Cuatro días más tarde, Kawashima se registraba en el hotel Príncipe Akasaka. Usó su tarjeta JCB y dio su nombre real. Era una habitación doble desde la que se veía la Torre de Tokio en la distancia, y la reservó para una semana. Nunca antes se había tomado unas vacaciones de verdad, y por ese motivo —y como reconocimiento por haber ganado la cuenta del festival de jazz— la compañía había accedido de inmediato a su petición, dándole incluso casi novecientos mil yenes en efectivo para gastos. Su jefe había bromeado, con el típico mal gusto, diciendo que la idea de observar empleados era brillante, pero que no se enamorara de ninguno y terminara cogiendo el sida.
Kawashima llegó poco después del mediodía y lo primero que hizo fue llamar a Yoko. De fondo, oía el parloteo de mujeres de mediana edad y casi olía el pan recién hecho. Ni Yoko ni nadie en la oficina parecía haber tenido la menor sospecha sobre sus motivos. Pensándolo bien, reflexionó arrellanado en el sofá y mirando el centro de la ciudad sobre el que caía el crepúsculo… pensándolo bien, en algún momento me convertí en un hombre que jamás hace algo que los demás puedan considerar sospechoso. Tal vez algo fundamental había cambiado desde los viejos tiempos, desde que dejó a la artista de striptease. Había vuelto a la escuela, retomado el dibujo, encontrado un trabajo y conocido a Yoko, y muchas veces tenía la sensación de que ni siquiera era la misma persona que había sido de adolescente. Pero si ahora era alguien diferente, ¿cuál de los dos era su auténtico yo? Los dos son el auténtico tú, susurró una parte de él; pero la otra parte no lo tenía tan claro. A veces el antiguo y el nuevo yo parecían no tener relación alguna.
Inspirado por un artículo que había leído en una revista y fotocopiado en la biblioteca, Kawashima había decidido comprar un cuchillo, además del punzón. El artículo era sobre una furcia de treinta y dos años que habían encontrado muerta en una habitación de hotel, con el tendón de Aquiles cortado. Un detective anónimo había propuesto esta explicación: «Cuando cortas el tendón de Aquiles, el sonido que hace es tan alto y agudo como el de un disparo. Puede que el asesino lo supiera y le gustara». Kawashima decidió que antes de perforar el estómago de la víctima con el punzón —o después, si era preciso— le cortaría el tendón de Aquiles. Tenía curiosidad por cómo sonaría exactamente. Y quería ver la expresión en la cara de la mujer cuando esto sucediera.
Pensar en estas cosas no le aceleraba el pulso ni le hacía mirar fijo al vacío, sonriendo y babeando. Le producía más bien una especie de calma creativa, similar a su estado mental cuando meditaba sobre qué foto usar en un póster. Su ritmo cardíaco había sido un problema los diez días que había vivido con el temor de apuñalar al bebé, pero dejó de serlo desde la noche de la tienda. Entre el hombre frío que estaba decidiendo cómo cortar el tendón de Aquiles de su víctima, y el hombre que esa misma mañana había sonreído a su esposa en una habitación saturada del aroma a pan recién hecho, había una clara distancia. No sabría decir en qué consistía, pero sí que la había.
Se levantó y cerró las cortinas. Sacó el artículo de la revista de su maletín así como una revista de sadomasoquismo, una guía semanal de la industria del sexo y una libreta. Se sentó al escritorio y empezó a escribir notas en un intento de ordenar sus pensamientos.
Antes que nada, la víctima debía ser una prostituta. Era la única elección lógica. ¿Pero qué tipo de prostituta debería elegir? Era importante, igual que el lugar donde cometería el asesinato. Una vez la policía lo detuvo por esnifar disolvente pero no habían tomado sus huellas dactilares. La policía estaba en desventaja cuando el asesino no conocía a la víctima y no tenía antecedentes. Ya había decidido que no podía apuñalarla solamente: tenía que asegurarse de que la mataba. Naturalmente, lo mejor sería que no se encontrara el cuerpo, pero intentar deshacerse del cadáver implicaba correr riesgos inaceptables. Ella tendría que trabajar por libre, sin chulo ni oficina ni banda a los que rendir cuentas. ¿Apuñalarla en algún callejón oscuro y desierto, tal vez? Atraer a una prostituta que hace la calle a un callejón con el pretexto de negociar un precio sería bastante sencillo, pero en un lugar tan mal iluminado no podría ver bien cómo el punzón penetraba el estómago y probablemente no tuviera tiempo de cortarle el tendón de Aquiles.
Hacía dos noches, mientras caminaba por el distrito Kabuki-cho de Shinjuku, había confirmado que la mayoría de las que hacían la calle por libre eran extranjeras, especialmente del sudeste asiático. Entre las ventajas de elegir a una de ellas estaba que su búsqueda sería, a lo sumo, practicada a medias, ya que era probable que ni siquiera estuviera en Japón legalmente. Pero era esencial que la carne que traspasara el punzón fuera lo más blanca posible. Y ahora que lo pensaba, ni siquiera una extranjera de piel clara le serviría. Si la víctima no hablaba bien japonés, sería difícil organizar las cosas como es debido y, además, era un imperativo que sus expresiones de horror y angustia fueran pronunciadas en japonés. ¿Por qué? Lo pensó un rato, pero dejó de hacerlo cuando una imagen de su madre empezó a formarse en su mente. Sólo debía concentrarse en el asunto en cuestión.
No, sería una locura hacerlo en un callejón, un parque, un solar o cualquier lugar al aire libre. Tendría que coger otra habitación en algún sitio. Las empresas que enviaban chicas a la habitación de hotel del cliente se limitaban a los servicios de prostitutas, operaciones de masajes eróticos y clubes de sadomasoquismo. En cuanto el punzón apareciera, lo más probable es que la mujer intentara huir. Y chillara. Tendría que reprimirla; y durante un rato, ya que no moriría de inmediato; después de todo, no iba a clavárselo en el corazón. Sería mejor verla expirar despacio, debido a la pérdida de sangre; pero claro, de las heridas causadas por un punzón no saldría mucha sangre. Se puede causar la muerte por hemorragias internas, al pinchar ciertos órganos, pero, ¿de qué servía eso si no se podía ver?
En cualquier caso, lo primero sería atar y amordazar a la mujer. Eso significa sadomasoquismo. Por lo visto, la mayoría de los clubes de sado no envían a sus chicas a los «hoteles de amor». La ventaja de un hotel de amor era la persiana en recepción que impide al recepcionista verte la cara. Pero era comprensible que el personal de esos lugares estuviera siempre vigilante por si surgía un problema, y Kawashima había leído en algún sitio que si la oficina de una chica se extrañaba por alguna circunstancia, llamaban al hotel y alguien subía a la habitación para comprobar cómo estaba la chica. Además, si algo salía mal, la estrechez de la entrada y zona de recepción dificultarían la huida. Y los hoteles de amor solían estar en calles tranquilas donde sólo había parejas aquí y allá paseando discretamente, así que no era posible correr y fundirse en la multitud sin dejar rastro.
En un hotel normal, por otro lado, le verían la cara en recepción y tendría que escribir en una tarjeta de registro. Pero podría reservar una habitación con un nombre y número de teléfono falsos y nunca lo averiguarían, siempre y cuando fuera puntual. Hoy lo había confirmado, aquí, en el Príncipe Akasaka. Cuando hizo la reserva, les dio su teléfono del trabajo y una hora de llegada de las dos de la tarde, y aunque esperó en la oficina hasta las dos menos cuarto, no llamaron del hotel. Tampoco le pidieron el carné de identidad. Su caligrafía habitual era tan corriente que no sería un problema, siempre y cuando no cometiera algún error tonto como dejarse olvidado su carné de conducir, tarjeta de visita, agenda o un sobre o papel con el membrete de su compañía.
Un detalle pequeño pero importante: ¿debería permitir que el botones le ayudara con lo que llevara de equipaje? El botones se ofrecería a llevar cualquier tipo de bolsa, incluso un maletín. Hoy observó que a los huéspedes japoneses les gustaba que el botones les llevara las bolsas, mientras que los extranjeros, tal vez porque están acostumbrados a tener que dar propina a todo el mundo, solían rechazar la ayuda si podían arreglárselas solos con el equipaje. Bueno, el asunto del botones podía resolverlo más tarde. Kawashima escribió Asunto del botones, pendiente y pasó la hoja. Ya había llenado varias con letra apretada y densa.
Pero ¿qué tipo de equipaje debería llevar? Un bolso de viaje pequeño sería suficiente. Podría salir del Príncipe con una bolsa de papel llena de todo lo que iba a necesitar y comprar un bolso de viaje de camino al segundo hotel, donde iba a tener lugar el ritual. Pararía en una de las principales estaciones de tren, o en el aeropuerto de Haneda, y compraría el bolso más corriente posible en una de las tiendas o puestos. Preferentemente algo barato producido en masa, aunque incluso un bolso de diseño de uso común —un Louis Vuitton, digamos— serviría perfectamente. Teniendo todo en cuenta, lo mejor sería uno de los hoteles grandes. Y llegado el momento de hablar en recepción, podría ser necesario usar un disfraz sencillo. Pero la palabra era «sencillo», no debía ser nada que pudiera servir para hacerle destacar de alguna manera. Unas gafas de sol, por ejemplo, pueden ser efectivas, pero se había dado cuenta aquí, en el Príncipe, que los que llevaban gafas de sol cuando se registraban sólo conseguían llamar la atención. Daban la impresión de estar intentando ocultar su identidad. Una vez se descubriera el cadáver de la mujer, lo más probable es que la policía sólo tuviera un esbozo del asesino con el que trabajar. Eso no representaba una gran amenaza, a menos que se tropezara con algún conocido o le vieran en el hotel. ¿Cuál era la mejor manera de minimizar el riesgo de que eso ocurriera? Antes que nada, una regla de oro: si al registrarse se encontrara con un compañero de trabajo, o incluso tan sólo lo viera o, digamos, viera a una de las estudiantes de Yoko —cualquiera a quien fuera imposible engañar con un simple disfraz— entonces se cancelaría toda la operación.
Pero, ¿en qué iba a consistir concretamente un disfraz sencillo? Hacerse la raya en el pelo de otra manera y llevar puestas gafas de cristal grueso sería suficiente de cuello para arriba. Pero también debía pensar en la ropa. Después de ver a alguien varias veces, normalmente puedes reconocerlo incluso de espaldas, sólo por su lenguaje corporal y su estilo en el vestir. Lo mejor sería comprar el traje típico del empleado de color azul marino o gris, del estilo que él nunca usaba. Y tal vez un abrigo barato. Tendría que darse prisa con el traje, tardarían un tiempo en subirle el vuelto. Unos zapatos con alzas interiores estarían bien, le harían unos centímetros más alto.
Por supuesto, necesitaremos una muda de ropa también, escribió, ya que habrá una buena cantidad de sangre. Quitarnos toda nuestra ropa es una posibilidad, pero es arriesgado en el caso de que hubiera algún tipo de resistencia activa por parte de la mujer. Además, desnudarse cuando el ritual estaba llegando al clímax podría interpretarse como si tuviera algún tipo de significado sexual. No queremos que la mujer piense que le estamos cortando el tendón de Aquiles sólo para satisfacer alguna perversión sexual. Ella debe quedar en la incertidumbre respecto a qué significado tienen su derramamiento de sangre y su agonía. Es vital que aquellos que se encuentran en el lado receptor de la violencia se pregunten sobre su motivo. Una verdad triste y amarga, pero importante.
Kawashima anotaba las ideas según se le iban ocurriendo, pero entonces se detuvo. Retrocedió y borró todo después de «necesito una muda de ropa también». Con letra de molde grande escribió: ¡¡LAS IDEAS QUE NO SON RELEVANTES A LA PLANIFICACIÓN NO HAN DE INCLUIRSE EN ESTE CUADERNO!!
Hacía rato que el sol se había puesto, y miró el reloj: ya eran las ocho. Han pasado horas, pensó, y parecen minutos. ¿Había estado tan absorto en algo antes? Sacó una cola del mini-bar, la abrió y tomó un sorbo. Estaba empezando a sentir que cualquier cosa que hubiese hecho o experimentado en el pasado, le había ayudado a prepararse para esta misión. Y de hecho, a preguntarse si no era éste el fin al que lo habían dirigido todos los sucesos de su vida.
Ya estaba empezando a olvidar, en otras palabras, el motivo original detrás del plan: aliviar su miedo a apuñalar al bebé.
Unos tejanos y una sudadera para el cambio de ropa. Eso sí, nada que sea demasiado holgado o voluminoso. Elegir una sudadera de tela fina. Lo mismo con los tejanos. Dos pares de guantes de piel ajustados. Hay que tener sumo cuidado en el uso de los guantes. Lo más natural es quitarse el guante de la mano derecha al registrarse.
Afortunadamente no quedaron cicatrices de cuando se había quemado la mano diez años atrás. Tampoco había que preocuparse por las huellas dactilares al registrarse. No era probable que alguien recordara en qué mostrador o qué bolígrafo había usado, y en cualquier caso, estarán todos llenos de huellas. Dejarse el guante puesto —especialmente al escribir algo— sólo llamaría la atención, igual que las gafas de sol. La experiencia de Kawashima le decía que siempre que intentas ocultar algo, los demás se dan cuenta de alguna manera y seguro que el recepcionista se fijaría en alguien que llevara guantes al rellenar la tarjeta de inscripción. Los trabajadores de los hoteles sabían observar con disimulo.
Dando por hecho que iba a rechazar la ayuda del botones, debería coger la llave con la mano enguantada y llevar puestos ambos guantes cuando abriera la habitación, así como todo el tiempo después de entrar en ella. No debería dejar ninguna huella dactilar en el lugar, aunque sólo fuera para que pareciera el trabajo de un hombre con mucha experiencia. La policía se decantaría por buscar a alguien con antecedentes y haría listas de pervertidos y delincuentes sexuales conocidos.
Pero claro, no podía llevar los guantes puestos desde el momento en que llegase la mujer hasta que la tuviera inmovilizada por temor a levantar sus sospechas. Después de atarla, se los volvería a poner. Con cara impasible, con naturalidad, se ajustaría los dedos de piel, uno a uno. Después la pelota mordaza. No una que le tapara la boca por completo; deberá permitírsele vocalizar de manera limitada. Pondría los guantes ensangrentados, los tejanos y la sudadera en bolsas de vinilo separadas, acordándose de ponerse el par de guantes extra primero. Lo mejor sería que usara bolsas dobles o triples, lo cual implicaba que tendría que coger unas cuantas bolsas de las tiendas. Cinta americana. Cartón y papel grueso con el que envolver la punta del punzón y la hoja del cuchillo. Y necesitaba algo pesado para cuando tirara las bolsas al río, unos plomos de buceador serían ideales. Añadirlos a los paquetes con el punzón y el cuchillo. Una vez que se hubiera deshecho de todo, lo más seguro sería abandonar el bolso de viaje cerca de un grupo de vagabundos en algún parque. En cuyo caso, un Louis Vuitton quedaba, por supuesto, descartado.
Compraría el cuchillo y el punzón en distintos supermercados de barrio. Preferiblemente un sábado por la tarde o un domingo, cuando más gente hay. ¿Era necesario hacer un ensayo, pedir una mujer de otro club de sadomasoquismo antes que la de la gran noche, para familiarizarse con el proceso? ¿Qué pasaría si la primera mujer y la que iba a ser sacrificada resultaban ser amigas, por ejemplo? Algo descabellado, tal vez, pero ¿por qué correr riesgos? Después de todo, si surgiera algún problema por su falta de conocimiento del juego sado, siempre podía abortar el plan.
Se había saltado la cena pero no tenía nada de hambre, y se preguntaba por qué cuando sonó el teléfono. Era el servicio de habitaciones para asegurarse de que no quería que le desdoblaran la colcha aunque tuviese la señal de NO MOLESTAR en la puerta. Dijo que estaba trabajando y que él mismo se encargaría de la cama; a lo que el empleado respondió, en un tono de lo más cortés, que el servicio de cama estaba disponible las veinticuatro horas y que podía solicitarlo en cualquier momento. Kawashima se encontró dando sinceramente las gracias al hombre por su amabilidad. Era como si la gente que no estaba involucrada de ninguna manera en su misión, le estuviera animando.
Volviendo a su cuaderno, escribió: Además de un disfraz sencillo, algo que despiste también vendría bien. Para los empleados del hotel con los que trate, algo básico, como masticar chicle ruidosamente. Hablar con acento de Kansai, toser con frecuencia, cojear ligeramente, pero nada que termine siendo contraproducente por causar demasiada impresión. Esto tendría que planearlo con mucho cuidado. El despiste era un asunto importante y tampoco había que pasarlo por alto cuando llegaran los últimos pasos del ritual. Todavía no había decidido cuál sería la causa de la muerte. El método más ortodoxo sería estrangularla. Esto no le hacía mucha gracia; pero si había que hacerlo, preferiría usar un cable fino de acero inoxidable. Cortarle las muñecas o la garganta sería un problema por la cantidad de sangre que se derramaría pero, por otro lado, un crimen sangriento ayudaría en el despiste, ya que la policía buscaría a un drogadicto, a un consumidor de anfetaminas o a un enfermo mental. Podría reforzarlo dejando una nota con algún mensaje incoherente. Según un artículo que había leído sobre estos asuntos, sabía que tales mensajes empleaban palabras como Dios, Voluntad divina, ondas de radio, control, órdenes, mandatos, Cielo. Combinaría algunas en una nota corta. Debo hacer lo que Ellos me ordenan o lo que ordenan las transmisiones de radio. Mirad la Divina Voluntad o Dios me habló o No oso desobedecer mis órdenes o He abierto las puertas del Cielo de par en par. Una de estas frases, o una combinación de ellas, estaría bien. Podría usar la papelería y el bolígrafo del hotel. No era necesario que escribiera con la mano izquierda o que disimulara la caligrafía de otra manera. Simplemente tenía que estrujar la nota y dejarla en un rincón de la habitación.
Tal vez fuera buena idea recoger impresos de carreras abandonados en los trenes —carreras de caballos, de bicicletas, de barcos— y dejarlos en la habitación. Especialmente si los encontraba de Osaka o Kobe, o un folleto anunciando un usurero o algo de allí, y usar un acento de Kansai al registrarse. No le daba tiempo de hacer un viaje al distrito de Kansai, pero cuando comprara el bolso en la estación Tokio o en el aeropuerto de Haneda, podría estar pendiente de tales elementos desechados por los viajeros. En lo concerniente al despiste, no obstante, era importante prestar atención hasta al más mínimo detalle. Si quedara claro que había habido engaño, la policía inmediatamente empezaría a buscar a alguien racional y astuto, en lugar de a un loco o a un desesperado.
Elegiría uno de los hoteles de Shinjuku oeste, donde no era raro que los huéspedes llegaran caminando en lugar de en taxi. El Park Hyatt, el Century Hyatt, el Washington, el Hilton, el Keio Plaza; reservaría en todos ellos con nombres diferentes. Después, tan pronto como fuera posible, iría a comprobarlos todos. El que tuviera la recepción más atareada y el peor servicio de habitaciones sería el apropiado. Un mal servicio, anotó, significa menor atención a los huéspedes.
Dejó el lápiz y miró el reloj. Eran más de las once. Yoko se acostaría dentro de poco. Pensó llamarla otra vez, pero decidió que dos veces en un día podría parecer poco natural. Seguía sin hambre. La pequeña nevera estaba llena de whisky y cerveza, y se sentía tan satisfecho de su trabajo que decidió permitirse una copa. Cogió una mini botella de whisky nacional barato del bar, la vertió en un vaso y tomó un sorbo. Era lo más delicioso que había probado jamás.
Leyó sus siete páginas de notas, añadió algunas cosas, y después metió la libreta en su maletín y lo cerró con la combinación. Abrió las ventanas y miró la Torre de Tokio, cuyas luces estaban ahora apagadas, y mientras tomaba otro sorbo de whisky era consciente de que el calor de su garganta y estómago irradiaba olas de deseo sexual a todo su cuerpo. Después del segundo vaso, decidió no seguir bebiendo porque temía que cediera a la tentación de llamar a un club de sado para que le enviaran una chica.
Aún no había decidido qué edad debía tener la víctima. La idea de una de treinta y pico largos le atraía, pero de algún modo pensaba que esta vez sería más satisfactorio clavar el punzón en una barriga joven y firme, y no en una que estuviera suave y fofa. Una mujer joven, sí, con piel resistente y blanca como la nieve.
En cuanto Kawashima se decidió sobre este extremo, le entraron unos deseos terribles por una mujer mayor. La revelación alimentada por el whisky de que la víctima debía ser joven, después de la excitación de escribir todas esas notas, le había dejado sumido en el deseo. Dándose cuenta de que a menos que hiciera algo no iba a poder dormir, lo que disminuiría su capacidad para empezar los preparativos al día siguiente, le echó un vistazo a la guía del sexo y llamó al teléfono de un anuncio que decía Señoras maduras dan Masaje Erótico.
—Buenas noches, Clínica Essence.
Era la voz de un hombre.
—Me hospedo en un hotel en el centro. ¿Es muy tarde para pedir un masaje?
Nunca había llamado a un sitio de estos y le sorprendió lo tranquilo que sonó.
—¿Qué hotel, caballero?
—El Príncipe Akasaka.
—Gracias. Si es tan amable de darme su número de habitación, le devolvemos la llamada enseguida para confirmar.
Unos diez segundos después de colgar, sonó el teléfono.
—Disculpe por hacerle esperar. —El hombre hablaba con una entonación rara—. Tenemos a una viuda de treinta y ocho años con disponibilidad inmediata.
La voz era tranquila y mecánica y no daba una idea de la persona que la emitía. Resultaba imposible imaginar qué cara tenía el hombre. Kawashima tardó en contestar y la voz continuó.
—Sin embargo, si no le importa esperar una hora o algo así, podemos enviarle una mujer de cuarenta y pocos.
—No, envíe a la que puede venir enseguida, por favor.
—El masaje básico cuesta 7.000 yenes y el erótico 17.000. ¿Cuál prefiere?
Sonaba como si el hombre tuviera un bebé en brazos mientras hablaba. O como si estuviera sentado en la cama de un moribundo. Kawashima imaginó un anciano apergaminado y en coma conectado a un goteo intravenoso.
—Erótico.
—Estará en su habitación dentro de aproximadamente media hora. Por supuesto, el taxi de ida y vuelta también corre de su cuenta.
Antes de colgar, Kawashima se atrevió a preguntar si había muchos hombres jóvenes que pidieran mujeres maduras. «Unos cuantos» dijo la suave voz, y colgó tan silenciosamente que apenas se oyó el clic.
¿Y si resultara ser ella? Hacía justo diez años, así que tendría cuarenta y ocho. La voz había dicho que la mujer era una década más joven, pero no era raro que las mujeres dedicadas al sexo mintieran sobre su edad. De hecho, en los clubes de striptease en los que trabajaba por aquel entonces, ella le decía a la gente que tenía veintiocho. ¿Cuántos hombres eran capaces de distinguir diez años más o menos, después de todo? Si al final fuera ella, ¿qué debería decir él? ¿Seguiría habiendo una cicatriz pequeña y redonda o se habría curado por completo? Habían hablado muy poco después de que ella saliera del hospital, pero todavía recordaba con claridad que había comentado lo difícil y lento que era el tratamiento de una herida por punzón. «Un coñazo increíble», para usar sus palabras exactas. Bueno, él no le guardaba rencor. Si resultaba ser ella, lo único que él tendría que decir sería tanto tiempo. Y tal vez preguntarle por la cicatriz.
Decidió permitirse un poco más de whisky. Después de todo, el deseo de llamar a un club de sado había desaparecido ahora que la mujer de treinta y ocho años estaba de camino. Abrió la tercera botella en miniatura y la vertió en el vaso, su mente reproduciendo las últimas palabras de la suave voz: Unos cuantos. Detrás de la ventana, cubierta por la condensación, se extendía el refulgente Tokio nocturno. Desde aquí arriba, la gente de la calle parecía pequeños puntos en movimiento. Hacía poco había visto un programa televisivo que trataba el tema: Jóvenes que sólo son capaces de amar a mujeres de la edad de sus madres.
Un psicólogo, que llevaba puesta una pajarita, había expuesto que «es una especie de perversión, una elaboración del llamado síndrome de Peter Pan y, aunque los síntomas son diferentes, la patología es básicamente la misma que la de los jóvenes que abusan de niñas pequeñas; ninguno de los tipos tiene la capacidad de crear o mantener una relación normal y sana». En otras palabras, los hombres que se sentían atraídos por mujeres mucho mayores eran enfermos y anormales. Si cumplo con mi misión, pensó Kawashima para sí, lo siguiente que haré será ir a por ese psicólogo, por decir tantas boberías.
Los niños del Hogar rara vez hablaban entre sí. Él había compartido habitación con Taku-chan durante dos años pero fue sólo un poco antes de que lo dejaran salir de aquel lugar, que habían tenido una conversación más o menos larga. Y ni siquiera entonces hablaron de cosas muy personales.
Kawashima intentó recordar a los niños del Hogar, verlos con sus ojos de hombre de veintinueve años. La sala de juegos, la caja llena de arena blanca, todas las muñecas, peluches y marionetas, los tanques y coches de juguete, los teléfonos infantiles, los bloques de construcción, el pequeño trampolín, las pinturas, los niños. Consiguió recrear la escena de manera viva: era como si su yo adulto estuviera allí, mirando a los niños. Todos los rasgos imaginables que podrían hacer que un adulto despreciara a un niño podían encontrarse en alguien de aquella habitación. Cien de cien adultos, si estuvieran cerca de aquellos niños, terminarían con el mismo pensamiento: ¡Qué monstruito tan insufrible!
Estos niños no saludaban ni contestaban cuando les hablaban. Llama varias veces a un niño y terminará por girarse, mirarte fijamente de arriba abajo diciendo algo como «Cállate, gilipollas, ya te oí la primera vez». Llámale la atención a otro, y se pondrá como una fiera a tirar cosas y romper juguetes, e intentar morderte la mano. Muchos comían como animales, quitándole incluso la comida a los otros. Algunos se hacían un ovillo en un rincón y miraban fijamente al vacío para, después, echarse a llorar si alguien se les acercaba; otros, tan obsequiosos como los esclavos o los perros, miraban ansiosamente la cara de los cuidadores a la espera de una orden. Había algunas niñas que se acercaban a cualquier hombre mayor e intentaban llevarle la mano por debajo de su ropa interior, y había niños que se mordían su propia mano de forma compulsiva. Niños que de repente empezaban a moverse espasmódicamente y a golpearse la cabeza contra la pared, y ni siquiera paraban cuando la sangre les corría por la cara. Niños que deambulaban por ahí como patos, sin darse cuenta de la porquería apestosa que llevaban en los pantalones. Al mirar a niños como estos, era fácil entender por qué sus padres les pegaban. Lo más natural era odiar a niños así, ignorarlos y colmar de amor solamente a tus otros hijos. ¿Quién no lo haría?
Pero claro, realmente no funcionaba así. Esos comportamientos no eran el motivo por el que los padres maltrataban a sus hijos sino que eran el resultado del maltrato. Los niños están indefensos, murmuró Kawashima para sí. Se sorprendió con lágrimas que corrían por sus mejillas, y se acabó el vaso de whisky de un trago. Independientemente de cómo los maltrataran, los niños no podían hacer nada. Incluso si su madre les pegaba con un calzador o el tubo de la aspiradora, o el mango de un cuchillo de cocina, o los estrangulaba, o les tiraba agua hirviendo por encima, no podían escapar de ella; ni siquiera podían odiarla de verdad. Los niños luchaban con desesperación por amar a sus padres. De hecho, antes que odiar a un padre, elegían odiarse a sí mismos. El amor y la violencia se volvían tan indisolubles en ellos que cuando crecían y entablaban una relación, sólo la histeria les tranquilizaba. La amabilidad, la suavidad —cualquier cosa en esa línea— sólo causaba tensión, ya que no había forma de saber cuándo se convertiría en hostilidad. Era mejor cortar por lo sano inspirando asco y rabia constantemente en los demás. El gilipollas de la pajarita había llamado pervertidos a las víctimas de este tipo de educación y los había despachado como patológicos.
Fijándose alternativamente en su propio reflejo en la ventana empañada y en el paisaje nocturno de Tokio que se extendía a sus pies, Kawashima empezó a sentirse un representante. Un representante de todos los niños que se habían convertido en puntos insignificantes en el oscuro diorama; un mártir armado únicamente con un punzón enfrentándose a las hordas enemigas. Imbuido de una sensación de omnipotencia, convocó las caras de los niños del Hogar una a una y les dijo: Esperad y veréis. Sus labios rozaron la ventana y algunas gotas de agua corrieron por el cristal como bichitos que se dispersan. Los mataré a todos por vosotros, murmuró Kawashima para sí una y otra vez.