la noche por el que le habían pagado 150.000 yenes. Todavía no había llevado el dinero a la oficina, lo que explicaba por qué el encargado insistía tanto en que pasara por allí.

El cliente era un hombre apacible, de mediana edad, que tras atarla con poca convicción y meterle el vibrador, la había tomado de la mano y le había pedido que durmiera junto a él. Ella no tenía sueño y debido a que estaba preocupada porque su libido había desparecido durante todo el mes pasado, y a que no era el tipo de hombre que ella encontraba repulsivo, había estado dispuesta a tener relaciones normales con él, siempre y cuando usara un condón. Así que, naturalmente, esta vez el cliente sólo quería dormir junto a ella. Él se durmió enseguida con la boca abierta y ella ni siquiera soportaba mirarlo. No era fumador pero tenía mal aliento, olía un poco a alcohol y enseguida se puso a roncar fuerte sin dejar de aferrarle la mano. Aún no le había pagado, así que de todos modos ella no podía marcharse, pero se le tensaban los músculos cuando intentaba quedarse quieta y cuanto más se decía que tenía que dormir, más le parecía que hubieran encendido un foco sobre su cabeza.

No me digas que va a empezar otra vez recuerda haber pensado, y la idea la había aterrorizado y hecho creer que realmente estaba empezando otra vez. En cualquier momento se daría cuenta de que Como-se-llame estaba agazapado en un rincón del techo, mirándoles fijamente.

Como-se-llame había aparecido por primera vez cuando Chiaki estaba en secundaria. Al principio, ella le había rogado que no mirara, pero Como-se-llame se limitaba a soltar una risita, en un tono que por lo visto sólo Chiaki podía oír.

Esta vez, resultó que Como-se-llame no llegó a materializarse, pero no llegaba al bolso y no pudo coger las pastillas de Halcion, así que tuvo que quedarse ahí echada completamente despierta hasta el amanecer. Para entonces, tenía los músculos tan rígidos que le dolían y tenía miedo. Pero lo que más le atormentaba era que no podía detectar ni cero coma un miligramo de deseo sexual en todo su cuerpo. Si esto hubiese ocurrido en los viejos tiempos, antes de que cambiara su personalidad, probablemente hubiese despertado al hombre y le habría exigido sexo.

Pero ya no era así. Había transformado su personalidad el día ciento veinticuatro después de su décimo octavo cumpleaños, el día que se graduó en el instituto y entró en el primer ciclo universitario. En la universidad sólo tenía una amiga, con la que salía a merendar y compartía los apuntes de clase; y cuando se lo comentó, la chica dijo: «¡Imposible! ¿Es posible cambiar de personalidad de la noche a la mañana?».

Yo lo hice, se dijo Chiaki. Cambié mi personalidad así como así. Me volví modesta y reservada, incluso un tanto tímida, y después de eso un montón de gente quería ser mi amiga. No es que mantuviéramos la amistad mucho tiempo pero bueno, cambié porque me di cuenta de una cosa: que la relación sexual con un hombre por sugerencia propia no es nunca tan buena. Después de todo, si tienes que pedirlo, significa que el hombre no está tan interesado, ¿no? Y los chicos nunca son cariñosos o amables o considerados en la cama si realmente no están interesados. Tampoco es que estén muy monos cuando se corren, y terminas por preguntarte de qué sirve frotarse las pieles y los órganos y tener esa cosa agitándose en tu interior. Te hace sentir incluso más sola que si estuvieras sola. Y entonces, después de correrse, el hombre pone una cara aún peor. ¿Qué estoy haciendo con una puta como ésta? Eso es lo que dice la expresión de su cara.

Una puta como ésta, murmuró Chiaki, poniendo voz masculina y bronca mientras con esfuerzo se incorporaba sobre los codos. ¿Hasta dónde se puede caer?

Al mirarse la camiseta ve la silueta del aro en el pezón. Hacía setenta y dos días ella misma se había hecho el piercing. Le había dolido cuando se traspasó con la aguja, y también cuando tiró de ella hacia afuera, pero había resultado todo un éxito. Tras una semana más o menos ya no le dolía. Y treinta y tres días después no quedaba ni rastro de costras o cicatriz. Chiaki estaba orgullosa de sí misma. Y los chicos de la tienda de arte corporal en Shibuya, a ciento sesenta y tres pasos de la entrada a Tokyu Hands, habían sido muy amables y de gran ayuda. Lo siguiente era hacerse un tatuaje. Poder elegir tu propio dolor; da un poco de miedo, pensó, pero también es maravilloso. Tiró del cuello de la camiseta y miró el aro.

Últimamente sus clientes habían sido de la peor clase, hombres a los que no les interesaban los tipos de juegos más emocionantes, sino que querían correrse lo antes posible. En su vida privada había estado saliendo con tres tipos distintos, pero todos habían dejado de llamarla hacía poco, por distintos motivos, como la manera en la que solía reaccionar cuando desordenaban su habitación. A juzgar por el CD de Corazón salvaje y el hecho de que no llevaba bragas, debió de haberse estado masturbando antes de dormir, probablemente un buen rato. Le parecía recordarlo vagamente: espoleada por su deseo de sentir deseo cuando ahí no había nada, buscándolo, hasta que sus propios gemidos le sonaron falsos y empezó a temer que se convirtieran en la voz de otra persona, pero salvándose al fin cuando la tercera pastilla de Halcion hizo efecto y la arrastró a un torbellino de sueño.

Las cosas no estaban yendo bien. Se acarició el aro plateado con el dedo índice y pensó: Esto es lo único en lo que puedo creer ahora mismo. Incluso cuando ella misma se lo acariciaba parecía ser el tacto de otra persona. Era un aro cerrado de acero inoxidable quirúrgico del calibre catorce, con un diámetro interior de doce coma siete milímetros. «¿Estás loca, o qué?» le preguntaban los clientes con frecuencia. «¿Por qué te haces eso a ti misma?». Los piercing les daban miedo, como los tatuajes en los matones yakuta, y para sus adentros Chiaki se mofaba de estos hombres: Porque me gusta ver revolverse a los gusanos como tú.

Estaba pensando en que pronto tenía que hacerse un piercing en el otro pezón cuando la sangre empezó a correrle por el cuerpo congelado por el Halcion. Había que ser valiente para hacerse un piercing. Primero tenía que recuperar su impulso sexual. No es que estar cachonda te hiciera valiente, pero la ausencia total de lujuria le asustaba porque siempre había sido la primera fase de ese ciclo horrible, ese que nunca había podido contarle a nadie. El ciclo de terror que empezaba con la súbita toma de conciencia de que ella era la única culpable de todo lo que iba mal a su alrededor. Una vez que empezaba la Pesadilla, ya no era ella la que elegía el dolor —éste la elegía a ella— y lo menos que tenía era valor.

Salió de la cama y se quedó de pie sobre la alfombra un momento, comprobando si estaba mareada o tenía náuseas. Las dos cosas, claro, además de un escalofrío que le vibraba en los huesos. Lo que necesitaba era vitamina C y un medicamento para el estómago. Dio un paso hacia la nevera, midiendo la zancada de forma que llegara en exactamente cinco pasos. Podría verter agua mineral Vittel en el vaso Baccarat de 8.935 yenes que había comprado hacía ciento dieciocho días y después echarle una aspirina con sabor a cereza y dos Alka-Seltzers. Puede que sólo con mirar los millones de burbujas diminutas se calmase un poco, pensaba, cuando llegó a la nevera y vio su navaja suiza de un rojo reluciente en un cuenco de mimbre sobre la mesa del comedor. Cuchillo, tijeras, abrelatas, abrebotellas, sacacorchos, lima; tenía de todo. Tengo que acordarme de llevármela, pensó. Había olvidado lo que el cliente que tuvo ciento setenta y un días atrás le había enseñado. Con precisión quirúrgica, usó unas tijeras para extraer el elástico de un gorro de ducha. Colocó el elástico entre las piernas de ella y pasó una cuerda por los agujeros, por delante y por detrás, después le ató la cuerda a la cintura, haciendo una especie de correa abierta por la entrepierna. Lo hizo de forma que sólo el clítoris le sobresalía de las tiras de elástico. Era excitante. Tal vez si lo volviera a hacer, su libido no tendría más remedio que volver a toda prisa. Antes de abrir la nevera, Chiaki metió la navaja en su bolso.