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El apartamento estaba en el segundo piso de un edificio de cuatro plantas. Cerró la puerta sin hacer ruido, comprobó varias veces que estaba cerrada y bajó por las escaleras. No había guarda ni vigilante en el zaguán: para entrar por las puertas de cristal había que introducir un código o que alguien abriera por el interfono. Para salir, por supuesto, sólo había que pulsar la placa con sensor que ponía ABRIR, pero el casero había hecho hincapié en la importancia de tomar precauciones para evitar que algún extraño se colara. No hacía mucho que alguien, vestido de repartidor, había robado en uno de los apartamentos; algunos niños habían hecho grafiti con spray en las paredes del zaguán; y una vez, un imbécil derritió la placa del interfono con un mechero.

En el exterior, Kawashima se subió la cremallera de la chaqueta, levantó el cuello forrado de borreguillo, y pensó cuánto le gustaba frío… En habitaciones calurosas muchas veces sentía que los contornos de su cuerpo, la frontera entre él y el mundo exterior, se volvía de forma perturbadora cada vez más borrosa.

Yoko se había despertado, pero parecía no haberse dado cuenta de nada. De momento, estar en la calle desierta de su barrio en Kokubunji, alejado de la habitación donde dormía la niña, le proporcionó cierto alivio.

Sólo es mi neurosis, razonó consigo mismo. Me entra el pánico al imaginar que pueda apuñalar al bebé. No es que realmente quiera apuñalarla. ¿Quién no imagina cosas que le causan ansiedad? Tal vez sin llegar a estos extremos, como tener que dar un discurso en una boda, por ejemplo, a mucha gente le da pánico cagarla o que les ridiculicen o se rían de ellos. O accidentalmente puedes tomar contacto visual con un psicópata en el tren y pensar ¿Y si se baja detrás de mí y me sigue a casa? Gracias a la imaginación, hay un sinfín de cosas en el mundo que pueden desencadenar ansiedad. Normalmente, claro, te puedes liberar de esos miedos enfrentándote a ellos o contándoselos a alguien.

Normalmente.

En la planta baja del edificio de al lado había un vídeo-club. Al final de una jornada larga, después de cenar y darse un baño, a Yoko le gustaba sentarse con una copa de vino o una cerveza y ver una película. Una noche, en su último mes de embarazo, habían visto juntos Instinto básico. Kawashima quiso salir huyendo del cuarto en cuanto vio la primera escena: un asesinato con punzón; pero Yoko dijo «No creo que sea buena para el bebé, pero es una historia interesante, ¿verdad?». Fue esa actitud suya, de entretenimiento indiferente, lo que le ayudó a calmarse y a permanecer sentado hasta que acabó la película.

Muchas veces, en los últimos diez días, se había preguntado por qué sólo temía apuñalar al bebé y no a Yoko. El recuerdo de la vez que vieron Instinto básico juntos le dio la respuesta: porque Yoko podía hablarle. Hablar con alguien ayuda a neutralizar el poder de la imaginación. Y Yoko tenía una manera delicada y hábil de lidiar con las heridas que él llevaba dentro. Su actitud no era ni insensible ni indulgente ni ¿Por qué no lo superas ya? ni Ay, ¡pobrecito! Nunca hacía ningún esfuerzo para evitar el tema y, cuando salía a relucir, sus comentarios siempre eran clarividentes y amables.

—Cuando tienes una enfermedad crónica —le decía ella— frustrarte o impacientarte lo único que hace es empeorar las cosas, ¿no? ¿No es eso lo que dicen, que tienes que vivir en armonía con una enfermedad; que pienses en ella como en un viejo amigo?

O: —¿Por qué cuando la gente crece se olvida por completo de lo vulnerable e indefensos que eran de niños?

O: —Hasta que nació Rie no sabía lo estresante que puede resultar tener niños. Estoy segura de que incluso tu madre debe de preguntarse en qué estaría pensando entonces.

La forma en la que ella decía esas cosas siempre le aliviaba y confortaba. La primera escena de Instinto básico fue una sacudida para él pero cuando el punzón volvió a aparecer en la película, ya estaba disfrutando mucho de la historia.

En el siguiente edificio, después del vídeo-club, había una librería. Algo se movió en el hueco entre los dos edificios y él se paró para ver qué era. El hueco, con el ancho justo para permitir a un hombre caminar por él, terminaba en el muro de otro edificio. Estaba muy oscuro pero tenía la certeza de haber visto dos o tres figuras moviéndose. Tan pequeñas que tenían que ser niños, no mayores de nueve o diez años. Ahora no se movían, probablemente porque Kawashima se había parado y miraba en la dirección donde ellos estaban, pero no iba a llamarlos o a acercarse para mirar en el hueco. Sabía que hasta un niño de diez años puede ser peligroso. Antes de seguir caminando, vio un punto rojo pequeño. Podría haber sido un cigarrillo encendido, sólo que ni vio ni olió humo. El ojo de un animal pequeño, tal vez, reflejando la luz de la calle. Entre los dos edificios, recordó, había bidones de basura y el agua se acumulaba alrededor del desagüe. Lo más probable es que los niños estuvieran matando ratas, en esa estrecha oscuridad, para divertirse.

En el Hogar para niños en peligro, Kawashima había tenido un amigo de su edad que se llamaba Taku-chan. En un momento dado, el Hogar adquirió una pareja de conejos y encomendaron el cuidado de una de las crías a Taku-chan. Taku-chan quería a su conejito más que a nada en el mundo, y hasta se empeñó en dormir con él en brazos. Pero un día, delante de Kawashima y sin motivo aparente, cogió al animal por las orejas aún sin desarrollar, se puso en pie y lo tiró contra el suelo de hormigón. Sonó a porcelana cuando se rompe, pero el conejito no estaba muerto e intentó alejarse con movimientos espasmódicos, como un juguete al que se le está acabando la cuerda. Taku-chan, con la misma expresión apagada que tenía cuando acariciaba el pelo del conejo, pisoteó su cabeza varias veces con el tacón del zapato. Después, sin hacer caso del cuerpo aplastado y sin vida del animal, se fue a buscar otro que lo reemplazara.

A veces, Kawashima y Taku-chan dibujaban juntos y Taku-chan siempre hacía lo mismo. Manchaba toda la hoja de negro, azul oscuro o violeta, y en el medio pintaba un niño pequeño desnudo cuyo cuerpo estaba atravesado con flechas de los pies a la cabeza, docenas de ellas que salían en todas las direcciones, como púas. «¿Quién es éste?», le preguntó una vez un terapeuta y Taku-chan contestó: «Yo». El terapeuta dijo: «Bueno, y si no fueras tú, Taku-chan, ¿quién sería?». Si no soy yo, dijo Taku-chan, no me importa quién es.

Kawashima decidió ir a la tienda que había calle abajo. Caminaba despacio para calmarse pero sus pulsaciones aún no habían vuelto a la normalidad. El frío se le colaba por las suelas de los zapatos, y cada exhalación salía en forma de nubecilla blanca, un recordatorio visible de lo irregular y rápida que era su respiración. Al otro lado de la calle había un edificio de apartamentos de hormigón armado y en una ventana, en la esquina del tercer piso, una mujer de pelo corto fumaba un cigarrillo. Limpió con la manga el vaho del cristal y miró a la calle. En ese edificio, recordó Kawashima, sólo había estudios para mujeres solteras. La luz estaba detrás de ella y no pudo ver su cara, pero a juzgar por el corte de pelo y la manera de fumar, dedujo que ya no era joven. Treinta y largos, tal vez.

La imagen de una mano con la piel seca y arrugada y venas protuberantes se formó en su cabeza. Una mujer de treinta y largos, sosteniendo un cigarrillo mentolado, delgado y oscuro, en la mano como si fuera una hoja de otoño.

La había conocido cuando él tenía diecisiete años y vivieron juntos casi dos años. Ella era diecinueve años mayor que él, así que muchas veces los tomaban por madre e hijo. Cuando esto ocurría, la mujer forzaba una sonrisa y mostraba una fría indiferencia; pero después, cuando ella y Kawashima estaban solos, despotricaba amargamente contra la persona que había cometido el fauxpas, a veces durante horas. Era artista de striptease y trabajaba en Gotanda cuando se conocieron, aunque en los dos años que estuvieron juntos cambió de local una docena de veces.

Con frecuencia, la mujer llevaba al apartamento hombres que había conocido en el club de striptease y coqueteaba con ellos delante de Kawashima. Si preguntaban, ella les decía entre dientes, con voz de borracha, que él era su hermano pequeño. E invariablemente, una vez los hombres se iban, se ponía furiosísima con Kawashima y le agredía con los puños y chillaba: «¡Si de verdad me quisieras! ¡No te quedarías ahí sentado! ¡Y dejarías que otro hombre! ¡Me hiciera esas cosas! ¡Le darías una buena paliza! ¡O lo matarías!». Terminó pegándole a alguno, tras lo cual ella empezaba a golpearlo a él de todos modos, gritando que le iba a hacer perder el trabajo. La histeria no paraba hasta que ella se quedaba sin fuerzas y caía rendida. Qué perra tan odiosa, pensaba Kawashima, ¿cómo puede una persona llegar a ser tan despreciable? Estaba seguro de ser el único en el mundo que podía ocuparse de ella. Por ello, pensaba que ella nunca le dejaría.

La noche que le clavó el punzón siempre había estado poco clara en su memoria. Había vuelto al apartamento tarde, por la noche, después de haber estado esnifando disolvente con un amigo; así que, para empezar, no estaba en un estado muy lúcido. En el medio de la habitación había una estufa de keroseno encendida, con un caldero rebosando agua. La mujer acababa de volver del trabajo y estaba sentada delante del espejo quitándose el maquillaje. Intentó abrazarla por la espalda pero ella no le dejó. Lo único que dijo fue «No me toques» pero de una manera tan fría y cortante que a él le dio pánico. La rodeó con los brazos otra vez y ella volvió a rechazarlo, abriéndole los dedos a la fuerza y sacudiéndoselo de encima. «¡Deja ya de echarme encima tu aliento a disolvente!» gruñó ella. Kawashima estaba destrozado. Lo único que podía pensar era: necesito que me castiguen. Está muy enfadada conmigo. Está muy enfadada pero no va a pegarme, así que tengo que castigarme a mí mismo. Si no lo hago, puede que ella se marche. Fue hasta la estufa y metió la mano derecha en el caldero de agua hirviendo.

Cuando sacó la mano roja y quemada del caldero para enseñársela, la mujer le llamó idiota y se metió en el baño, quitándose la ropa mientras caminaba. Él estaba convencido de que después de la ducha, ella abandonaría el apartamento. Para no volver. ¿Cuánto tiempo tendría él que estar ahí sentado, medio muerto de miedo, esperando a que ella volviera? No podía dejarla marchar. Se estaba devanando los sesos, pensando que tenía que hacer algo antes de que ella terminara de ducharse cuando, de repente, hubo unas pequeñas explosiones en las que sus sentidos de la vista, el olfato y el oído colisionaron. Algo parecido al olor a hilo quemado o a uñas chamuscadas le llenó la nariz, y lo siguiente fue que había abierto la cortina de la ducha y estaba perforando en silencio el estómago de ella con el punzón, que no encontró mayor resistencia que la que encontraría un imperdible hundiéndose en una esponja. Se introdujo sin esfuerzo en su barriga blanca y flácida, y cuando lo sacó, vio sangre espesa y de color rojo oscuro manando del pequeño agujero redondo que había hecho.

El punzón debió caérsele de la mano quemada en ese instante, pero en su memoria hay un espacio en blanco a partir de ese momento. Ni siquiera podía recordar si la policía había venido o no. Cientos de veces, en sueños, había visto el punzón caer sobre las baldosas del baño y rodar bajo la bañera. En los sueños, él se arrodilla y apoyándose en los codos intenta alcanzarlo, pero se quema la mano otra vez con la luz piloto del termo. A veces se despertaba tras esta pesadilla, convencido de que su mano derecha estaba ardiendo. Si la policía había venido, la mujer no debía de haberles dicho la verdad porque no se llevaron a Kawashima para interrogarlo. Ni tampoco ella le mencionó nunca el incidente, ni siquiera al salir del hospital y volver a casa. Él se marchó sin que se lo pidiera. Aunque volvió al apartamento varias veces en las siguientes semanas, la mujer siempre se negó a verlo y finalmente, ella se mudó. Kawashima creía que seguramente el punzón seguía estando en ese apartamento, debajo de la bañera. Y de algún modo, pensaba que llegaría el día en el que volvería para echar un vistazo.

Ya había alcanzado la puerta de la tienda cuando notó algo curioso. Su ritmo cardíaco había vuelto a la normalidad. Preguntándose si esto tendría algo que ver con sus recuerdos de la artista de striptease, entró en el local, donde el aire caliente lo envolvió y sintió que el contorno de su cuerpo empezaba a desdibujarse.

Se acercó al montón de cestas y acababa de coger una cuando el empleado que estaba detrás del mostrador —que había permanecido callado hasta entonces— gritó ¡Irasshaimase! a los clientes que entraban detrás de él, una pareja joven abrazada, jadeantes ambos por el frío. La pareja se dirigió a las estanterías de las revistas y el empleado volvió a mirar su caja. Eso fue todo, pero suficiente para desencadenar en Kawashima la horrible sensación de que él no estaba realmente allí. No como si estuviera muerto o fuera un fantasma, o un espíritu o algo, sino como si se hubiera separado de su propio cuerpo y estuviera esperando a cierta distancia.

Cuando era niño, había eludido el dolor y el miedo a las palizas de su madre concentrándose en la idea de que la persona a la que estaban zurrando no era él en realidad. Se había entrenado concienzuda y metódicamente para pensar así. Su madre, rabiosa con el niño que no lloraba y ni siquiera gritaba, le pegaba más fuerte; pero cuanto más le pegaba, más se concentraba él en convencerse de que no era a él a quien golpeaba, hasta que, de hecho, logró separarse del dolor. Temiendo, sin embargo, que si llegaba muy lejos no sabría volver, se prometió a sí mismo quedarse cerca y volver en cuanto las circunstancias lo permitieran.

Lo que siento ahora, se dijo, es un recuerdo de aquella época, es sólo un eco del pasado. Miró los paquetes de pañales desechables en la estantería más alta de la pared del fondo y recordó que Yoko decía que comprara los pañales, que nunca serían suficientes. Decidió comprarlos y fue en ese momento en el que, de repente, se convenció de que realmente se había separado y estaba esperándose a sí mismo allí, entre los pañales.

Maldita sea, murmuró y amagó una sonrisa mientras el miedo le encogía el corazón. ¿Qué diablos pasa?

Realmente podía ver su otro yo de pie junto a las estanterías, dos o tres pasos por delante de él, con un paquete de pañales desechables en las manos. Este otro yo señalaba la foto de un bebé en el paquete y sonreía a Kawashima; después le llamó.

Ven aquí, hay algo muy importante que necesito decirte.

Kawashima avanzó hacia las estanterías como si tiraran de él.

Piénsalo, dijo el otro. ¿Por qué crees que pudiste ver Instinto básico tan tranquilamente? Estabas pensando en eso cuando venías aquí, ¿verdad? También te acordaste de Taku-chan, ¿no? Taku-chan diciendo «Si no soy yo, me da igual quién es». Y después recordaste cuando apuñalaste a la mujer, lo cual te calmó el ritmo cardíaco del todo. Te disipó la preocupación de apuñalar a ésta, ¿verdad? El otro golpeó la foto, después asintió con la cabeza y pellizcó el vinilo para distorsionar la cara del bebé y convertirla en una máscara grotesca. Date prisa, ven aquí conmigo. Kawashima intentó decir Por favor no hagas esto, pero tenía la garganta tan seca que no podía hablar. Justo antes de que los dos se fusionaran, el otro dijo con voz clara e inconfundible: Sólo hay una forma de superar el miedo.

Kawashima permaneció sumido en una especie de estupor, como alguien que ha recibido una revelación de Dios. Incluso después de haberse unido a su otro yo, la voz siguió reverberando en su interior. Sólo hay una forma de superar el miedo: tienes que clavarle el punzón a otra persona.